Me comentaron hace bastantes años
atrás que hay un acontecer que lo realizan lo vivos, lo muertos, las cosas, los
animales, lo tangible y lo intangible. Hay un evento que no se puede evitar a
pesar de denodados esfuerzos, aportes tecnológicos, brujería y mitos
ancestrales. Casi a modo de adivinanza me empeñé en dar una respuesta original,
y a pesar de mi imaginación decadente, concentré mis energías en absolver con
inteligencia esa duda. No logré convencerme con alguna de mis respuestas, todas
distantes de la verdad. Eso que no se puede detener, que no podemos frenar, eso
que no podemos impedir es envejecer. Envejecemos los vivos, los muertos (temas
de descomposición), las cosas animales etc., etc., etc. (hace tiempo no usaba
el “etc.”, lo siento más viejo) Entonces el tiempo al transcurrir sin poder ser
frenado, arrastra consigo los avatares renuentes. Arrastra sin poder impedirlo
en su totalidad una serie de acaecimientos inesperados. La gente con el tiempo
cambia, y generalmente no cambia para bien. A mis veintisiete años recién
cumpliditos, he concluido que soy un tipo insoportable, y esto con lo que me
queda de vida, empeorará. Hace muchos años, allá cuando era un niño
despreocupado, recuerdo la figura de un primo político muy bonachón. Siempre
con un chascarrillo o un gesto amable. Siempre con disposición a enseñare algo
de fútbol o a compartir una sonrisa. Supongo que él estaría transitando los
inicios de la base tres. Cuando de pronto, una tarde cualquiera, el tiempo
cambió su alegría proba por el silencio. La última imagen que guardo de aquel
hombre de sonrisa fácil, es aquella donde se encuentra sentado en un sofá de la
sala, mirando el vacío, con la cabeza apoyada en su mano derecha y con la
alegría extraviada. Aquella tarde me quedé confundido. Hoy, a mis veintisiete
años (acabados de cumplir), entiendo algunas cosas. Es evidente que somos
culpables de nuestros actos y que son esos actos los que nos trazaron los caminos
seguidos. Esos caminos marcaron con sus experiencias nuestras costumbres,
ideales o sensaciones y nos transformaron (a la gran mayoría) en lo que somos
ahora. Mucha gente que me ha acompañado en el camino andado se pregunta qué fue
del rubiecito alegre de comentarios tontos. A dónde se fue su alegría. Y yo,
que conozco mejor que nadie al susodicho al que se refieren, me hago la misma
pregunta. ¿Qué será de ese rubiecito gil? Tener veintisiete años en la teoría
más lógica es encontrarse en la plenitud de una vida, entrando de lleno al tema
de la madurez y la realización. Hay cosas que en definitiva se van marcando; pero
lamento informar que muchas otras cosas importantes, quedan en el camino por
exceso de equipaje. La idea de ser adulto no me seduce del todo, se sacrifica
mucho. Frente a mí, a espaldas del ordenador en donde escribo, un cuadro en
blanco y negro del famoso “Piolín” con dos recordatorios de amigos que el
tiempo ha sabido conservar, me mira sospechoso y recuerdo que fue justamente,
un regalo de onomástico. Y es que en aquellas épocas, se valoraban más estas cosas
hasta convertirlas como ahora, en tesoros preciados. A mis ya trajinados
veintisiete años, me declaro sin temor a equivocarme: Insoportable. Por ende
comprendo que mi destino inefable es conciliarme conmigo mismo y aceptar la
soledad celosa que siempre me atisbó con la seguridad de que era suyo. Todavía
hay camino por andar. Todavía queda tiempo para recibir un abrazo, regalar un
beso, escribir una memoria. Todavía queda alguna oportunidad para demostrar
cariño, para decir te quiero, para pedir disculpas. Entiendo que el parabrisas
es mucho más grande que el retrovisor porque debemos preocuparnos siempre por
mirar hacia adelante, hacia el frente. Y esa es la misión a cumplir, la tarea
encargada. El tiempo me volverá por inercia aún más renegón e impaciente de lo
que me siento. Agigantará mi vientre y hará de esta barriguita coqueta una
barriga prominente. El cabello seguirá deslizándose entere mis hombros hasta
encontrar el suelo. Las arrugas se harán inquilinas de mi rostro y los dolores invadirán
terrenos desprotegidos de mi cuerpo. He
vivido, y agradezco esa oportunidad bendita que se me brindó. No sé cuánto
tiempo más me quede, no lo sé. Espero tener la decencia de vivirlos bien y sonreír
con frecuencia y sencillez, ya que quiero que sea esta la imagen que deje a
pesar de los años. A todos los que acompañaron mi camino y aún se encuentran en
mi andar: ¡Gracias!