Desde pequeño, mi peinado
presentaba una raya al costado que me hacía ver bien portadito. Mi santa Madre
me tomaba de la mano y todos los domingos, con una alegría divina, me llevaba a
misa de las seis de la tarde en la catedral. Yo a mis siete u ocho años, no
entendía absolutamente nada de lo que hablaba ese viejito con faldón; no tanto
por algún tipo de falta de comprensión, sino porque estaba tan venida a menos
las energías de ese señor, que a las justas podía descifrar una palabra. Nos sentábamos
usualmente del lado derecho de la catedral, la cual recuerdo levemente lúgubre
y apacible. Recuerdo que me sentaba al lado de mamá y poco a poco iba entregándome
al sueño más delicioso que Dios me pudiera dar. También recuerdo los codazos
disimulados y certeros que mi madre me aplicaba cada vez que el padrecito pedía
que se pongan de pie y las veces en que me sujetaba antes de colisionar con el
suelo adormitado en plena plegaria. Mi santa Madre no desistía en la idea de mi
devoción somnolienta y sin falta me tomaba de la mano los domingos por la tarde
y me llevaba puntual e incansable a dormir a misa, de seis a siete. Con los
años y como si se tratara de temporadas, mi madre empezó a frecuentar un grupo
franciscano en una iglesia nueva, a donde indefectiblemente también me llevaba.
En este nuevo refugio religioso se reunían días de semana, u horas antes de la
misa con todas las viejitas bonachonas que pellizcaban mis cachetes encogidos.
Como un par de señoras más arrastraban a sus devotos hijos, formaron un grupo
de franciscanitos los cuales dormíamos todos juntos en un salón apartado. Como aquel
grupo religioso colindaba con lo social, hubo alguna rencilla tonta o mal
entendido que obligó Mamá a mudarse de iglesia. Esta vez se hospedo en la
Vicaría a la que pertenecíamos por ubicación geográfica. Allí donde de muy niño
me bautizaron, ahora hacía mis talleres para mi primera comunión y posterior
confirmación. De la primera comunión recuerdo que siempre fui el niño educado, rubiecito,
siempre modosito y bien peinado. También recuerdo aquella tarde donde el diablo
me poseyó y al gordito risueño de clase
le moví la silla antes de que se sentara y se fue a dar de culo contra el
suelo. Nadie se rio. Para esto mi coordinadora fue franca espectadora de mi
acto innoble que sólo se me perdonó por no haber tenido un prontuario que
pudiera respaldar dicho acto. Igual se me conminó a confesarme y contar lo
sucedido. Mis confesiones siempre eran las mismas: No tomé la sopa. Desobedecía
a Mamá. Pequeñas mentiras por ahí. No recé antes de dormir. Todo de paporreta
tenía el valor de un Padre Nuestro y tres Aves Marías. Ese discurso lo arrastré
varios años, creo que hasta los dieciséis o diecisiete años. Hasta que una
tarde cualquiera un cura que no conocía la tarifa de mis pecados me sentenció a
una decena de Padres Nuestros, un número no menor de Aves Marías y a un Rosario
completito que hasta ahora debo. Por culpa de ese inescrupuloso padrecito, no
me volví a confesar un muy buen tiempo. No podía presentarme moroso ante los
ojos de Dios. Ya en la confirmación y en los últimos años de mi educación
secundaria, asistía a aquella Vicaría los sábados y domingos más a hacer vida
social y soslayar a las chicas bonitas que a nutrir mi fe quebrantada. De todas
maneras debido a mi adoctrinada infancia, mis conocimientos religiosos eran los
suficientes para sobresalir. Ya en la
vigilia, a tres días de consagrarme en
el sacramento de la confirmación, gané las elecciones municipales en mi
colegio, con lo que me consagré primero como Alcalde Estudiantil y me metí una
bomba diabólica asistiendo aquella tarde-noche en un estado deplorable a mi
sita religiosa. Tuvieron que esconderme en el baño para que el padre, muy amigo
de mamá, no me excomulgue del catolicismo. En aquel baño vomité más que
cualquier poseído y al terminar, sin estar un segundo en la vigilia, me retiré
a mi hogar a seguir muriendo. Mi Madre se enteró y quiso desheredarme. Al día
siguiente me llevó a confesar y no me dejó utilizar mi ya recorrido argumento,
debido a que ella dio una antesala detallada que me dejaba muy mal parado. El cura que
nos recibió en su oficina, pidió a Mamá se retirara para tener una conversación
cara a cara con el pecador. Mi Madre se retiró en contra de su voluntad y aquel padre
iluminado por el Espíritu Santo, me miró con una sonrisa despreocupada y me
preguntó: -¿Hijo, crees en Dios?- A lo
que no demoré en contestar: - Si padre -
Entonces te jodiste – me respondió y entendí todo. Este último domingo
me senté en la última banca de la iglesia, cabeceé un par de veces y recordé
con nostalgia como inició mi camino en busca de tu amor: Siempre de la mano de
Mamá, casi en contra de mi voluntad, pero siempre retornando. Probablemente
regrese todos los domingos, a la misma hora, tan puntual como los sábados en
aquella discoteca de moda; por el mismo camino que tantas veces me llevó a ti.