Han decidido escapar de la rutina
y enrumbar camino lejos de casa y la monotonía. Ellos siempre han sabido
aprovechar su tiempo juntos y han planificado de esta manera, los viajes que
sean necesarios para sentirse uno más cerca del otro. Él trabaja lejos,
encerrado en la mitad de la selva. Ella se encierra pero en su kindergarten, en
aquel mundo que ha creado para niños menores a cinco años y para ella, para
consolar los días lejos de él. Sólo tienen un par de semanas al año juntos, y
es así hace buen tiempo. Llegan al hotel cansados, escogen una habitación
matrimonial y sienten que así será su vida de casados. Ella es delicada, de
modales suaves y considerados. Él se siente un hombre rudimentario, azuzado por
su barba frondosa y sus costumbres masculinas. Quieren aprovechar su estancia
en aquella ciudad donde saben pasarla bien. Deciden caminar por ahí, comer algo
que les guste. Pretenden visitar un bar, tomarse un traguito. Quizá y se animen
a entrar a una discoteca y bailar juntos, pegaditos. Dejan las maletas regadas
en el camino, no hay apuro por ordenar las cosas. Él se deja caer en la cama
con un bulto cansado. Ella se sienta y lanza un ligero suspiro. Pasan un rato
así, hablando lo necesario para no agitarse más, intentan recuperase del viaje.
Él ha cargado con todas la maletas de ella, algunas un tanto innecesarias para
tan breve viaje. Ella ha puesto un par de botas de más entre sus cosas; de
hecho por la indecisión de qué ponerse, ha llevado prendas para escoger en el
momento. También ha cargado con su maquillaje, su máquina de laceado, sus
accesorios de belleza y alguno que otro material que la haga sentir cómoda al
salir. Ha entrado al baño con la intensión de bañarse, con el deseo de que el
agua tibia pasee por su cuerpo relajándola antes de encontrarse con la noche.
Él ya vio que entró a la ducha, se ha acomodado en la cama porque sabe que ella
demorará. No quiere molestarla y aprovecha para descansar. Ella después de un
buen rato sale envuelta en la toalla y nota que él se ha quedado dormido. Se
acerca despacito y le encaja un beso dulce. Él más que el beso siente la
humedad de su piel y se despierta algo desubicado, mira a todos lados antes de
reaccionar. Agradece a Dios el momento y la compañía. Mira el reloj que abraza
su muñeca y se percata que ha pasado casi una hora desde que ella entró a
bañarse y comenta que se les va hacer un poco tarde. Le pide a su amada que no
se demore mucho cambiándose, pues conoce la paciencia infinita que ella goza.
Ella lo mira de reojo y dice que está lista mientras la toalla se le resbala.
Él la corrige con todo el amor del mundo y le recuerda que no se ha cambiado,
recalca que no se demore. Ella lo mira con ternura y le dice que no se demora
nada mientras elige en qué cama sentarse. Él hace remembranza a algunas
oportunidades donde ha tenido que esperar más de la cuenta para salir. Ella se
defiende en voz baja, aduciendo que casi nunca es así. Él con una sonrisa
juguetona le menciona que a veces se demora sólo alistándose para ir a la
tienda enfrente de su casa. Ella con una sonrisa sarcástica niega tal argumento
y propone una apuesta. Él interesado en aquella propuesta acepta sin saber de
qué se trata. Ella le asegura que está lista antes que él, que será ella quien
tendrá que esperar. Él se ríe y a sabiendas de que ella ya se ha bañado e
implica una ventaja considerable, acepta el reto. Entonces acuerdan que el que
pierda pagará las bebidas de la noche, todas las que se consuman sin poner un tope.
Ella lo ve entrar algo presuroso a la ducha mientras que escoge qué ponerse. Él
abre un cojín de champú el cual no usa completo y arroja sin reparos por ahí.
Encuentra un jaboncillo pequeño y abandonado el cual pasa raudo por su cuerpo,
tratando de hacer toda la espuma que sea posible. Ella ya escogió lo que va a ponerse, aunque no
está tan segura. Él está enjabonado de
los pies a la cabeza y procede a enjuagarse con vehemencia. Ella ha terminado
de secarse el cuerpo y empieza con el secado de su cabello. Él se lava los
dientes mientras repasa mentalmente lo que va
a ponerse y avizora en qué parte de su maletín se encuentra fundido.
Ella ha notado que ya cerró la ducha por lo que imagina que ha acabado de
bañarse y piensa que no lo ha hecho correctamente. Él asienta con la cabeza la
decisión de ponerse la camisa como está, sin plancharla si es que se encuentra
muy arrugada puesto a que se pondrá el saco encima. Mientras se lacea el
cabello calcula que demorará todavía unos veinte minutos para terminar. Sabe
que con ese tiempo concedido es segura su derrota. Necesita más tiempo, y sabe
cómo conseguirlo. Él ha dejado sus zapatos listos al pie de su cama, no ha
llevado otro par así que fijo se los pone. Ella lo sabe y ha raptado uno de sus
calzados y lo ha escondido cerca de ella. Él sale sacudiéndose el cabello y la
ve sentada frente al espejo con una paciencia escalofriante, sabe que ganará.
Ella lo mira por el espejo y disimuladamente apresura el paso. Él encuentra su
camisa, se la pone después de haberse aplicado el desodorante en aerosol. Se ha
puesto el pantalón y unas medias percudidas que no ha sabido lavar bien. Ella
terminó con el laceado y recién busca su maquillaje. Él se siente un ganador y
se pone con una lentitud burlona su reloj, collares y pulseras. Ella está muy
pegadita al espejo pintándose los ojos. A él sólo le faltan los zapatos para
ganar la apuesta. Se acerca al pie de su cama y sólo encuentra uno. Se inclina
a buscarlo debajo del mueble sin saber qué está pasando. No encuentra nada.
Ella casi termina de maquillarse. Él se desespera y busca en su maleta, hace
recuerdo si llegó a empacarlos. Ella no puede con la treta realizada y se lanza
a reír. Él voltea a verla y entiende inmediatamente que ha sido víctima de la
viveza de su novia. Se acerca a ella y la somete a un interrogatorio fugaz que
es acompañado de un forcejeo coqueto. Ella se ve atrapada y saca el zapato de
su guarida y lo arroja por una pequeña ventana que da al primer piso. Él abre
sus ojos y no puede creer que sea tan tramposa. A ella sólo le falta pintarse
lo labios y ponerse el saco para estar lista. Él corre presuroso por el
pasadizo del hotel mientras los pantalones se le caen porque no se los ha abrochado.
Ella en vez de terminar su competencia revienta en carcajadas mientras lo
observa con nervios acercarse al zapato. Aquel calzado se encuentra a punto de
caer al primer piso, justo al borde de las gradas. Él ya lo ubicó con la mirada
y está pronto a cogerlo. Ella sale a velocidad y tiene como plan darle una
patada y mandarlo lo más lejos posible. Él voltea y con la mano derecha la
sujeta de la cara para que no se acerque. Ella logra conectar con el zapato el
cual cae unas gradas abajo. Él como venganza trata de limpiar el maquillaje con
su mano, lo logra. Él es un loco con el pantalón cayéndose, mostrando una media
con hueco y persiguiendo el zapato que se le perdió. Ella es una loca con la
cara pintada, con un ataque de risa que no encuentra control. Ambos ahora
corren rumbo a la habitación para declararse ganador pero la puerta se cierra
con la llave adentro. Por el portazo los vecinos de las habitaciones contiguas
salen y observan como ella intenta meterse por la ventana mientras él corre con
el zapato en la mano y una media con hueco donde el conserje para que les dé la
llave de repuesto. Ella no se da cuenta que se ha equivocado de ventana y se
encuentra con dos amantes a punto de entregarse a la pasión. Él se olvida de su
pantalón a media rodilla y se cae aparatosamente mientras el zapato vuela. Ella
está avergonzada por lo que ha visto y se ha despeinado. Él se sube los pantalones
raudo mientras observa como su zapato cae en un balde con agua. Ella encuentra
la ventana correcta y entra a la habitación. Él toma su zapato mojado y corre
con aspecto de loco hacia su cuarto. Ella le ha abierto la puerta. Él ha
entrado presuroso. Los vecinos se ríen y algunos aplauden. Ella usa nuevamente
su laceadora todavía con su ataque de risa. El usa la secadora con su zapato
esperando a que seque para lanzárselo a la cabeza. La pelea terminó en risas,
nunca salieron de su cuarto.
Testimonios de un tipo que no recuerda nada y lucha por no olvidarlo todo. Rastros de un camino recorrido, historias mal contadas. Prueba irrefutable de que viví.
jueves, 24 de octubre de 2013
miércoles, 16 de octubre de 2013
El colchón en el suelo
Me sentaba en el colchón que
estaba en el suelo, muy cercano al piso helado de cemento. Me había robado una
vieja radio que reproducía aquellos cd’s que había quemado con cuidado, con
canciones escogidas, como las fotos que se escogen para atesorarlas en un álbum
familiar. En esas épocas soñaba con tropezar con los libros que dejaba regados
por ahí, desordenado estratégicamente, luego de haberlos devorados todos con
paciencia y denuedo, intentando hacerles el amor, sintiendo placer. Prendía un
cigarro en aquella pequeña habitación y soñaba con que el cuadernito al lado
del colchón se convirtiera en el libro que pague el peaje al más allá, hacia el
recuerdo inmortal que anhelaba. Repasaba los poemas de Neruda una y otra vez
antes de dormir, como el más correcto de los religiosos con su biblia. Andaba
en bivirí y con un sombrero que me dictaba despacito y al oído, las líneas
disparejas de unos textos extraviados en el tiempo; a punto de contraer una
pulmonía fulminante pero aparentemente inspirado. Se escuchaba música trova, o
alguna canción poco popular que nunca sonaban en las radios. Un cigarro mal
fumado y una taza de café que acompañaban aquellos desvelos literarios que
nunca prosperaron. Aquella era la cueva de un hombre soñador, de un joven
melancólico de sonrisa fácil. Recuerdo que llegué a aquella habitación un
catorce de febrero, muy de noche. Llegué con un par de bolsas, aquel colchón recién
comprado que no encontró la compañía de una cama y muchos libros que todavía me
acompañan. Llegué con un montón de ganas de estar solo, de compartir con mi
soledad y nadie más. Aquel catorce de febrero a pesar de algunas llamadas
misericordiosas que me invitaban a la tertulia, me quedé en aquel cuartito
acomodando las pocas cosas que tenía y me eché a dormir custodiado por un olor
a pintura que todavía puedo sentir al recordar. Ya tenía un espacio en la web
donde publicaba mis escritos, y antes de llevarlos a navegar los varaba en un
cuaderno viejo. Era feliz con lo poco
que tenía, con lo que leía y escribía en mis momentos alucinados de escritor,
de promesa literaria. Era mi desorden (nunca fui desordenado), era mi espacio (muy
reducido), era el olor a cigarro y pintura el que me envolvía en una soledad
que no me volverá a visitar porque fue la primera que conocí, y como todo
primer amor, guarda un sabor distinto. Llevaba gente de vez en cuando, de
preferencia señoritas que hablen poco. La dueña de la casa, una mujer de ojos
grandes y verdes, callaba mis deslices. Fue un año viviendo en aquel cuartito
que hoy recordé con melancolía por ser el primer lugar donde anduve solo
físicamente. Lo que no recuerdo es cómo sobreviví compartiendo un baño ni cómo
concilié el hecho de hacer mis deposiciones con gente alrededor cuando soy muy
nimio para esas cosas. No recuerdo tampoco cómo hacía para ver el fútbol (no
tenía TV), para andar al día con las noticias básicas, cómo subía mis escritos
a la web ni como hacías cuando llegaba tomado y sin pleno conocimiento de la
realidad. Luego de ese año, pasé a un ambiente un poco más cómodo. Con un baño
propio para cagar románticamente, como me gusta. Me compré una cama de segunda
donde seguro velaron a alguien. Recuerdo que al momento de comprar ese armazón
que sostenía mi colchón, no encontraron las tablas que le correspondían por lo
que me facilitaron unas que habían por ahí. Odiaba cuando dichas tablas se
caían, claro, no tanto como la chica del piso de abajo que me odiaba más cuando
se caían de madrugada. Me compré una TV (no de segunda) emocionadísimo, sin
saber que se pondrían de moda a los dos meses los LCD. Compré también de
segunda, de una de esas cabinas de internet que no prosperó, una computadora
llenecita de virus y problemas técnicos que me permitía acceder a internet a
las justas. Me compré el perchero donde descansan los gorros y boinas que
todavía me acompañan. Compré un frio bar el cual imaginé lleno de cervezas. Un microondas
que facilitaría mi don culinario llevado a menos. Compré tantas cositas que
aquel nuevo ambiente donde realicé fiestas y donde bebí bien acompañado,
parecía el lugar perfecto. Fui feliz, muy feliz. Pero siempre es poco. Entonces,
por haber almacenado recuerdos que ya no me hacían tan feliz, decidí partir,
huir una vez más. Ese instinto megalómano que nos visita, me sacó de aquel
cuarto y me llevó a un departamento con áreas adecuadas para desenvolverse.
Adquirí una cochera para mi primer carrito, el que todavía me acompaña a pesar
de sus años. Compré algunos muebles (siempre de segunda) para llenar los nuevos
espacios. Regalé muchos otros utensilios que ya no correspondían. Regalé aquella
vieja cama que se caía de madrugada, el estante que acogía mis libros piratas y
una mesa que se quedó conmigo porque el dueño huyó para no pagar la renta.
Regalé la vieja computadora con todititos los virus y así, poco a poco me fui
despojando de un pasado que a veces me persigue jalándome hacia atrás. Regalé
muchos enseres de valor afectivo, incluso me compré un colchón de esos que te desesteran,
te acomodan la columna y te aseguran el sueño más placido del mundo. Lo que se
quedó conmigo por casualidad, y aunque no lo uso, es el colchón acomodado en el
suelo, al lado de los libros mal leídos y mis sueños de ser escritor. Cómo ha
pasado el tiempo…
miércoles, 2 de octubre de 2013
Yo también me quiero casar
No. Nuca me vi entrando a una
iglesia, vestido de terno, acompañado por alguna canción solemne que me
conmueva. No tenía conocimiento sobre firmar algún documento que me comprometa
a compartir algo más que mis próximos días. Yo nunca soñé con el matrimonio y
esas cosas. A pesar de mi sentimentalismo y mis conceptos de familia, no
recuerdo haber planeado eso. Hoy, a mis recientes veintisiete años, me siento
amenazado por esa idea. Esto debido a que supuestamente en el proyecto de vida
o por temas de presión referidos al reloj biológico, ya debería contemplar esta
posibilidad. Pero si en el peor de los casos tanteara esta peripecia, y
quisiera idealizar mi idea del amor bajo estos términos, creo que sería justo
que me permitieran hacerlo. No me imagino que alguien me diga no te puedes
casar porque estás viejo, eres cabezón, eres cholo o negro. Porque tu condición
social no lo permite o porque no calificas para este tipo de trámites. Sin
llegar a casarme; no aceptaría que me prohíban declinar a la idea de compartir
más allá de mis fluidos y proyectos, mis deseos de compartir los frutos
tangibles e intangibles de mi unión conyugal. Me encantaría poder despertar al
lado de la persona que amo, y con la que decidí “hacer patria”, sin vergüenzas inefables
ni miedos legales que no me permitan disfrutar por mis decisiones. No solo los
solteros deberían hacer lo que quieren, los casados también. No se trata de un
tema religioso o moralista, creo que es un tema legítimamente legal que un
ciudadano pueda escoger a quién heredarle sus bienes o beneficios. Si he
decidido compartir algún orifico mío, creo que es justo que también comparta los
frutos de mi trabajo o mis buenas decisiones. Si declino a la idea de amar a
una mujer, y encuentro a bien refugiarme en los brazos de un varón, me
encantaría poder compartir todo lo que sea posible con el ser amado: años de
buena compañía, sueños, el seguro social, y todos los bienes que logremos
adquirir. ¿Alguien que no ha tenido la sabiduría de ahorrar o asegurarse no
tiene el derecho de ser protegido por otra persona? ¡Pamplinas! Me sentiría más
que feliz al poder brindarle mis beneficios a mi pareja. Que pueda hacer uso de
mi seguro privado, que acceda al club del que soy socio, que en caso de fallecer
intempestivamente reciba por ley el derecho a mis propiedades. Que pueda hacer
uso de mis ahorros de la AFP los cuales estoy seguro no llegaré a disfrutar.
Legalmente, y a pesar de cualquier herencia que podamos dejar en vida, si uno se
muere y deja familiares o indefensos o codiciosos, por ley les corresponde dos
terceras partes como mínimo, al declararlo así un código civil obsoleto, “herederos
forzosos” les dicen. Es difícil poder aceptar que hace algunos años atrás las mujeres no
podían votar por un presidente. Que las mujeres no podían trabajar u ocupar un
cargo público. Que alguien pueda terminar el colegio antes de los quince o que los
padres arreglen los matrimonios por dotes cuando los futuros novios tienen
cinco años. No podría imaginar que mis padres me obliguen a seguir una carrera
que no quiero o a ir a una guerra o al cuartel porque sí. Eso pasó, y ante el cambio seguro muchos se opusieron. Ahora
intentamos detener o frenar momentáneamente algo que pasará porque es lo más
justo e inteligente. ¿Democracia? Apliquémosla. Y en verdad para no herir susceptibilidades
mediocres, me parece inteligente que no lo denominen matrimonio sino unión
civil. Dios pidió que nos amemos, y el amor no sólo son besos y abrazos.
Tenemos el derecho y obligación celestial de amar a todos los que podamos, ¿por
qué no dejan formalizar un tipo de amor? El Papa lo ha dicho; muchos países primer
mundistas ya lo han aceptado. Somos unos cavernícolas románticos si creemos que
esto en nuestro país no se dará. Saludo al congresista Carlos Bruce por
presentar un Proyecto de Ley que se caía de evidente por ser justo. He
escuchado a muchos decir que no quieren que sus hijos en las calles vean a dos
personas del mismo sexo besándose y agarradas de la mano (sin hacer de esto un
escándalo obviamente), sin tener la seguridad de que quizá, esta ley necesaria, beneficie
a sus descendientes. Nosotros quedaremos
a la larga en el olvido, dejaremos producto de nuestros actos un mundo mejor o
peor para quienes vengan. Las decisiones que tomemos van a repercutir en el
tiempo y no estaremos para pedir disculpas. Todos tienen su mariconcito en el
fondo, y es justo que pueda ser feliz.
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