miércoles, 21 de diciembre de 2011

Las llamadas que no sé hacer

A la Srta. número uno no la llamo porque me aguanto, porque creo que no se lo merece, por despecho, por orgullo, porque creo que es lo mejor. No la llamo aunque a veces me muero de las ganas, aunque a veces me da pena y quiero hablar con ella, escuchar su voz, quizá y verla. No la llamo porque a pasado mucho tiempo, porque creo que está bien y no quiero molestarla, porque siento que es inútil, que no es lo más inteligente. A la Srta. número uno no la llamo y a veces me arrepiento no ser tan valiente, osado, temerario para hacerlo. A pesar de las ganas que me invadían (porque con el tiempo todo pasa, también las ganas), a pesar de pensar en ella todavía con cariño (quizá y no debiendo ser así), a pesar de todavía tenerla en cuenta y sabiendo que todavía su presencia limita el hecho de que intente una relación con otra chica (no sólo su presencia sino también su recuerdo, debido a que por algún motivo extraño, no pretendo entablar ninguna relación amorosa porque he llegado a la conclusión desamorada de que estar con alguien te obnubila la mente y en verdad te convierte en un tarado), a pesar de extrañarla cuando todo me apesta, creo que no la llamaré y cerraré ese libro despacito, página por página (ya no queda mucho). A pesar de miles de cosas que atormentan esta mente confusa y desafortunada, a pesar de poder y querer hacerlo, el deber me indica que no es lo mejor y a la larga sé que no lo haré. He pensado en borrar todo rastro de esta Srta. número uno, para no tentar ningún tipo de posibilidad y quebrar esta voluntad endeble. Esta llamada tentativa, no será nunca, porque el presentimiento me dice que es lo mejor. Me aguanto hasta que me olvide. A la Srta. número dos no la llamo porque no la veo, porque está lejos, porque no sé nada de su vida, porque tiene otra vida distante de la mía, porque ya pasó tanto tiempo que ha afectado mi memoria. A ella no la llamo porque me parece innecesario hacerlo, porque sé que la chica que atenderá mi llamado dista mucho de aquella que se fue hace tiempo. Tengo los mejores recuerdos de ella, los más dulces de una relación. Me sorprende con una que otra llamada, muy pocas al año, pero nunca dejan de ser especiales, nunca dejan de ser bien recibidas. Me encanta escuchar sus carcajadas sin remilgos, su humor todavía escandaloso. Lo que pasó con ella fue hermoso, pero pasó y me curé de la herida del desamor y por ende también de la nostalgia de saber qué será de ella. No la llamo ni la llamaré porque siento que la aburro con mis comentarios, porque a veces se asusta creyendo que quiero retomar lo que también entiendo, ya no hay. No la llamo ni la llamaré porque ella está en otra onda y porque yo soy muy anticuado para ese ritmo de vida violento y loco que lleva ella. No la llamaré porque no quiero molestarla, quiero que se ría a carcajadas como sabe hacerlo y no distraerla con mis historias torpes y aburridas. En conclusión, no la llamaré porque ella no espera mi llamada, porque nuestro tiempo ya pasó. A la tercera señorita no la llamo porque no debo llamarla, porque ella me ha dado a entender que quiere concretar conmigo una relación sería y yo no pretendo tener ningún tipo de relación por estas fechas. Por que me parece cobarde ilusionar a una buena chica como ella, porque no quiero abusar de sus caricias y cariños que bien merecidos se los debe tener cualquier otro chico que no sea este canalla. No la llamo porque sé que ella ve mi nombre en su celular y se siente un poco confundida, porque cree que la llamo por necesidad y no por cariño, porque ella tampoco puede ceder a la posibilidad de verme. No la llamo ni la llamaré porque no quiero lastimarla; la quiero ver feliz y esa felicidad no se la puedo dar yo. No la llamo porque la quiero y esta es la mejor prueba de ese cariño A la cuarta señorita quisiera llamarla, debería llamarla, pero no lo hago por una razón muy sencilla, no tengo su número. No se lo pido porque la veo muy esporádicamente y en circunstancias donde siempre estamos rodeados de gente, porque creo que no me lo dará y ser reirá en mi cara. Es una chica muy guapa, tal como me gustan. Es una antipática encantadora por la cual mucho caballeros y canallas (como es mi caso), jugarían un par de fichas. No la llamo ni tiento la fortuna de que pase algo porque tiene novio, porque ya hay un caballero o canalla que tiene a ese trofeo de mujer e incluso tienen aquellos planes descabellados que hacen las parejas confundidas (porque todas se confunden) de casarse y tienen un par de años que avalan esa locura. A pesar de que al parecer le da asco mi presencia, siento (no presiento) que también le da curiosidad conocer a este pobre hombre de ademanes afeminados y sentido del humor estúpido. No la llamo porque no sabría qué decirle, como acercarme más a ella, aunque siento que ella pondría de su parte. No descarto llamarla algún día, antes de que se case, antes de perderla como he perdido a muchas otras, porque casualmente, las que más me gustan o están relocas, o casadas, o muy embarazadas; como ella sólo esta comprometida y no parece una loca agresiva, intentaré probar suerte, esa que no suelo tener. A grandes rasgos no llamo a nadie porque siento que les voy a joder el día, la semana, la vida entera. No las llamo porque no me gusta molestar. Porque creo que la principal regla para que nadie te joda a ti es no joder a nadie. No las llamo porque no se lo merecen ellas, no me lo merezco yo o simplemente merece pensarlo mejor.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Algo en mi cabeza

Voy al súper, al que queda por el nuevo departamento, por el nuevo barrio; una zona medianamente respetable. Casi siempre voy solo, paseando con el carrito, empujándolo con flojera pero siempre con discreta elegancia. Nunca voy a comprar muchas cosas, casi siempre es lo mismo: leche chocolatada, algunos jugos y cosas de limpieza. Veo pasar a las familias, siempre con los niños dentro del carrito, felices; yo también quiero. Las parejas, siempre con miraditas coquetas, con gestitos de amor, con un brillo distinto en los ojos; no sé si quiero. Veo mucha gente que antes no me imaginaría en un súper, gente que ya no sabe de mercados populares, los cuales extraño con nostalgia. Termino de comprar el par de cosas que siempre compro, dando una vueltita más para ver que oferta puede ser de mi agrado. Son pocas cosas, pero el precio siempre es elevado; paso la tarjeta y me retiro algo triste. Cargo aquella bolsa roja inmensa, la arrastro hasta mi morada, un departamento en el cuarto piso. Llego muerto, con falta de aire, con ganas de comprarme el carro de una buena vez. Salgo del trabajo casi siempre golpe de las ocho, casi siempre solo, y adoptando la manía de recurrir el servicio público para regresar. Camino unas cuadras considerables para llegar al paradero, y otras cuantas cuadras más para llegar al departamento. A veces odio subir a los micros, detesto estar parado, recibir golpes certeros y demás, y quiero mi carro ya, pero todavía no lo encuentro. Trato de caminar, de caminar siempre un poco. Llego al depa, preparo alguna cosa; me dirijo a la computadora o prendo la tele. Duermo como es costumbre hasta tarde, y reniego los lunes y viernes cuando tengo clases de piano y tengo que despertarme antes de las nueve. Los fines de semana no salgo, vienen. Siempre recibo una visita, siempre acompañado por algún traguito, siempre conversando y tratando de reír. Paro en casa siempre, sin apuros ni ganas por salir, sin la iniciativa de salir de farra ni perderme entre el humo, las luces de colores y gente que no conozco en una discoteca donde seguro termina la noche en bronca. Toco el piano por las noches, casi siempre de madrugada, y lo toco mejor cuando no está mi profesor, que se duerme en clases porque le aburre tener un alumno con tan mala memoria y con tan pocas ganas de vivir. He convertido mi nueva casa en un refugio, y me siento un refugiado; me siento una persona exiliada, recluida en el lugar donde se siente más seguro y debido a las compras hechas, en el lugar más cómodo que puedo encontrar. Si salgo a caminar es para respirar, porque no tengo el menor deseo de ver gente, estoy aburrido de todos, de todo. He comprado un par de películas que nunca veré, un par de libros que no tengo interés en leer. Sólo escucho música, qué sería de mi vida sin la música. Camino de la cama al baño, del baño a la cama, de la cama a la cocina, de la cocina a la lavandería (porque ahora lavo ropa siempre), de la lavandería al cuarto, del cuarto a la ducha, de la ducha al cuarto, del cuarto al trabajo, del trabajo a mi refugio. Hay algo que me tiene pensado, hay algo que da vueltas en mi cabeza. Ando en casa quizá esperando una visita en especial, no de las personas que normalmente vienen, estoy cansado de recibir visitas que sólo me distraen un ratito. La mayoría de las visitas son de señoritas, señoritas que al parecer la pasan bien conmigo, y aunque les tengo a todas un cariño especial, nunca las llamo ni intento saber de ellas. Siempre hay una llamada que interrumpe mi quietud, que introduce en mi rutina mortuoria un plan improvisado y no me deja entregarme a los brazos del desgano. Definitivamente algo falta. Mi madre, con su sabiduría infinita dice que es falta de Dios, yo no sé. Mis compañeros, los que habitan el departamento conmigo no paran en casa casi todo el día; se encuentran trabajando desde temprano o muy ocupados en sus cosas. Por las noches no tocan mi puerta, me encierro y sigo estando lo más solo que puedo. He recurrido al aislamiento repentino, a la agónica rutina de esconderme en mi refugio privado, a ser miembro de un club que tiene como único socio a mí. Siento que algo no está bien; insisto, tengo algo en la cabeza que no sé descifrar bien o simplemente no quiero descifrar. Hay algo en mi cabeza que da vueltas, como cuy en tómbola, como trompo loco, como mi carro en un óvalo. Tengo el presentimiento de lo que es, y no quiero ceder, no voy a ceder. El conflicto en mi cabeza terminará por desaparecer, eso espero. Quiero hacer las cosas bien, gastar menos dinero en tonteras, leer más, estudiar algo de una buena vez. Quiero hacer las cosas bien, aunque presiento, que todo me sale mal.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

El más platónico de mis amores

Cuando veo noticias referidas a asesinatos, violaciones, robos, muertos, caos; cambio de canal, con cierta indiferencia y desdén me abstengo de esa información poco valiosa y por demás innecesaria para mi persona. En cambio, cuando veo gente abrazándose, alegres todos, reencuentros, alegrías masivas y júbilo de multitudes me conmuevo hasta las lágrimas. Y si hablamos de congregaciones del gozo extremo, no hay nada como lo que provoca el fútbol. Cada vez que veo un nuevo campeón, un equipo que se salvó de la baja, una victoria asombrosa e impensada que provoca la locura de todo un pueblo, yo también me contagio de esa emoción desconocida que provoca el deporte más hermoso del mundo, como sabe decir Luis Omar Tapia. Todos mis veranos desde aproximadamente mis ocho años, los pasé en academias de fútbol, por eso mi poca habilidad para el estudio. Todos los recreos del colegio los dediqué a maltratar lo zapatos y sudar las camisas jugando fútbol. Un rubiecito corriendo como llevado por el viento, como poseído por el balón, como enamorado de la pelota. Las tarde en el patio de al fondo de mi casa, dándole una y otra vez a la pelotita, decorando la pared con circunferencias. En época de colegial, siempre fui el mejor de la promo en temas de fútbol, por lo tanto, el más ingenuo aspirante a jugador profesional. Desde la sub – 12 para adelante no me cansé de entrenar, en vestir diferentes camisetas en pos de meter la gordita en el arco de al frente. Marcas de chimpunes, festejos de gol. Recuerdo con especial cariño el olor de los camerines, una mezcla hedionda de cremas musculares, pies y el húmedo del césped, un olor que a veces, puedo percibir con nostalgia cuando veo la previa de un partido. Uno nunca pierde el toque, no pierde el don, pero no es igual. No juego en una cancha oficial hace más de tres años, no visto con vanidad los colores de un equipo, no celebro un gol del compañero ni me entreno para no cansarme antes de la media hora. El fútbol es el más platónico de mis amores y por eso uno de los más especiales. Ahora nos juntamos con algunos otros frustrados a dedicar su vida al fútbol y nos reunimos lo martes, martes donde intentamos emular la gloria de un futbolista. El último martes, en un reto deportivo, recibí un codazo bien proporcionado (como debe de ser) en las costillas que no me dejó dormir, que me abstuvo del trabajo y me mereció un par de días de descanso médico. La gente coincidió impresionantemente en decirme: “Fútbol: es cosa de hombres”, como sugiriéndome practicar ajedrez o dejar cualquier actividad deportiva. Me he visto al espejo, cual mujer embarazada, de costado y con el vientre desnudo, y cual embarazada, las proporciones de mi estómago no dejan de sorprenderme. Soy una pita con nudo, un gordo escuálido, un tipo abandonado y dejado a menos. El tiempo no para y las principales huellas que deja, las deja sobre tu piel, sobre tu cuerpo. Creo que en verdad no fui suficientemente hombre para jugar al fútbol. Siempre me cuide de una lesión, siempre tuve reparo para levantarme por la madrugada para entrenar, siempre soñé más de lo que intenté. Hay goles que grité con locura, pero no todos fueron míos ni fueron muchos. Viajé por el fútbol pero no ha mucho lugares. Me hice conocido por aquel deporte maravilloso pero nunca fui el mejor. Concentré pero nunca estuve concentrado. Entrené pero nunca estuve preparado. Fui convocado a la selección de la ciudad pero nunca fui titular. Vestí la camiseta número diez pero nunca fui el diez mágico que todo equipo merece. Ahora sólo soy un tipo que la conoce pero no la ve, es más, la extraña. Me encantaría coincidir con este deporte algún día y dedicarle todo el amor que no supe darle en su momento, cuando pude ser el novio. Es martes, día de pichanga, día de nostalgia por el más platónico de mis amores. Estoy vendado, con dos semanas de descanso de cualquier actividad deportiva. Me puse el short, saqué las goleadoras del cajón; sentí la fragancia dulce de las cremas musculares, olores corporales, el pasto húmedo. Rodó hacia mí. La vi, la acaricie, festejé un par de goles, sudé toda la resignación. Renegué cuando estuve solo y no me la dieron. Lamenté una buena jugada que no terminó en gol. Me avergoncé al perderme la anotación solo, debajo del arco. Sonreí con la suerte del contrario. Amé. El fútbol es la vida misma, es la vida que no seguí. El fútbol es un romance eterno que nunca acaba en tragedia. El fútbol es tan inmortal como el amor. Si Sócrates murió un domingo con el Corinthians campeón, por qué no puedo morir un martes de pichanga con un minuto de silencio por mi ausencia al partido. Es cosa de hombres, y no fui lo suficientemente hombre para demostrar mi amor. Tengo la costilla adolorida y una venda que abraza mi tórax como impidiéndome disfrutar del deporte más hermoso del mundo. Y como el amor enceguece, me entregué al amor por lo intangible, a lo sublime, me entregué a lo que los conocidos del delirio por este deporte llaman pasión. El dolor, es quedarse lamentando no haber podido concretar un gol. La costilla magullada… que se joda, tengo muchas.