Juro que odiaba ese lugar, ¡lo
detestaba! Y caí en sus polvorientos terrenos porque era parte de mí andar
pasar por ahí, aprender. No recuerdo en qué momento acepté la loca idea de
soportar tres años de mi adolescente vida concurriendo a un lugar lejano, donde
no me hallaba, donde no me sentía bien. Tampoco recuerdo en qué momento me
resigné a él y aprendí a conllevarlo. Pero sé que en ese proceso tedioso, en
esa transición dolorosa me acompañaste he hiciste todo menos latoso. Cuando te
vi por primera vez provocaste un sentimiento de miedo, de respeto a la vida
humana, sobre todo a la mía que se sentía amenazada por tu presencia
corpulenta, por tus greñas desordenadas y tu pinta de matón. A pesar de esa
desavenencia visual, recuerdo también, que no demoramos mucho en congeniar. Quizá
mi instinto de sobrevivencia me invitó al diplomático arte de sociabilizar
contigo, contigo y un par más de personas que me inspiraron confianza. Con el
pasar de las semanas y al enterarme de tu excelente capacidad de diferenciar
entre los buenos equipos y los demás, te afiancé como “Misterio”, el antihéroe
de la Trinchera Norte que en esas épocas era famoso por una serie de televisión.
No sé si te consolidé como tal, pero escuché que algunos te llamaban así, a pesar de que eras todo lo contrario a
ese personaje matón y agresivo. Como Misterio te hiciste mi amigo y a los pocos
meses ya estábamos bebiéndonos la vida (o por lo menos yo) en la noche más fría
del año, en una verbena distante y peligrosa. Combinamos vino con Coñac y mi
viaje al hoyo negro del desvarío no tardó mucho. Me perdí entre el frío de la
noche y vomite entre las sombras que la madrugada otorgaba. Tú, con un par de
meses de habernos conocido y con la virtud del buen amigo, atinaste a acompañar
mis regurgitaciones y dejarme en mi hogar salvo y sano de los peligros de la calle,
más no de la ira de mi madre que fue peor que la resaca. En el instituto
polvoriento en el que nos conocimos, mi suerte hubiera estado echada si no
fuera por las innumerables veces que me permitiste plagiar, exponer con mi verbo
chapucero, y las veces que accediste, incluso a regañadientes, en ponerme en tu
grupo de trabajo. Tú y el Niño Ardilla al que le mando saludos, hicieron de
este ignorante en la computación un tipo que difícilmente reprobaba un curso,
si es que llegué a hacerlo. Pero tus conocimientos en la materia no te volvían un
tipo aburrido. Muchas veces, terminábamos en el taco de al frente, jugándonos
un par de mesitas. Tu golpe endemoniado a la billa, durísimo para mis delicados
y sutiles disparos, te hacía un imponente rival. No siempre, me ganaste; como
todo, le agarré la maña y me di el gusto de vencerte un par de veces. También nos
escampamos un par de oportunidades a jugar Winning Eleven en aquel Play Station
II que estaba de toda moda. Ahí si déjame argumentar que nunca me ganaste, te demostré
que para algunas cosas podía ser aplicado. Ya después de la catana te
desquitabas con las billas donde dejabas todo parejo. Jugamos un par de
campeonatos juntos y no sé si llegamos a imponernos en alguno, lo que si
recuerdo es que yo era la vedette del equipo con mis regates y el buen fútbol
que practicaba por esas épocas y tú eras el arquero indiscutible, con el que
nadie quería chocar. Celebrabas mis goles, nuestros triunfos con la pasión que
el mismo “Misterio” demostraba en aquella serie popular. Era mejor jugar en tu
equipo que en el contrario, porque mucha gracia no te hacía cuando te metía
algún gol, menos si este era de buena factura. A pesar de algunas excepciones
minúsculas, siempre jugamos juntos, yo en tu equipo y tú en el mío mi querido “Misterio”.
Egresamos juntos de aquel alejado lugar que volviste afortunado. Después de
muchos años nos cruzamos en un supermercado donde trabajabas eficientemente
como supervisor y prometimos volver a vernos. Así fue, viniste por acá, por
donde yo me había asentado y te visité en aquel hospital concurrido, donde
pensé verte consumido por aquella mortal enfermedad que te había atacado. Temeroso
de tu situación te llevé unos bocaditos que camuflé entre mi abrigo y antes de
verte, escuché tus carcajadas, eras tú. Tu semblante mejor que el mío, y tus
ánimos por el cielo. Me conversaste como si me hubieras visto ayer y sonreíste más
de lo que yo lo había hecho ese último mes. Salí con la satisfacción de verte y
sentirte bien. Días después me dijeron que tu situación estaba bastante
complicada y mi última visita en aquel nosocomio, fue enterarme que sería un
milagro tu mejora. El milagro eras tú buen amigo, que siempre tenías la sonrisa
dibujada en tu cara y una frase alentadora. Tus mensajes en las mañanas
invitándome a ser feliz, a olvidarme de mis estúpidos problemas, jamás tocando
el tema de tu enfermedad, alentándome como si yo te necesitara más que tú a mí,
aunque esa fuera la impresión que me acompaña ahora. Pasó un buen tiempo para que podamos coincidir
nuevamente, nuestro contacto relativo era mediante una llamada cada cierto
tiempo, tus mensajes alentadores por las mañanas o tu presencia las veces que
me animaba a rezar. Poco a poco este ingrato fue perdiéndose en su rutina, en
sus problemas infantiles y a pesar de mi intento de verte aquella vez, sólo
pude hacerte llegar ese último antojo que me sugeriste y llegué a complacer
tristemente, como si te entregara un pago material por mis ausencias
injustificadas. No te vi, tu mamita me lo agradeció de corazón, como si fuera
el amigo incondicional. Me mandaste un mensaje caluroso agradeciendo tan
insignificante gesto. Todo ese camino sombrío que te tocó transitar Miguelito,
los iluminaste con tu fuerza, con tus ganas, con tu buen ánimo, siempre
predispuesto a compartirlo. Hoy leo el muro de tu página social, y eso que
irradiaste de manera ejemplar durante todos estos meses, se ve reflejado en
cada mensaje que te acompaña, allá donde estés. Para mi serás siempre “Misterio”,
hincha fiero de la Crema, valiente y aguerrido compañero de batallas.
Lamentablemente nadie le gana la guerra a la muerte, pero en vida, como un soldado de la luz, te
condecoramos todos los que te conocimos. Ya nos veremos Miguelito, y jugaremos
una mesita de billar o algún partido de fútbol, obviamente en el mismo equipo.
Hasta ese momento “Misterio”, amigo mío.