martes, 25 de enero de 2011

Días de vida

La enfermera me toma la frente y me dice que parece que tengo fiebre, se me ve pálido (más de lo normal). - ¿Qué tiene joven? – me pregunta mientras sacude con energía el termómetro que no tarda en llegar a mi boca, justo debajo de la lengua. A las justa puedo responderle (porque el termómetro no me deja hablar bien) le digo que sólo he venido para saber cuántos días de vida me quedan, que no pretendo saber de qué voy a morir. Ahora se alista para medir mi presión. Le da dos vueltas a mi brazo enclenque y empieza a bombear aire, dejándolo escapar luego poco a poco. Me quita el termómetro de la boca. - Estoy muy mal – le digo. - Tengo mareos todo el día, me duele la cabeza, un dolorcito jodido que no me deja en paz, a veces en la sien a veces en la parte posterior. También padezco de una molestia insistente en el coxis que no me deja sentarme bien; un dolor en el pecho que no me deja respirar tranquilo y no puedo comer nada sin que me caiga mal. También siento escalofríos y tengo insomnio -. Cuando aún tengo mucho más que contar me vuelve a meter el termómetro en la boca y me dice que no tengo fiebre. Ahora, si no tengo fiebre, ¿por qué me pone otra vez el termómetro? Al callar ella se ve más relajada e incluso sonríe un poco. Me pesa (yo sigo con el termómetro en la boca); mi peso siempre es el mismo, totalmente miserable (mientras agradezco subir con ropa para no pesar menos). Me toma algunas otras cosas de rutina y antes de salir diciendo que espere al doctor me quita el termómetro el cual ni mira para ver mi temperatura. Me quedo solo. Reviso mi pequeña ficha clínica que data de casi una año atrás. En ella registra una cita que indica que fui víctima de granitos que invadieron mi cuerpo sin saber qué eran, alguna intoxicación tal vez. Presiento que no me queda mucho de vida y por eso he asegurado mi vida hace unos días atrás. Ahora valgo mucho más muerto que vivo; la única heredera es mi madre, la cual me ha confesado preocupada, que no quiere ni un sol, sólo quiere que no muera nunca. El doctor entra un poco desubicado: es joven, con peinado de niño bueno; tiene un aire a Mr. Bean. Se sienta, y con un acento medio español me pregunta qué padezco. – Yo le respondo muy convencido: - ¡padezco un tonto doctor! El doctor finge una sonrisa como afirmando que en verdad parezco un tonto. De paporreta recito todos mis síntomas y al final le pregunto cuántos días me quedan. El doctor algo aburrido me pide que suba al andamio y me solicita que me suba la chompa. Me presiona el vientre, me pregunta si siento algún dolor. – Si – le respondo seguro. - ¿Cuál? me vuelve a preguntar. – El de sus uñas al presionar – le respondo serio. Escucha mis latidos débiles, revisa mis pulmones enfermos. Me examina la boca, los ojos. Me pregunta de qué he sufrido antes. – De todo un poco doctor – le respondo. Le cuento que sufría de los triglicéridos, que alguna vez me caí de culo y me jodí los riñones. Que padezco de apatía, y en este mismo momento sufro de falta de dinero y sueño. Le cuento que he ascendido y que siempre tengo pendientes en el trabajo (porque es un trabajo de muchos pendientes). Que siempre tengo sueño, casi desde que salí del vientre de mi madre, y le pido que me dé una par de meses de descanso médico. Le digo que he buscado en el internet todos mis síntomas; que puedo estar con diabetes, que puedo padecer de alguna tumoración, que puedo estar con los triglicéridos muy mal, entre otras cosas. La cara del doctor lo dice todo: “entonces para qué vienes, si sabes mucho”. Muy calmado el doctor llena algunas proformas y me receta mil pastillas. Después de contarle lo de mis mareos y náuseas me pide que me saque una ecografía. Antes que me despida del cuarto le cuento que no puedo dormir, que escucho voces, que me dicen una y otra vez mi nombre. El doctor abre sus ojos y parece un búho culto. Me pregunta si no me piden que me haga daño, o quizá daño a alguien más. – No hemos conversado de eso - le respondo mientras trato de recordar bien. Me receta también un par de ansiolíticos para que pueda dormir tranquilo mientras me recomienda que los compre fuera de la clínica porque mi seguro no cubre eso. Me pide que regrese para ver mis resultados y para que me diga cuántos días con exactitud me quedan. Yo salgo arrastrándome de aquella sala. Me acerco a caja y pago lo que resta de lo que no cubre mi seguro. Me hacen pagar la ecografía. Compro las pastillas para drogarme lícitamente todo el día. Me arrastro a recepción para sacar cita para la ecografía y saber cuántos meses de gestación tengo. Me dicen que regrese mañana a las siete de la mañana y la leve mejoría que sentía se arruinó y me siento desmayar y quiero que me internen para pasar la noche ahí y no tener que despertar muy lejos para esa ecografía virulenta a horas desconocidas para mí. Estoy ansioso por probar esas pastillitas, sobre todo la que me asegura dormir toda la noche. No me han pedido análisis de sangre, que me parecía primordial; quizá y el doctor temió caer en negligencia al verme tan delgado y no quería correr el riesgo de desangrarme con apenas una muestra de mi sangre azul. Tampoco me revisó con detenimiento lo del coxis. (He escuchado que algunos doctores te meten el dedo al culo para acomodarte un hueso mal situado) No me ha pedido ninguna muestra de nada, y me parece bien, la mayor de las muestras se la di apenas ingresé a su consultorio: -no le queda mucho de vida- conclusión a ojo clínico.

martes, 18 de enero de 2011

Queremos jubilarnos

Mónica ha decidido renunciar porque se cansó de aguantar las malas tardes de su supervisora. La supervisora no esperaba que Mónica se atreviera a renunciar, dado que según conclusiones, la supervisora tiene un pavor único e incalculable de perder su empleo y por ende se siente la dueña de casa y no intuyó que el ímpetu de Mónica la deje ahora mal parada, puesto a que un grupo importante de personas sabe que la decisión valiente de Mónica tiene nombre y apellido. Leonardo por fin consiguió el ascenso que pretendía y ahora no le sale ni una; todas sus solicitudes de venta son rechazadas: “que el nombre de tu cliente es feo”, “que de no debe de medir menos de un metro cincuenta”, “que el vendedor es algo afeminado”. Algunos dicen que la fiscalización de los casos está verdaderamente rápida; Leonardo cree que si, sus solicitudes casi son rechazadas antes de ser ingresadas. Lalo se fue al Cusco y es gerente; le toca pelearse con sus trabajadores y también con sus clientes, maneja horas para discutir con todo el mundo. Bruno no aguanta la idea de quedarse solo en la agencia: Primero se fue Alex (que no era su amigo), luego partí yo (que creo que soy su amigo); cambiaron no mucho tiempo después a Patricio (que era uno de los más antiguos), posteriormente a Gerardo (gerente de oficina), Lalo se fue lejos, y ahora a Mónica, quien es su enamorada. Mónica se siente importante por el apoyo inesperado que ha recibido, no pensaba que continuaría en el empleo; le sugirieron un cambio de oficina y se dio. Leonardo no pensaba que su nuevo puesto era tan complicado y quiere regresar a ventanilla. Lalo ahora está solo en una ciudad nueva y desea que los pasajes de avión bajen de precio, o que baje el precio de los aviones y comprarse uno. Bruno quiere que le dé diarrea y faltar al trabajo (de paso baja de peso). Mónica va a regresar a la agencia de donde salió y ahora le va a presentar chicas nuevas a Leo. Leonardo está esperando que Mónica le presente chicas nuevas pero como no vende nada no comisiona y no tiene dinero para invitarles ni una cerveza. Lalo está en Cusco y no tiene con quién tomarse una Cusqueña ni tiempo para tirarse una. Bruno dice que prefiere conversar con su botella antes que conversar con los chicos nuevos que han llegado a una oficina que no es ni la sombra de lo que fue. Mónica tiene pena de dejar a su gordito dado que lo veía todo el día. Leonardo se siente un burro porque en su puesto nuevo no sabe nada. Lalo tiene que lavar su ropa interior pero tiene flojera. Bruno se deprime y come mucho. Mónica ya lo extraña a Bruno. Leonardo extraña aquellos tiempos donde eran todos felices. Lalo extraña su ciudad. Bruno extraña ir al banco sonriendo. Mónica no le quiere contar a nadie que se va a otra agencia. Leonardo les cuenta a todos que no se siente bien. Lalo no tiene a quién contarle sus cosas con confianza. Bruno cuenta las horas para salir corriendo a su casa. Mónica está loca. Leonardo está preocupado. Lalo está cansado. Bruno está con hambre. Mónica está pesando en sus ex nuevos amigos. Leonardo está pensando en las metas que tiene que cumplir y en volar cometa. Lalo está pensando en la playa, la más cercana es la del estacionamiento. Bruno está pensado en Mónica. Mónica cree que ha madurado pero está igual de chiflada. Leonardo cree que no dura más de una campaña y está ardilla. Lalo cree que el tiempo pasa volando y mira el techo de su casa. Bruno cree que Katy Perry será suya algún día. Mónica sabe que se va y toma todo a la ligera. Leonardo sabe que debe de ponerse las pilas y que debe de engordar porque está muy ligero. Lalo siente el ligero presentimiento de que debe comprarse una muñeca inflable y tomarse una cerveza. Bruno aligera sus meriendas y piensa en un viaje a la playa. Mónica tiene miedo. Leonardo, confianza en su suerte. Lalo tiene ganas de endeudarse. Bruno ganas de renunciar. Mónica ama a Bruno. Leonardo extraña a Lalo. Lalo quiere regresar un ratito. Bruno no quiere pelearse nunca más con Mónica. Los cuatro quieren que pase esta pequeña pesadilla. Los cuatro esperan encontrase y tomar un par de copas. Los cuatro se llaman y se dan confianza para lo que viene. Los cuatro quieren vacaciones. Los cuatro esperan pasarla juntos.

lunes, 10 de enero de 2011

Las voces

Se levanta tarde porque sabe que no tiene nada que hacer, ni nadie a quien visitar, ni nadie quien lo espere. Tarda una vida en quitarse de encima las sábanas que pesan como cemento. Camina arrastrando los pies hasta el baño donde se mira la cara al espejo y se asombra por lo viejo y feo que está, se sorprende con verse tan mal mañana tras mañana y casi-casi no poder hacer nada por detener ese cambio a peor. Sabe que se le hace tarde pero no le importa. Sabe que debe cuidar su dinero pero no escatima en tomar un taxi para ir a trabajar (fácilmente puede caminar al trabajo) Por ahora no hay nadie que le diga algo o le llame la atención. Come sin apuros y sin saborear la comida. Llega puntualísimo a su trabajo y el sólo hecho de saber que estará toda la tarde allí, lo incita al suicidio. La tarde se acaba, el trabajo llega a su fin. Quiere apurar las cosas para salir volando pero no tiene nada que hacer con apuro. No tiene a quien visitar, ni algún lugar que en verdad lo anime a ir solo ni ganas de hacer algún plan improvisado que seguro saldrá mal. Camina a su casa, camina como perdido, como inconsciente del tiempo y espacio pero siempre con un apuro injustificado. No sabe que va a comer; tiene un poco de todo en su frío bar pero quiere otras cosas. Entra a su cuarto, a su cueva, a su refugio; no sabe si ver una película, leer aquel libro abandonado o escribir sin saber qué. Prende la computadora, navega en internet pero sabe bien que es un náufrago. Prende la tele y ve como mueren personas, como unas otras son violadas, los accidentes, las desgracias. Cambia una y otra vez de canal intentando encontrar algo que le arranque una sonrisa o por lo menos que le dé sueño. No hay nada. Cierra sus ojos e intenta dormir; no puede. Se tapa la cabeza, le da esa pesadilla que lo persigue desde pequeño. Esa donde sabe que está echado en su cama, esa donde sabe que está dormido. Esa donde siente que alguien se sienta al lado suyo. Esa donde siente que le hacen cariño o que se le acercan al oído e intentan decirle algo o simplemente asustarlo. Él intenta despertarse, intenta despertar a su mamá que cree duerme a su lado; pero no hay nadie, sólo él que lucha contra su pesadilla. Despierta, un poco asustado quizá. Se para a cerrar la puerta del baño, a acomodar las cortinas, a tomar aire. Se acuesta, intenta dormir a como dé lugar. No puede, se coloca en mil posiciones. Ahora cree estar bien despierto y escucha voces, voces de amigas, conocidas, todas femeninas. Sólo dicen su nombre, una y otra vez, como llamándolo, como incitándolo a algo que no termina de descifrar. Tiene miedo, tiene mucho miedo. Cree que está loco o que algún demonio lo ronda. Quizá no se siente en paz consigo mismo o con Dios. Se queda horas imaginando escuchar voces y seguro de que no puede dormir a si se muera de sueño. Su cuarto está a oscuras. Son las cuatro de la mañana y no sabe a quién llamar para no sentirse solo ni indefenso. No quiere despertar a nadie en la madrugada y decirle que escucha voces y que tiene miedo porque no le van a hacer caso y lo van a creer un orate. Duerme con la lámpara prendida, y así duerma hasta la una de la tarde igual va a amanecer cansado. Camina a su trabajo, se conversa a sí mismo. Habla solo todo el trayecto. Piensa en mil cosas: en el libro que no puede seguir escribiendo, en su nuevo puesto que buscó desde el principio y que ahora también le da miedo, en la chica que cree que le gusta (como tantas) y a la cual no se atreve a escribir porque no sabe que decir y cree que molesta (como a todas). Quiere vacaciones. Quiere escapar. No sabe a dónde ni cuándo. No sabe de quién o de qué huye. Si tuviera mucho dinero no sabría que hacer. Si terminara de escribir su libro no sabría qué sigue. Sólo quiere dormir, estar solo en su cuarto, pero sentirse acompañado. Ya no quiere vivir solo pero tampoco a nadie que lo moleste. Ya no quiere trabajar pero seguir cobrando su sueldo. Ya no quiere escuchar esas voces insidiosas pero no puede evitarlo. Sabe que está camino a la locura y que su fin irremediable es ese. – Estoy loco – se dice convencido, mientras escucha una voz que le dice sí en su cabeza.

martes, 4 de enero de 2011

Nos fumaremos un cigarro otra vez

Otra vez los juegos artificiales revientan a centímetros de mi oído y casi son las doce y mi novia Polly (que es mi amiga) está a mi lado y la abrazo porque tiene miedo de que le caiga uno de esos cohetones virulentos. Últimamente hemos estado frecuentándonos. Ella (ahora soltera) a tenido a bien soportar mis visitas y mis pequeñas (pero no meno jodidas) llamadas. Tuvimos en un tiempo, nuestro cuarto de hora para poder intentar estar, pero como siempre, pasó. Está a mi lado y la idea me encanta aunque no lo tenía planeado. La abrazo, la engrío, la llevo de la mano, la hostigo. Ella empieza con su plan de “estrella de pop” y ya no ve tan a bien estar a mi lado. A las doce nos besamos y ella sabe que es la primera vez que beso a alguien a las doce, quiere ser especial. El beso no fue bueno, ella abría la boca y yo la cerraba; doce uvas no hubieran estado mal. Terminamos aquel ligero beso y abrazo con vehemencia a mis amigos y les repito que los quiero y que estoy feliz de estar allí con ellos. Abrazo a todos con euforia pero hay un abrazo especial, un abrazo que se postergará en el tiempo por motivos de distancia. Lalo ha recibido un merecido ascenso y tiene que viajar a Cusco en cuarenta y ocho horas. Lo veo abrazándose con otros amigos y me acerco sin dudar y lo atenazo entre mis brazos y presiono fuerte, como queriendo decirle sin hablar que me va hacer falta su compañía fenomenal y que aunque feliz por la buena nueva, ya empiezo a sentir su ausencia. Lalo ha sido mi compañero de secretos y travesuras, mi cómplice de juergas, mi fiel colega en las artes de libar y en una que otra noche de karaoke donde en verdad no canté bien. Ya no me interesa el año nuevo y veo a mi novia Polly (que es mi amiga) con cierta predisposición a ignorarme. Hemos tomado como desesperados un par de botellas de pisco y sentimos que todo es más divertido. Aquel lugar donde estamos está repleto de gente y decidimos partir en busca de nuevos lares, total, la playa es grande y misteriosa. Caminamos un montón; el frío nos intentaba amilanar. Llegamos a una discoteca que está llena y nos quedamos fuera y seguimos bebiendo. Polly está ausente y prefiero no molestarla. Mis amigos están desenfrenados y es un vaso tras otro y todo empieza a tomar sentido. Las sonrisas no se hacen esperar. Algunos ensañan pasos de baile. Otros manifiestan su cariño con efusiva convicción. - Acompáñame a orinar – escucho y parece que también Patricio, Lalo y Bruno. Somos los cuatro rumbo a la orilla y nadie quiere miccionar pero todos miccionan. – Hay que bañarnos desnudos – escuchamos nuevamente los cuatro y antes de que esta oración se concrete yo ya estaba nudo y antes de que se terminen de reír, también estaban desnudo Lalo, Bruno y Patricio. Segundos después corríamos animosos los cuatro rumbo a un mar helado y en potencia peligroso. Cuando ya estaba a punto de sumergirme decidí regresar corriendo porque misteriosamente entendí que si algún palomilla hijo de poca madre nos había visto tenía la concreta posibilidad de robarnos todo y dejarnos no sólo sin dinero sino que también desnudo a las tres de la mañana en la orilla de la playa y con un millón de gente alrededor (la mayoría borracha). Al salir el resto de borrachos también salieron del mar. Una chica que apareció como fantasma empezó a señalarnos mientras trataba de controlar su ataque de risa; nos apuntaba con el dedo la zona pélvica. Regresamos al grupo mojados y con una sonrisa en los labios. Seguíamos disfrutando de la noche. Seguíamos tomando whisky que salía de no sé dónde. Todos sonreíamos y de rato en rato observaba la sonrisa de mi buen amigo Lalo, quería que la pase como se merece. Sospechosamente Lalo de rato en rato aparecía con la cabeza mojada, como recién salido de la ducha. Al parecer le había gustado la travesura y había encontrado muchos otros traviesos que no temían en meterse al mar. No interesaba más nada, Lalo estaba pasándola bien y yo también. Polly, mi novia (que sólo es mi amiga), se me acercó, me conversó y me convenció de regresar al hotel a descansar. Yo sentía la obligación de cuidarla, de complacer sus requerimientos aquella noche en que no la pasó con ninguna de sus amigas y quizá por mala suerte, la pasó conmigo. Entramos al hotel, nos acostamos en la misma cama (pues había alquilado aquella habitación doble para mí y Lalo, y ahora Polly no tenía donde quedarse). Nos quedamos dormidos inmediatamente. Dejé la puerta cerrada sin seguro para que Lalo entre sin mayores problemas. Recordé brevemente las miles de salidas con mi buen amigo. Las miles de veces que regateamos el precio de un taxi que nos hiciera ruta desde la plaza de armas a las cuatro de la mañana. Las veces que borracho renegaba como viejo. Las veces que nos quedamos en mitad de la discoteca mirando a todo el mundo bailar y nosotros nada. Las veces que tomamos un pisco sour. Las veces en que piqué de sus cigarros. Sus cajetillas de Hamilton. Su presencia acogedora. – Amigos hay poco – llegué a pensar. No hay duda que a donde vaya le tiene que ir bien; y felizmente va al Cusco. Felizmente es una ciudad que podré frecuentar para fumarnos unos cigarritos. Felizmente Lalo es mi amigo. Felizmente allí no hay playa donde pueda meterse desnudo.