Me sentaba en el colchón que
estaba en el suelo, muy cercano al piso helado de cemento. Me había robado una
vieja radio que reproducía aquellos cd’s que había quemado con cuidado, con
canciones escogidas, como las fotos que se escogen para atesorarlas en un álbum
familiar. En esas épocas soñaba con tropezar con los libros que dejaba regados
por ahí, desordenado estratégicamente, luego de haberlos devorados todos con
paciencia y denuedo, intentando hacerles el amor, sintiendo placer. Prendía un
cigarro en aquella pequeña habitación y soñaba con que el cuadernito al lado
del colchón se convirtiera en el libro que pague el peaje al más allá, hacia el
recuerdo inmortal que anhelaba. Repasaba los poemas de Neruda una y otra vez
antes de dormir, como el más correcto de los religiosos con su biblia. Andaba
en bivirí y con un sombrero que me dictaba despacito y al oído, las líneas
disparejas de unos textos extraviados en el tiempo; a punto de contraer una
pulmonía fulminante pero aparentemente inspirado. Se escuchaba música trova, o
alguna canción poco popular que nunca sonaban en las radios. Un cigarro mal
fumado y una taza de café que acompañaban aquellos desvelos literarios que
nunca prosperaron. Aquella era la cueva de un hombre soñador, de un joven
melancólico de sonrisa fácil. Recuerdo que llegué a aquella habitación un
catorce de febrero, muy de noche. Llegué con un par de bolsas, aquel colchón recién
comprado que no encontró la compañía de una cama y muchos libros que todavía me
acompañan. Llegué con un montón de ganas de estar solo, de compartir con mi
soledad y nadie más. Aquel catorce de febrero a pesar de algunas llamadas
misericordiosas que me invitaban a la tertulia, me quedé en aquel cuartito
acomodando las pocas cosas que tenía y me eché a dormir custodiado por un olor
a pintura que todavía puedo sentir al recordar. Ya tenía un espacio en la web
donde publicaba mis escritos, y antes de llevarlos a navegar los varaba en un
cuaderno viejo. Era feliz con lo poco
que tenía, con lo que leía y escribía en mis momentos alucinados de escritor,
de promesa literaria. Era mi desorden (nunca fui desordenado), era mi espacio (muy
reducido), era el olor a cigarro y pintura el que me envolvía en una soledad
que no me volverá a visitar porque fue la primera que conocí, y como todo
primer amor, guarda un sabor distinto. Llevaba gente de vez en cuando, de
preferencia señoritas que hablen poco. La dueña de la casa, una mujer de ojos
grandes y verdes, callaba mis deslices. Fue un año viviendo en aquel cuartito
que hoy recordé con melancolía por ser el primer lugar donde anduve solo
físicamente. Lo que no recuerdo es cómo sobreviví compartiendo un baño ni cómo
concilié el hecho de hacer mis deposiciones con gente alrededor cuando soy muy
nimio para esas cosas. No recuerdo tampoco cómo hacía para ver el fútbol (no
tenía TV), para andar al día con las noticias básicas, cómo subía mis escritos
a la web ni como hacías cuando llegaba tomado y sin pleno conocimiento de la
realidad. Luego de ese año, pasé a un ambiente un poco más cómodo. Con un baño
propio para cagar románticamente, como me gusta. Me compré una cama de segunda
donde seguro velaron a alguien. Recuerdo que al momento de comprar ese armazón
que sostenía mi colchón, no encontraron las tablas que le correspondían por lo
que me facilitaron unas que habían por ahí. Odiaba cuando dichas tablas se
caían, claro, no tanto como la chica del piso de abajo que me odiaba más cuando
se caían de madrugada. Me compré una TV (no de segunda) emocionadísimo, sin
saber que se pondrían de moda a los dos meses los LCD. Compré también de
segunda, de una de esas cabinas de internet que no prosperó, una computadora
llenecita de virus y problemas técnicos que me permitía acceder a internet a
las justas. Me compré el perchero donde descansan los gorros y boinas que
todavía me acompañan. Compré un frio bar el cual imaginé lleno de cervezas. Un microondas
que facilitaría mi don culinario llevado a menos. Compré tantas cositas que
aquel nuevo ambiente donde realicé fiestas y donde bebí bien acompañado,
parecía el lugar perfecto. Fui feliz, muy feliz. Pero siempre es poco. Entonces,
por haber almacenado recuerdos que ya no me hacían tan feliz, decidí partir,
huir una vez más. Ese instinto megalómano que nos visita, me sacó de aquel
cuarto y me llevó a un departamento con áreas adecuadas para desenvolverse.
Adquirí una cochera para mi primer carrito, el que todavía me acompaña a pesar
de sus años. Compré algunos muebles (siempre de segunda) para llenar los nuevos
espacios. Regalé muchos otros utensilios que ya no correspondían. Regalé aquella
vieja cama que se caía de madrugada, el estante que acogía mis libros piratas y
una mesa que se quedó conmigo porque el dueño huyó para no pagar la renta.
Regalé la vieja computadora con todititos los virus y así, poco a poco me fui
despojando de un pasado que a veces me persigue jalándome hacia atrás. Regalé
muchos enseres de valor afectivo, incluso me compré un colchón de esos que te desesteran,
te acomodan la columna y te aseguran el sueño más placido del mundo. Lo que se
quedó conmigo por casualidad, y aunque no lo uso, es el colchón acomodado en el
suelo, al lado de los libros mal leídos y mis sueños de ser escritor. Cómo ha
pasado el tiempo…
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