No me gustaba la playa, lo
recuerdo muy bien. Prefería mil veces una casa en medio del campo, rodeado por
árboles entre la caca de las vacas y los mosquitos insaciables. Cuando iba a la
playa me olvidaba del mundo y corría como loco. A pesar de que me embadurnaban
en bloqueador y usaba polos, terminaba rojo como un camarón (siempre usaron esa
expresión). Ser blanco no te hace más importante, te hace débil, lo sé yo. Los
únicos días que exponía mi piel a los rayos del astro rey, eran en épocas
veraniegas. Mostraba sin pudor las venitas que sobresalían, mis tetillas
empequeñecidas y mi ombligo saltarín. No me metía mucho al agua porque estaba
helada y porque no sabía nadar (ahora tampoco). Miraba asombrado a avezados
nadadores que se sumergían en las aguas como focas y nadaban hasta el fondo, hasta
donde no se divisaban y rezaba por si acaso, por si no volvían. Pero nunca fui
testigo de una desgracia, pues cual José Olaya, regresaban a la orilla
victoriosos. A mí me revolcaban las olas más pequeñas y tragaba litros de agua
salada que seguro alguno de esos valientes nadadores había meado. Mi madre siempre
dijo que la playa era más limpia que la piscina, entiendo por qué. Después de
haber sido libre como las mismas gaviotas, regresaba a casa por la noche a
sufrir los estragos de ser albino. Mi madre me disfrazaba de ensalada y me
ponía tomates por todo el cuerpo. Me untaban cremas que no ayudaban y me daban
un baño que no sabía calmar el dolor de ser blanco. Luego del bronceado asesino
al que sobrevivía porque no era mi hora, procedía a la muda de piel. Tardaba días
de días en terminar de pelarme y regresar a mi color natural, color papel bon.
Odiaba la playa. Yo quería que compren una casa en el campo y que veraneemos
ahí, lejos del mar. Con el tiempo me resigné a la idea del tomate por la noche
y empecé a cuidarme un poco más, a refugiarme discretamente en la sombrilla y
mostrar mi piel con cuidado. Al adiestrarme en el arte de no quemarme, entré en
el problema de no ostentar un cuerpo digno de la playa. Mi delgadez me confinó
a usar prendas que disimulen la falta de músculos y a utilizar más ropa de la
necesaria. Aprendí a nadar por necesidad. Me arrojé a la corriente marina
persiguiendo a unas chicas que me hacían señales desde el fondo pidiéndome que
las alcance. Llegaba a penas, peleando contra la marea, tragando mil de agua
salada, pero llegaba. El regreso era más fácil, sólo me hacía el muertito y el
mar sabio, se encargaba de devolverme. “No le tengas miedo al mar, pero sí
mucho respeto” – me dijeron alguna vez. Hice las paces con la playa un verano a
los doce años; un verano en que me quedé un mes confinado a escuchar las olas
golpear por la madrugada sin poder dormir por temor a un maremoto. Juro que
escuchaba a las olas acercarse y que sentía hasta los pies humedecer de miedo.
Aquel mes entendí que lo mejor de la playa no se encuentra al medio día y bajo
el sol; lo mejor de la playa está por las noches, a la luz de la luna. Caminaba
un buen tramo hasta una canchita de fútbol donde se juntaban chicas lindas y
chicos de mi edad. Si algo hice discretamente bien, fue jugar al fútbol. Eso
hice, matar mis penas con una pelota, al compás de los gritos de aquellas niñas
lindas y bien bronceadas, que sabían corresponder a mis jugadas peloteras. Terminaba
el partidito y regresaba a casa, esperando que nunca amanezca o que se haga de
noche rapidito para regresar a meter un gol. Aquellas noches duraron poco,
puesto que las chicas se cansaron de ver a un pequeño rubiecito y decidieron ir
a besarse al oscurito con sus chicos guapos. Yo regresé a la casa que
alquilamos y me encerré a contemplar atardeceres apoyado en la ventana que daba
al mar. Tengo que aceptar que ese verano descubrí los encantos del sol, el mar
y la arena que siempre se metía en mis calzoncillos. Ya más crecidito y
acudiendo a la playa para festejar año nuevo, empecé a disfrutar un poco más.
La playa permitía ver a mis amigas en prendas menores que mostraban sus dotes
de mujer. Acudir a la orilla ya no incurría en dolores por insolación. A pesar
de desenvolverme un poco mejor bajo el astro rey, siempre vi con mejores ojos a la
playa por la noche. Echado en la orilla, mirando un cielo llenecito de
estrellas. Intentar pedir un deseo con las estrellas fugaces y sobre todo si el
deseo aquel estaba echada al lado mío. A pesar de mis aventuras playeras, nunca
tuve un amor de verano que sepa recordarme aquellas temporadas con melancolía.
Nunca procuré un beso inolvidable próximo a la orilla. Hasta hace poco, escapándome
un fin de semana de la rutina que implica trabajar, descubrí que podría vivir
frente al mar. Me encantaría poder quedarme otro mes entero mirando las olas ir
y venir una y otra vez. Echarme en la oscuridad de la noche mirando un cielo
despejado e iluminado. Me encantaría quedarme un par de días corridos echado al
atardecer, sin sombrillas, bronceando mi cuerpo poco a poco. Me gustaría
veranear de verdad, y no un fin de semana. Caminar por la orilla remojando mis
pies, mirando el sol morir en un mar infinito en el cual nunca podré perderme. Me
gustaría que mis hijos tengan la oportunidad de hacer una sana costumbre todos
los veranos y no sufran lo que yo sufrí. Que aprendan a correr olas y que se
metan al mar sin que la primera ola los revuelque. Me gustaría casarme en
alguna playa, al atardecer, con pocos invitados. Me gustaría alquilar una casa
de playa todos los veranos, siempre en una playa distinta. Echarme en una perezosa,
tomar una cerveza helada. Me gustaría que el mar lave el tiempo en mi piel, que
el sol maquille las marcas de una vida que pasa rápido y dormir en la arena sin
temor de ver un reloj. Caminar descalzo, con el torso descubierto. Mirar
atardecer y por las noches, intentar pedir el deseo pendiente. Con el tiempo he
descubierto que al niño viejo si le gusta la playa, y que incluso, a veces, se
le antoja que lo disfracen de ensalada.