jueves, 15 de julio de 2021

Los huevos de Fabián

 

Ha pedido permiso en el colegio con anticipación y dejado a sus alumnos haciendo un resumen de la historia del Impero Inca. Ha solicitado que a cada Inca le creen un perfil de Facebook con sus datos y pasatiempos, tarea que por demás a emocionado a sus pupilos. Fabián no es muy asiduo a los hospitales y/o clínicas pero tiene una ecografía testicular pendiente que le inquieta mucho. Sentado en la combi, algo apretado, le preocupa más que le suden los huevos; que el doctor los encuentre pegados a su entrepierna y la muestra no sea de utilidad para un diagnóstico final. Está próximo a bajar y se apresura a la puerta para que la movilidad lo deje en el paradero solicitado. Una vez que desciende del vehículo estira las piernas para que sus partes se acomoden, para que sus criadillas vuelvan a un sitio apropiado y puedan llegar relajadas a su cita. El profesor Fabián está casado hace quince años y adora a sus cuatro hijos, los cuales son prueba fehaciente de que fue bendecido con unas glándulas sanas y prodigiosas. Antes de su compromiso nupcial, fue un bandido, un palomilla coqueto. Enamoró a casi todas sus compañeras de estudios, muchas de ellas colegas en la institución. Explotó su sexualidad y la de sus compañeras de manera muy ágil y juguetona, con aventuras colosales que hoy extraña con melancolía. Producto de ese pasado inquieto le atribuye los males que le aquejan y aquellos dolores repentinos que lo obligan a guardar reposo, a poner sus bolas en reposo. Mientras saborea aquellos recuerdos lejanos, espera sentado su turno y olvida la presentación de sus testículos ante el doctor. La puerta del consultorio se abre y un caballero de avanzada edad lo llamada por su apellido para que ingrese. Lo saluda de manera escueta y lo invita a que se baje el pantalón y trusa antes de subir a la camilla. Fabián observa que frente a él y dándole la espalda, mirando a la pared, se encuentra una señorita de delicadas facciones que aparentemente es su asistente. A pesar de no poder verle el rostro, sospecha que es guapa. Fabián obediente y ya sin pudor deja a la vista su colgajo y se echa boca arriba en aquella litera. El doctor se coloca los guantes mientras pregunta a qué se debe la visita. Fabián responde con cara de pena que le duelen los huevos. El doctor sin compartir su pesar pregunta su edad y si ha tenido algún tipo de accidente a lo que él responde que no. Mientras el doctor ausculta sus turmas encogidas recibe una llamada repentina que interrumpe el silencio de la sala. Inmediatamente el doctor suelta los testículos de Fabián y revisa con esos mismos guantes la llamada entrante. Sin pedir disculpas por la interrupción contesta alterado el teléfono vociferando que ya ha comentado que no lo molesten, que está trabajando, que está ocupado. Se produce un breve silencio y luego responde aún más airado que sí recuerda que tiene que comprar una plancha nueva, que la va a esperar en la tienda por departamento acordada a la hora del almuerzo. Mientras discute, se aleja del consultorio hasta incluso retirarse del ambiente para no ser escuchado. En la habitación solo están Fabián mostrando su pito arrugado y la señorita asistente dándole la espalda, mirando su computadora como única opción. El doctor no aparece y Fabián intenta pensar cualquier cosa mientras trascurre el incómodo momento. Hace mucho tiempo no comparte una habitación con otra mujer que no sea su esposa, menos exponiendo sus partes blandas. En esa reminiscencia, empieza a atisbar a sus ex compañeras de aventuras, en poco tiempo las remembranzas transcurren con detalles por lo que empieza a sentir al sur de su ser un despertar incómodo. Rápidamente intenta distraerse pensando en la directora del colegio, una señora de gruesas facciones desmesurada para el maquillaje y las bisuterías. Mientras tanto, el bulto casi con autonomía propia, se hace más notorio en sus partes bajas. En ese intentar mental de controlar la situación ingresa nuevamente el doctor disculpándose de manera superficial por la ausencia inoportuna. Retoma su trabajo y se encuentra con el obelisco de Buenos Aires en su zona de trabajo. Mira a Fabián con lástima, como dejando claro que no es el momento. Se da la vuelta para cambiarse de guantes mientras el monolito avergonzado disminuye su proporción. El doctor se hace el loco y unta un gel muy helado que apaga el incendio provocado. Es así que mientras ejecuta la ecografía, va dictando datos a su secretaria, datos que parecen coordenadas al interior de sus bolas. Fabián se da cuenta que tiene un huevo más grande que el otro debido a la diferencia de la información entre un testículo y el otro. El doctor termina, le arroja un papel higiénico que parece lija y Fabián se limpia con sumo cuidado, sabe que sus pelotas son delicadas y después de sus hijos, son lo más preciado que tiene. Se sube la trusa, el pantalón y le pregunta al doctor si ha visto algo que deba saber. El doctor lo mira con desdén. Luego solo le indica que los resultados serán enviados a su doctor tratante para que determine una receta, que aparentemente tiene la próstata crecida. Fabián se siente halagado. Rápidamente sale de la clínica de regreso a su institución. Cuando llega al aula del colegio “San Bergolio” ve en la puerta a Gerardo, su alumno de confianza quien le pregunta cómo le fue en el examen médico. – Hasta el huevo – responde Fabián sonriendo por el chascarrillo que solo él entiende. - ¿Uds. qué tal? – replica. – Estamos en la incertidumbre si fueron trece o catorce Incas – responde su alumno.

viernes, 25 de junio de 2021

Las manos de Estela

He depositado mis carnes crudas en una silla de playa desde donde veo encantado el hermoso mar caribeño. Como recién llegado al cielo, entendiendo que he muerto, que ya no importa nada; que me he portado tan bien en vida que me he ganado el derecho de dorarme suavecito a orillas del océano atlántico arrullado por las olas cálidas e inofensivas del mar caribe. Entiendo también que he sido un tipo bueno y ahora toca el premio a mis actos bienaventurados. Ya me unté bloqueador y bronceador rapidito por si advierten algún error y me despachan para el infierno, lo hago en un minuto para no perder tiempo y entregarme a la sensación del descaso eterno. Parecía que nada podía estar mejor pero Dios guardaba más para mí, para su hijo pródigo. Una morena de robusto aspecto se acerca con la paz del espíritu santo y me dice: Hola chico. Me ofrece cautelosa unos masajes que describe como celestiales, lo que confirma mi teoría de haber muerto. Posa sus divinas manos sobre mí recitando que me va a dar una breve demostración gratuita de sus bondades. Al momento de invadir este cuerpo maltratado, de palpar mis crudas carnes, yo volví a morir y pasé a la zona VIP de los seres de luz. Intenté oponer resistencia pero desde que la yema de sus dedos hizo contacto con mi espalda fui suyo. Aquella morena bendita me sobó la espalda tan rico que me rendí, me entregué, me despojé de mí mismo. Me conversaba tan delicioso con ese dejo pegajoso, sabroso, rítmico, que me perdí. Rápidamente me indicó que si deseaba podía brindarme un servicio de cuerpo completo el cual costaba sesenta dólares nada más. Yo en un trance total le dije que no cargaba efectivo. Ella contrarrestó ofreciendo por treinta dólares un trabajo especial en mi delicada espalda. Yo embobado cogí mi lánguida billetera y le demostré (siempre en trance) que solo contaba con 26 tristes dólares que llevaban juntos algunos días en ese espacio oscuro de mi billetera.  Ella, un ángel caribeño, se quedó con veinticinco dólares y prosiguió con sus servicios. Le pregunté cómo se llamaba, a lo que respondió de manera escueta: Estela. Intenté hacer algo más de conversación para escuchar su melodioso dejo pero me respondió que por veinticinco dólares no correspondía conversación. Mientras me vertía su ungüento de coco, otro ángel moreno que brindaba los mismos placeres que Estela aterrizó a mi lado y preguntó si no venía acompañado para también hacerles masajes a mis allegados. Antes de que yo responda, Estela muy oportuna le contestó brevemente que solo tenía un dólar, humillándome elegantemente y alejando rápidamente cualquier otro tipo de compañía. No solo hacía masajes deliciosos, también poseía algo de maldad, lo que me encantaba aún más. Rompiendo su silencio por lo pagado me preguntó si trabajaba mucho. Debido a que ya me había desairado en mi primer intento de conversación y en la respuesta a su compañera por mi falta de dinero, respondí - Como negro – a la pregunta deslizada. Ella presionó con mayor fuerza mis lonjas. Pero Estela no era rencorosa, como el  ángel que es, focaliza su intensidad e intenta deshacer los nudos de mi espalda, producto del estrés, con un movimiento especial. Estela, Estela, eres como mi primer amor de la escuela, le recito. Estela, Estelita, deslízate suavecito por mi espaldita, le exclamo. Estela, Estela bonita, gracias por sobarme  mi piel crudita, balbuceo. Perdido en mis delirios y sospechando que a Estela le hace gracia mis rimas improvisadas, veo interrumpido aquel momento mágico por una flatulencia coqueta producto de mi relajo. El estruendo hace que ella rápidamente se levante con cara de desagrado y me mire con ligero desprecio a pesar de mis poemas. Le ofrezco el dólar que me queda como propina y ya no sé qué me avergüenza más. Estela lo recibe disimulando su fastidio y se aleja sin despedirse. Relajarse mucho tampoco está bueno, pienso mientras quedo huérfano de sus manos, ya extrañándola. El caribe no es lo mismo sin Estela.  

lunes, 30 de marzo de 2020

El huésped maldito

En dos semanas se han limpiado los mares, los cielos se han pintado de azul y los animales se sienten incluso más libres. Los cerros y montañas conservan sus formas sin que intenten explotarlas para arrancarles mineral de sus entrañas.  Los índices de delincuencia son los más bajos de los últimos cinco o diez años en pleno apogeo. No se escucha de accidentes con trágico final u homicidios culposos titulares predilectos de todos los diarios. Los políticos no se insultan denigrando a los ciudadanos que supuestamente son representados por sus embestiduras; o por lo menos ya no le hacen tanto caso. No se sabe de la vida del futbolista borracho, la bailarina pizpireta o el encuentro clandestino en algún hotel agazapados en medio de la noche cómplice. La gente prohibida de abrazarse y darse un beso muere por hacerlo, por tocar otra piel, por sentir calor humano. Los amantes si no se tienen cerca se extrañan, y si se tienen cerca se aman. Los infieles parecen curados porque la tentación deja de ser un motivo. Las familias han recobrado la memoria y empiezan a conocerse. El papá ya no tiene fútbol que lo distraiga, la mamá se cansó del celular. Los niños han aprendido a jugar juegos de mesa que hasta ahora desconocían. Se ha recobrado el cariño por la lectura. El tiempo ya no juega en contra porque hasta parece que sobrara. No importa si construiste una edificio de diez pisos, si tienes el carro último modelo o un cuarto lleno de papel higiénico. No interesa si eres hermoso o hermosa, si tus músculos te empoderan o si tu popularidad rebalsa en las redes sociales. No hace ninguna diferencia que midas metro noventa, tus ojos azules o que estés algo robusto. Se ha generado una democracia tácita entre todos. Algo tan diminuto que ni si quiera podemos verlo nos ha demostrado que no somos la raza superior y nos ha reducido a miedo e impotencia. Nos hemos sentido tan poderosos que hasta intentamos colonizar otros planetas, pero no podemos ni con el nuestro. Hemos instaurado tantos cánones ridículos que si se festejara un día mundial de la familia no sería tan perfecto como ahora que solo nos tenemos los unos a los otros con temor a pérdida. Nos hemos acostumbrado tanto al egoísmo que hasta en un momento crítico pensamos que la economía sigue siendo más importante que la integridad de una persona, que la integridad de una comunidad, que la integridad de los habitantes de tu propio país, de tu propio planeta. Hoy que el chiste ya no es chistoso, que la simple gripe amenaza con atacarme sin que me dé cuenta e incluso me obligue a partir sin despedirme, entendemos, quizás en un silencio vergonzoso, que no hicimos las cosas bien. Somos una especie que no valoró el verde de las plantas, la transparencia de los ríos, el cantar de las aves, el calor del sol. No valoró el beso de un ser querido, la visita de gente por tu cumpleaños, salir a caminar. Somos una raza que atenta contra otras razas, contra nuestra misma raza. Nos hemos reducido a un estado tan minúsculo que el virus parecemos nosotros. Deténganse en la idea de que los humanos somos la enfermedad indeseable que ha aquejado a un cuerpo ajeno,  anidados en un organismo extraño, empeñados en expandirnos hasta ocasionar su muerte. Somos lo indeseable, lo incurable, somos la peste, la pandemia. Somos los huéspedes malditos y el coronavirus, la gripe de  Wuhan, el COVID 19, en apariencia, es simplemente el antídoto.


lunes, 22 de julio de 2019

La novela que nunca escribiré

A los veinte años decidí salir del cobijo materno y de aquella pequeña ciudad que no avizoraba para mí la garantía de emprender el vuelo que me lleve a cumplir mis sueños de juventud. A mis veinte años y sin mucha diferencia a hoy, no sabía qué sería de mí en los próximos cinco, ocho, diez años. Corría el año 2008 cuando con un par de bultos encima cargué inocente las expectativas de algo mejor y seis horas después, me hallaba en una ciudad donde llovía a morir en pleno verano e igual jugaban carnavales y sin uso de sentido común, te mojaban sobre mojado. Siempre fui cautivo de la soledad que se necesitaba para conocerte mejor y me entregué a ella. Un año antes, en el 2007 y producto de mi afiebrado sueño de ser escritor, empecé a publicar escritos donde contaba historias exageradas y bohemias de cómo veía las cosas y los pequeños sucesos de los que era protagonista. Las contaba tan distantes de la realidad pero al mismo tiempo convencido de lo que recordaba que sin duda eran “Las memorias de un desmemoriado”. Esperaba ansioso los martes para subir una columna que era sagrada, que me ayudaba a alimentar las ganas de entregarme a las letras y que incluso en el tiempo me sirvió como catarsis. Aquella página olvidada lleva ya doce años acompañándome ahora como consuelo. Llegué para estudiar sicología, y en la breve preparación que tuve para alcanzar ese objetivo, encontré una historia hermosa, que me cautivó por todo aquello que me perseguía y persigue como parte de mis recuerdos. Desde pequeño mi mami y a religión fueron condimentos de amor. Pasé mis años más tiernos recorriendo iglesias de la mano de mamá, siendo víctima de los pellizcos de abuelitas devotas que veían en mí un pequeño angelito sin alas. Me dormía en las misas, jugaba a las escondidas cuando no había misas y rezaba con una fe que ahora extraño. Mi madre es el gran amor de mi vida, y lo poquito de bueno que tengo se lo debo a ella, quien con aplomo y sin saber cómo, me sacó adelante sin la presencia paterna. La historia transcurre en cualquier tiempo con un chico de quince años aproximadamente, que producto de la edad y la afanosa idea de perder la castidad se entrega al asesoramiento incauto de sus amigos de colegio, un colegio religioso donde se mezclaba perro, pericote y gato. En aquella ciudad había un prostíbulo muy conocido, donde aquellos muchachos se encontraban con sus pintorescos profesores, los cuales accedían a aprobarlos con la condición del silencio. Mientras escuchaba aquella historia comulgaba cada suceso con mis personajes propios, con mis amigos, compañeros; con el colegio donde pasé quizá los mejores años de mi vida. Mis primeros amores y experiencias con el sexo opuesto. Las exageras historias donde me contaban que ya habían pasado a las filas de los hombres con experiencia sexual y las innumerables veces que intenté pasar a ese grupo de privilegiados con poco éxito. Mis profesores que eran mil veces más pintorescos de lo que pude escuchar en la historia original. La influencia de mamá en el personaje principal que fácilmente pude haber sido yo y la importancia del amor en cada centímetro de la historia. Tengo el boceto de aquel libro que nunca escribiré hace once años y sigue igual de fresco pero sin los bríos de ser el próximo Jaime Bayly, quien es mi héroe literario y por suerte en una feria del libro se lo hice saber antes de que firmara un libro que leí toda una noche antes. Yo quise se r escritor y vivir de ello. Alquilé un cuarto, compre un colchón que tiré en el suelo como una isla en medio del mar, y alrededor mío todos los libros piratas que devoraba como si fueran el pan de cada día. Me duró una semana porque estuve a punto de contraer una neumonía, por eso compré una cama de segunda mano con tablas que la cruzaban que eran de otra tarima y que se caían conmigo encima cada cierto tiempo, así como se cae aquel sueño de viajar por el mundo firmando mis libros, como Jaimito me los firmó a mí.

jueves, 21 de febrero de 2019

Maldita ternura

Sus cabellos cortos y sus lentes de abuelita en vez de avejentarla le dan bríos de juventud; esto acompañado de su metro sesenta de estatura y su contextura delgada por naturaleza, aparenta incluso ser menor de edad. Elsa es una jovencita no tan jovencita que parece un conejito tierno y hasta asustado, es un dibujo animado que guarda un secreto que la persigue todos los días: odia a las personas. Ella trabaja como supervisora en una empresa de seguros muy conocida: “La Protectora”, donde se encarga de gestionar a sus asesores. Ella era asesora también, y a pesar de sus buenos resultados y la aparente facilidad para el puesto, no aguantaba el contacto con personas desconocidas, darles la mano, saludarlas y sonreírles sin conocerlos. Llamadas clandestinas con la finalidad de absolver una duda y/o consulta referente a clientes que incluso odiaba desde el primer minuto que los vio. Elsa corría al baño a renegar, a echarse un poco de agua en su carita de niña buena para disminuir el bochorno de ser buena gente, gel desinfectante en las manos para matar todas las bacterias contraídas antes que las bacterias la maten a ella, mientras maldice uno por uno, con nombre y apellido a todos los clientes que atendió. Ante la gente, Elsa es un alma pura. Se le acercan a contarles sus cosas, sus secretos, sus experiencias, a hacerle conversación por las puras debido a que para todos sus compañeros, clientes y hasta personal nuevo, ella representa una buena compañía. Ella los ve llorar, reír mientras escucha las historias sin importarle un pepino los acontecimientos ajenos. Se aburre cuando las historias son largas. Responde al silencio de la conversación con un: “Eso te pasa por animal” / “Quién te dice que seas tan bestia” y sus infidentes invitados se ríen a carcajadas festejando su sentido del humor ácido mientras ella reniega en su interior pensando mil maneras de darle fin a esa vida inútil que se presenta frente a ella. Elsa, por esa estrella brillante que la acompaña y sus buenos números, ascendió la segunda vez que lo intentó. La primera fue una frustración absoluta, lloró por días en la oscuridad de su alcoba. Estuvo a punto de renunciar y/o enjuiciar a las personas que la habían entrevistado. Los nervios le jugaron una mala pasada. Para su segunda oportunidad practicó por días las respuestas a preguntas que ya conocía y fue con una sonrisa de oreja a oreja y un moño de color morado que revestía sus cabellos y le daba un toque de ternura adicional. Impostó la sonrisa más bonita y falsa que tenía y no se quedó callada nunca, se rió de los chistes tontos de los entrevistadores y pasó primera. Elsa asumió el puesto de Supervisora en la oficina principal de aquella ciudad, una oficina que duplicaba el número de asesores de la anterior agencia de donde la despidieron incluso entre lágrimas, recordándole que siempre sería parte del equipo y que la iban a extrañar, a echar de menos. Ella los odió por última vez y le dijo que por favor no la estén molestando con sus solicitudes, que no quería escuchar nunca más sus horribles voces, ni por teléfono; a lo que su público respondió con una sonrisa cómplice, aplaudiendo su última gracias; no entendiendo la seriedad con la que ella hablaba. Elsa fue a su primer día con temor, con el mismo temor que siempre la embarga cuando se encuentra con cambios fuertes en su vida. Todos la miraban tan raro como ella los miraba a ellos. – Es demasiada gente – pensaba. – Yo odio la gente – se recordaba mientras su consuelo era que ya no tenía que tratar con clientes, ahora sólo eran veinte asesores a su cargo, a los que podía mangonear como le diera la gana: negarles el habla, expectorarlos de su oficina a mitad de historia si le daba la gana, total ella era la jefa. En sus cavilaciones maquiavélicas fue interrumpidas por un ser de contextura gruesa, una especie de niño oso que con una enorme sonrisa y una corbata roja se presenta ante ella: - Hola, soy Beto, también supervisor - a lo que ella respondió con un escueto: -Hola- bajando la mirada hacia su monitor para evitar palabras. – ¿Tú eres Elsa verdad? - le preguntó con la sonrisa intacta, como dibujada. A Elsa se le soltó el estómago instantáneamente, como una pequeña carga eléctrica de su cerebro hasta su vientre, que la hizo decir su nombre rauda y desaparecer camino al baño. Beto es el típico “Ñoñito” de la agencia, siempre correcto, pegado a la letra. Almuerza su hora y media exacta, llama la atención por detalles como el tamaño de las uñas, el exceso o falta de maquillaje a las chicas, los zapatos sucios, la raya mal hecha en el pantalón. Todas sus fotos en redes sociales son sobre el trabajo, sobre los nuevos objetivos de la empresa y lo motivado que se siente. Esto, sin mezquindad alguna, enerva la existencia de Elsa que prefiere a todos sus ex compañeros juntos contándoles sus historias que la sola presencia de Alberto Bueno, más conocido como Beto. Aunque Elsa intenta respirar, meditar, calmarse con la música que escucha (que escucha todo el día para desconectarse de la gente), no puede evitar verlo frente a ella, sentado en su escritorio. Sólo ve su nuca, que debido a su corte al ras, parece que formara otra cara por lo mofletudo de su contextura. Elsa está al borde de una crisis porque no puede más. Por las noches se sueña con él, con su nuca. Se lo cruza en el horario de almuerzo y se le vuelve a soltar el estómago, ya no puede almorzar tranquila. Para evitar pesadillas se auto gestiona el insomnio y por las mañanas es un trapo con lentes, llega a la oficina con los ojos rojos, se sienta en su sitio esperando la muerte y cuando cree que no se puede sentir peor, encuentra la nuca de Beto, quien voltea de casualidad cruzando miradas, Elsa no le quita la vista, lo mira fijo mientras lo insulta con el pensamiento. Beto le sonríe. Todos estos acontecimientos dolorosos se los cuenta a su nuevo psicólogo, a quien ha contactado recientemente porque no puede más con su vida. Le habla de la nuca de Beto, de la sonrisa de Beto, de su insomnio y su reciente cariño por el alcohol, el cual bebe en una tasa de Star Wars en su cuarto, abrigada hasta el cuello, siempre sola. Roberto, su psicólogo nuevo, apunta todo despacito. Él es un joven profesional de peinado perfecto, con la raya al costado. Usa lentes que lo hacen ver muy intelectual. Tiene los ojos verdes y aspecto de niño aplicado. Su camisa blanca lo hace ver como un colegial pío y dócil. Espera paciente a que Elsa desahogue, limpie su alma. Está atento al silencio de su paciente para emitir su punto de vista, puesto que ya sabe la terapia que le va a recetar, el compromiso que van a pactar en su primera sesión. Él tiene la solución a todos sus males. La respuesta la tiene anotada al final de la hoja y en mayúsculas. No tiene dudas, su último apunte dice: ¡MÁTALO!

lunes, 17 de diciembre de 2018

El misterio de la soledad

Llego a casa a cuestas: abatido, cansino. Arrastro mi cuerpo hasta la puerta del segundo piso, arrastro también una caja con víveres navideños que la empresa nos regala cada año con menos espíritu navideño. La puerta se abre despacito, como pidiendo permiso, y luego de doce horas de ausencia, como un golpe de energía, encuentro tus ojos mirando los míos, tu mirada iluminándome. Corres hacia mí abrazando mi pierna, dándole sentido a todo un largo día. Cumples con regalarme una dosis de purito amor y rápidamente abordas la caja misteriosa que he traído. Últimamente todos los momentos son futuros recuerdos, éste me lleva muchos años adelante, cuando tu memoria invoque las navidades en que papi llegaba con regalos a casa. Descubrimos el misterio que guarda ese cartón y tu emoción me embarga, me conmueve, tanta felicidad también me salpica. Es increíble como hace unos años atrás abría la puerta del departamento y encontraba oscuridad y silencio, donde sospechosamente era feliz, entre tanta ausencia, escuchando el eco de mis pensamientos; extrañando a nadie, esperando que me toquen la puerta para salir despojado de mi cama, donde pasaba el mayor tiempo del día. Lo mágico de administrar tu soledad era saber que escogías el momento preciso para estar acompañado, para llenar por antojo vacíos que de vez en cuando te aburrían. Luego de fumar ese porrito de compañía, de escuchar nuevas historias, de acompasar ritmos de poca costumbre regresaba como un oso en invierno a su cueva, a ese espacio personal donde recargaba pilas y me encontraba a mí mismo, me regocijaba. Hoy soy consumidor de otro tipo de soledad, de la soledad que no se escoge, de la que te rodea como la oscuridad rodea la noche. Es un problema de la humanidad siempre querer lo que no se tiene, añorar lo que parece imposible. Últimamente soy una ensalada de sentimientos que avizora cuatro paredes abrazándome. No sé si la adolescencia tenga una segunda etapa a los treinta y dos años, pero vuelvo a ser aquel chico de dieciocho que no sabe qué será de su vida de acá a diez años. En el silencio, en el abandono, uno siempre encuentra un momento de claridad. He revisado libros y escuchado historias que relatan que el optimismo no tiene caducidad, que los sueños llegan a cumplirse en menor o mayor escala y que sólo existe un tipo de cementerio. Son largas mis conversaciones internas, pero son pocas las respuestas en el soliloquio interminable de saber a dónde voy. La soledad no sabe de modas y se viste como le da la gana: a veces con los colores de la primavera, a veces con grises fríos invocando el invierno. Ezio ha encontrado entre las latas y sobres el paquete de papitas y su mirada es elocuente, es un pirata que ha descubierto el tesoro escondido. Nuevamente cable a tierra, regreso de mis cavilaciones y complazco tu deseo de invadir aquel botín. Soy tan feliz viéndote feliz que a veces creo que no hay más que vivir, que viviré para complacerte. Eres esa velita que ilumina el camino y aunque reconozco nuevamente que no sé hacia donde voy, tú eres el motivo por el cual sigo avanzando. Temo despertar una mañana y no tenerte cerca, no complacer mis expectativas de acompañarte. No sé si sabes que soy tu papá, porque a veces yo lo olvido. Yo te siento y me siento como ese mejor amigo, ese que escogiste tú, ese que escogí yo. Soy preso de la soledad y la dicha a la que tanto amor me ha sentenciado. Soy tu guardián solitario Ezio, aquel que es pagado con tu sonrisa, con una gracia tuya, de esa forma soy millonario. Amo estos momentos, en los que inexplicablemente me siento yo mismo. Los que me invitan a sentarme y escribir lo que una voz misteriosa me dicta, una voz que suena a mí. Debe ser la navidad que tiene la costumbre de atrofiar mis sentimientos, o el vino syrah que saboreo una y otra vez mojando mis labios, envenenando recuerdos. O quizá solo sea la soledad que abraza, que envuelve; la soledad celosa. He dedicado muchas noches a indagarte, a descubrirte: quizá solo seas tú otra vez, quizá solo sea tu misterio, soledad.

lunes, 26 de noviembre de 2018

La celebración de todos los amores

No me gusta usar terno todos los días, me siento atrapado, prisionero, amordazado por una correa que somete mi vientre en expansión oprimiéndolo sin piedad y una corbata que ahoga mi libertad, que asfixia lo poco que me queda de juventud. Por eso mi look ligero, con una camisa blanca sport, sin corbata que la adorne y un blazer marrón que más sabe de discotecas que de misas. Tampoco me gustan los matrimonios, las nupcias. Siento nervios al escuchar el intro con el que lentamente la novia se acerca al altar, donde circunspecto el novio espera parado, cegado de “amor”, como un sentenciado al paredón. Rezando con la fe que el fútbol otorga, pido para que el partido de River y Boca se vuelva a suspender, no quiero perderme tal acontecimiento futbolero; rezo mientras ingreso por primera vez a aquella iglesia. Es inevitable no pensar en mamá cada vez que entro a una capilla, recordarme pequeño corriendo entre los santos pasadizos, siendo pellizcado en los cachetes por todas las señoras que conformaban el taller de oración de mi madre. Jugar a las escondidas entre santos y cruces, dormirme en la liturgia. Mamá siempre me dijo que me ganaba el derecho de pedir un deseo cada vez que ingresara a una iglesia nueva, claro está, mi deseo es ver el clásico argentino, la final de la Copa Libertadores, y como es mucho pedir que pongan una TV en aquel santuario mientras algunos se casan, opto por rogar que el partido se suspenda, que me esperen. Me ubico muy adelante, en la zona vip de aquel templo que hoy celebra no uno, sino cinco matrimonios. Es una ceremonia comunitaria, inédita para mí. Entienden que si ver a una novia entrando al ritmo del piano despierta mis alergias, ver entrar a cinco me invita a una taquicardia. Por el respeto y cariño que les tengo al Sr. David y la Sra. Antonia lo soporto. Ellos llevan en su haber más de cincuenta años de casados civilmente, dos hijos que ya les han regalado nietos y mil historias que juntos han sabido sortear. Ella de blanco, visiblemente emocionada; él con la sonrisa de siempre, la de un tipo bonachón. El cura es un italiano de sonrisa franca, de semblante sencillo y amigable. Su liturgia es una de las más bellas que he escuchado, una de las pocas donde no me he dormido. – Hay regalos que Dios nos ha dado, uno de ellos es la vida. Todos los días debemos dar gracias a Dios por tener una nueva oportunidad para ser felices. Como consejo, dejar las pantuflas debajo y en el centro de la cama, para que en las mañanas, en el ejercicio de buscarlas, nos arrodillemos y aprovechemos la oportunidad para orar. Otro regalo de Dios es el amor, el amor de verdad, no el de Disney; ese amor que te invita a buscar la felicidad del prójimo, con paciencia y desinterés. Y la familia, donde siempre estaremos cobijados en amor – predicaba. Felicitó a cuatro de las cinco parejas porque eran de avanzada edad y explicó que nadie debe casarse por compromiso, sino por amor. Y casarse a los setenta años no trae consigo ningún tipo de dudas, ningún tipo de carga que no sea la bendición de Dios y la promesa de acompañarse hasta el final. Dicen que nosotros los humanos tenemos dos fechas importantes que celebrar: el día en que nacemos y el día en que descubrimos para qué hemos nacido. Y para esto segundo, es indispensable hacer uso de los valores, o sea, de las cosas que tienen valor: amar por ejemplo. Disfruté cada palabra, porque no habló de religión, habló de Dios, de ese Dios que te quiere ver feliz, de aquel Dios que no castiga, un Dios muy distinto al del que habla la mayoría. Salí poco antes de que se terminen de tomar fotos, detrás de la primera pareja de esposos. Afuera todas las familias juntas (las de los cinco agasajados) esperaban con arroz en mano, bandas de música, serpentina, juegos artificiales y toda la hora loca anticipada. Fui premiado cual novio, felicitado, abrazado y salpicado por todo lo que me arrojaban. Nunca antes tan cercano al sacramento del matrimonio huí despavorido. Ya en la recepción y azuzado por un par de piscos sours, me dejé llevar por aquellos dos tórtolos de avanzada edad y me conmoví con cada gesto de amor: con sus palabras que hablaban de la bendición de estar ahora sí en la gracia del Señor, del pequeño baile que prepararon de manera tan tierna y del bouquet que lanzaron para cumplir con las costumbres. Los músicos ingresaron al ritmo de boleros, interpretando todo con guitarra y cajón. Quién diría que Micaela me regalaría a un mes de su llegada la pieza de baile más linda de mi historia, cogiendo con su pequeña manito mi dedo pulgar y recostando su cabecita en mí regazo. Yo era el novio enamorado.
No tenía ganas de ponerme el terno, y me vestí como quise. No quería asistir a otro matrimonio y disfruté de todas las ceremonias: La del cura italiano y su estupendo sentido del humor y la de dos gallardos amantes. No pensé bailar y Micaela me llevó danzando a las nubes. No quería que se juegue la final de la Libertadores y todavía no tiene fecha, ni estadio, ni garantías. Todos celebramos el amor a nuestra manera, y aunque no sea una de sus finalidades, también lo sufrimos.