Entré al banco que conduce un cuy
en el año 2008, lamentablemente no tuve la oportunidad de ser entrevistado por
él, de conocerlo personalmente y escuchar su particular manera de hablar. Recuerdo
aquella mañana de verano en que dejé un par de papeles que acopiaban
información dudosa sobre mí. También recuerdo que adjunté una foto tamaño carné
que mostraba a un jovencito de mirada inocente y de peinado particular. Recuerdo el terno que nunca fue mío así como el cuerpo que sostenía
mi cabeza, un cuerpo que también tomé prestado. Si la elección de aquella
convocatoria se hubiera regido única y estrictamente por la foto, seguiría
desempleado. Dejé todos aquellos papeles chapuceros, impresos de manera improvista
y sin el menor optimismo. Los dejé sin imaginar que quizá aquella acción sería la
que cambió mi vida con mayor intensidad, la que me obligó a tomar un camino que
necesariamente no escogí pero del cual, todavía, no me arrepiento. Lo primero
fue capacitarme. Me llevaron lejos de todos, en verdad muy lejos. Nos
depositaron en un club enorme que nos alejaba de la civilización, que nos
confinaba a fumar alrededor de la piscina en conversaciones que nos salven de
la monotonía del día a día. Comenzábamos muy de madrugada, cuando el sol
todavía no terminaba de alojarse en un cielo limeño donde el astro rey siempre se
hace esperar. Desde el vamos se peleaba por ocupar una ducha, y se rezaba con
una fe inusitada porque caiga agua caliente que suavice el frío capitalino. Se
escogía la camisa y corbata que nos acompañaría por lo menos unas doce horas
hasta regresar a esa cárcel con lujos limitados. Se corría al comedor a meterse
algo a la boca, tratando de cumplir con la obligación de alimentar un cuerpo
que no sabía ya de retozos dignos de un ser humano. Luego de engullir algo al
azar, depositábamos nuestra humanidad en un bus austero que durante una hora de
viaje, se convertía según sea el caso, en un hostal para los enamorados o en un
hotel para los que buscaban sosiego. Era el lugar donde nos sentíamos más libres. Ese
bus en su hora de recorrido servía de refugio para lo que el placer proponga. Esa
capacitación reunía gente de todas partes del país y nos ilusionaba con la idea
de haber ingresado al mejor trabajo del mundo. Nos indujeron a dibujar una
sonrisa imborrable en nuestros rostros, sobre todo para cualquiera que se
definiera como cliente. No adoctrinaron en el arte de la falsa educación y
cultivaron sin reparo, el miedo a perder dinero que obviamente tendríamos que
reponer; y a estar dispuestos a cualquier tipo de juerga improvisada que
pudiera presentarse. Ingresamos incrédulos al que también llamaban “el banco
del amor”. Quien no besó a alguien de su entorno laboral, simplemente no
trabajó en el banco. Se entremezclaron unos contra otros en variadas oportunidades
y ocasiones. Se inventaron amores y romances, roces y coqueteos. Todos los
grillos metidos en una misma olla. Pasé dos años y medio contando un dinero que
nunca fue mío. Conocí gente a la que hoy recuerdo con cariño, otros pocos me
siguen acompañando incondicionalmente. Tuve la oportunidad de ascender y ser
enviado nuevamente a una capacitación. Esta vez nos encerraron en un hotel
putanesco que permitía besos, abrazos, roces, infidelidades y borracheras.
Aquel hotel de nombre casquivano guarda secretos que prefiero no conocer pero
sin embargo, imagino casi al detalle. El banco que rige un cuy adinerado,
también me permitió iniciar un camino de independencia personal. Me compré todo
lo que me hizo falta y me permitió conocer el valor del dinero en toda forma y
sentido. Me abrió las puertas de una vida que planeé de manera discreta. Me
permitió algún tipo de desarrollo y me sigue formando ambiciosamente en propósitos
alejados de la humildad. El banco compró mi libertad y me volvió esclavo suyo.
Con este trabajo del cual sigo aprendiendo mucho, perdí inocencia y alejé al
niño que todavía vivía en mí. Adopté una posición de adulto responsable y castigué
algunos sueños que todavía avizoran en la penumbra. Aquel banco de reputación
ostentosa y de ambiciones descomunales, me permitió crecer. Estoy a punto de
cumplir cinco años en un lugar que considero mi casa. He firmado un contrato
que me reconoce miembro de ese hogar, y recuerdo, que la última familia a la
que pertenecí, aquella que casualmente dejé en el año que me integré a ésta, en
su momento me obligó a escapar, a huir despavorido. Todos los recuerdos en esta
ciudad, las anécdotas más risibles, los peores momentos, las metidas de pata,
los aciertos milagrosos, los amores y desamores, los bienes que poseo… se los
debo todos al banco, y se los debo con una tasa de interés especial.