lunes, 28 de enero de 2008

Escapando de todo

Subo al bus que cumplirá mi caprichosa idea de huir de Tacna, mirando de reojo a mi madre que ya ha sacado un pañuelo para consolar aquellas lágrimas retenidas estos últimos días. La tristeza también me embarga, estoy rechazando, huyendo de las pocas gollerías que tenía en casa por la idea de escapar y tratar (con mis esperanzas en un pináculo) de ser un profesional (dentro de lo posible). Me acomodo atribulado en mi asiento, con mis gafas oscuras ocultando mis ojitos rojos y tristones. Aún no llega mi compañero de viaje, espero que sea una señorita simpática, o de lo contrario alguien educado y amable. Leo el periódico para distraerme. Mi compañero llega, es un hombre alto, corpulento; luciendo sus brazos fuertes y viriles en aquel polo manga cero que también delata una prominente barriga. Es blanco, castaño, con aires de galán. El carro parte. Veo a mi madre aún con su pañuelo, tratando de ubicarme entre las ventanas del autobús, luchando contra su ceguera. Me busca empeñando sus miedos, sus penas, sus esperanzas y su fe; todas ellas mezcladas. El viaje empieza, ruedan un par de lágrimas por mis mejillas, como un tributo a la tristeza. Paramos casi una hora en aduanas, sin entrar todavía, parece que al chofer le gusta aquel apartado lugar y esta complaciendo sus deseos. El viaje se realiza sin mayores sobresaltos, sólo los que mi mente negativa azuza. Mi compañero de rato en rato se rasca los testículos sin ningún tipo de pudor, quizá aclarando que es el más macho n todo el carro. Yo lo miro y me siento su radiografía. Cuando se cansa de rascarse, duerme como un bebé y ronca como un demonio, el único que ronca en todo el viaje. Reproducen un par de películas: una norteamericana se casa con un iraquí, el iraquí la lleva de vacaciones a su país; no la deja regresar, la norteamericana se jode. Con cada respingo que da el auto, mi mente, absolutamente sugestionada por las noticias diarias, aviva el temor de morir en un accidente; que termine descuartizado y que me reconozcan por algún lunar que Sofía sabrá distinguir fácilmente. Los paisajes son variados y sufro cuando veo lo acantilados despiadados e intratables que amenazan mi salud mental antes que la física. Nubes inmensamente grises se posan a lo lejos como marcando el lugar de llegada. El sol que aún nos acompaña, dibuja sombras tremendas de las nubes todavía blancas. Extrañamente empiezo a extrañar a todos. Llamo a Sofía quien acompaña mi viaje por celular. Todo este recorrido es interminable, así como los ronquidos de mi compañero de asiento quien ya no se rasca las bolas. Entramos por fin en Arequipa. El clima es horrible, parece que va a llover. Llegamos a la empresa. Veo a mi primo esperando impaciente el carro que ha llegado con un nuevo inquilino y una hora retrasado. Veo a mi mejor amigo tratando de llamarme sin éxito, no tengo batería. Veo a la nueva ciudad que me acoge. No veo a mi madre, no veo a Sofi. Veo mi capricho cumplido.

lunes, 14 de enero de 2008

El último día

Inés no se cansa de vender. Yo llego y como todas las tardes tomo asiento y espero que mi compañera esté inminentemente ocupada, y bajo esa ventaja, intentar vender un celular. Inés es excelente vendedora, prácticamente obliga de una manera sutil y educada, a comprarle el producto. A pesar de ser tan astuta vendedora, goza de una importante ayuda y ventaja, un pequeño ser que transforma su adusta mirada en un mohín elocuente y hasta agradable. Su nombre es Ricardo, la pareja de Inés, el que agazapado a las afueras del local, no se cansa de “jalar” clientes con frases atrevidas como: “celulares regalados”, sabiendo que mi jefa no regala ni un beso. Ambos son de la selva, ambos conservan ese dejo típico. Ricardo, a pesar de no tener una profesión o ser heredero de alguna fortuna importante, se siente superior, quizá sólo a mi lado (todos a mi lado se sienten superiores) jactándose con sus comentarios y relatos, los cuales escucho atento y amable. Cuenta que ha vivido cosas misteriosas, que conoce la verdad, que ha comido más de diez hongos afrodisíacos cunado el límite son siete, que ha probado un par de veces ayahuasca, un mate sagrado y que ha visto y conversado con Dios. Aquel petiso de metro sesenta se ha paseado por otras dimensiones, claro, con ayuda de medio litro de ayahuasca. Él ha visto cosas que nadie ve y seguramente nadie verá. Dice ser pintor, escultor, realiza manualidades (no las que se hace ha escondidas en el baño) y no gana plata. Ha sido gerente, prestamista, banquero y ahora sólo es celoso. Mientras él relata sus historias con afán impresionista, yo reposo sentado e Inés va vendiendo su sexto celular del día. Todos somos felices. Yo le pido emocionado a Ricardo, me traiga aquel mate alucinógeno, a lo que él me responde ofendido, recriminándome, que es un mate espiritual. Yo pienso que es un enano tacaño porque sólo él quiere hablar con Dios y pasear desnudo por otras galaxias. Los días pasan, Inés vende como loca, Ricardo me cuenta más historias alucinógenas y yo sigo reposando esperando ansioso fin de mes y el pago del mismo. Fin de mes llega, Inés batió record de venta y yo gozo del último día de trabajo. Aquel enano hediondo y drogadicto se ha quedado con mi puesto. Comprendo que el secreto de Inés es aquel estado narcótico, que las aspiraciones de Ricardo no sólo es conversar con Dios sino que también cobrar mi ínfimo sueldo; que yo, después de perder el empleo, voy a tener mucho tiempo libre y dormiré tranquilo.