“Hay que vivir con intensidad y
leer con frecuencia para escribir con pasión”. Y es como si hubiera matado a
alguien y hubiera ocultado su cuerpo en el patio de mi casa. Es como si ese
pedazo de tierra donde yace un difundo inquieto palpitara intentando que lo
hallen. Me siento culpable, cochino. Siento un cargo de conciencia que corroe
mi mente, mi alma, me mantiene en vilo. Me siento culpable de un crimen que he
cometido sin escrúpulos, sin aspavientos. Tengo una sangre fría para enfriar
otras cosas, otras personas. Siento que no lo he matado bien, que he dejado
muchas huellas, muchas evidencias tontas que me van a delatar, que van
declararme como culpable. Y es que tengo enterrado, en el patio de mi casa,
decorado con mayólicas blancas, a un joven con aspiraciones a escritor. Este
muchacho de prosa moderada ha sido víctima del desdén, del olvido. Y él,
como terco y aguerrido joven de sueños renuentes, se resistió al anonimato y
prefirió encontrar la muerte que vivir
en el olvido. El criminal, con su poca experiencia ha intentado eliminar al
aspirante a escritor con un golpe en la cabeza, con un mazazo en el cráneo. El
golpe no fue tan violento como lo había imaginado, pero bastó para desplomar al
adversario y liquidar sus aspiraciones. Por su falta de experiencia, no ha
sabido distinguir si aún sigue con vida o no, no sabe si está respirando o
liberando algunos gases propios de los muertos. Como esas dudas no lo matan a
él, ha decidido enterrarlo así como está, muerto o dormido. Ha cavado un hueco
no tan hondo (las fuerzas no le alcanzan). Lo ha arrastrado hasta el lugar que
lo acogerá por la eternidad y ha intentado acomodarlo en aquella tumba
improvisada. Ha demorado bastante en ingresar su cuerpo en ese hoyo mal hecho.
Está ubicado de una forma poco ortodoxa pero al fin y al cabo ubicado dentro de
su guarida. Ha intentado devolver toda la tierra que sacó para abrigar de esta
manera el cadáver incómodo de un joven soñador. Ha emparejado el llano de su
patio y ha revestido de manera chúcara con mayólicas escogidas con muy bien
gusto todo el contorno de su víctima. A penas terminada su labor, ha ofrecido
una pequeña oración con los ojos cerrados, los cuales cada fin de estrofa abría
para revisar que todo siguiera en su sitio. El muerto por su parte, ha dejado
un par de memorias escritas, las cuales se encuentran extraviadas en papeles,
en la web, en el tiempo. Y es precisamente, por la falta de memorias, que ha
sido sorprendido por la muerte, aquella a la que le dedicó algunas líneas.
Entonces lo ha dejado, ha dejado al el cadáver en el hoyo y se ha ido. Lo ha
olvidado con premura, intentando ocultar también su condición de sicario. El
joven agraviado ha despertado de su letargo y ha salido con cierta facilidad de
aquel cementerio improvisado y se ha encontrado con la cocina en su camino. Ha cogido
una fruta y se la ha llevado a la boca. Como todavía es de noche, y él no sabe
qué hora es, sale con delicadeza de aquella casa que lo ha acogido
temporalmente. Ha llegado a su casa, no se ha bañado. Hace tiempo no le pasaba
algo tan jocoso. Se ha tomado el tiempo para servirse un café. Ha encontrado su
vieja computadora y se ha puesto a escribir. Lo hace como antes, con un cariño
misterioso, sin saber por qué. No ha muerto, pero siente como si hubiera
resucitado, revivido. Como si hubiera regresado del más allá. – Hay otras maneras de morir – piensa mientras
le da otro sorbo al café que ya está frio. Yo, el criminal sin sueldo, el
asesino mediocre, he decidido enterarme de la verdad de las cosas mediante este
relato, arrepentido de mis actos pecaminosos y avergonzado por ser tan
ineficiente. Felizmente el escritor aparentemente no es tan rencoroso, y a la
fecha no ha denunciado el intento nefasto de acabar con él. Su única venganza
ha sido relatarlo, minimizando el acto y burlándose de torpeza.
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