Entonces, con un ojo medio
cerrado, me miró fijamente y me dijo bájate el pantalón. Yo obediente desde
pequeño, me bajé la prenda, la trusa, y mostré mi colgajo algo tristón. Me
toqueteo los testículos con brusquedad y aquel dolorcito se pronunció. Creo que
confundió mis genitales con plastilinas porque las estiró como si estuviera
aplicando una especie de tortura, como si quisiera que ellos confiesen algo. Me
invitó luego a tapar mis minucias y a tomar asiento frente a su escritorio. – Tienes
el testículo torcido – me indicó sin quitarme la mirada de encima. – Es un
problema de nacimiento, algo común. Con una operación lo acomodamos. Diez días
de descanso. La primera noche quedas bajo observación en la clínica. – me comentó
de una manera pausada, como cansado. Siempre mirándome fijamente, como
esperando algún tipo de reacción particular. Su párpado izquierdo caído,
abatido, como mis propios testículos. Mi reacción, calcina como siempre, aceptó
el proceso sugerido con pasividad, como si se tratara de una inyección. El
doctor argumentó algunas cosas más sin encontrar respuesta. Quedó en gestionar
con mi aseguradora el tema de la intervención y en contactarse conmigo al
recibir el visto bueno. Yo le agradecí y salí de su consultorio con la misma
frescura con la que entré. - Si tienen que operarme, que sea en el hospital que
atendió a mi mamá, donde la trataron diez puntos – pensé precisamente camino al
hospital, donde sacaría una nueva cita para coordinar mi intervención. Mi
preocupación no pasaba por el tema de la operación. Mis pensamientos errantes
cobijaban el texto que acompañaría mi descanso médico, el que me obligaría a
ausentarme del trabajo diez días. El texto delataría mi falta de huevos y se
prestaría a alimentar mi fama de promiscuo. El doctor que me atendió, con
aproximadamente cuarenta y cinco años (mucho menor que el viejito pesimista)
también me invitó a despojarme de mis prendas y procedió al toqueteo. Con sus
manos mucho más cálidas y amables, hurgó entre mis bolas con menos brusquedad
que el día anterior. Ya le había contado mi última experiencia, el diagnóstico
pronunciado, mi resignación. Su conclusión no coincidía con la del viejito
sádico que quería cortarme una bola. Me derivó a un análisis de sangre, una muestra
de esperma y una ecografía testicular. Al día siguiente, temprano por la
mañana, puse una porno que poco me inspiró. Sólo dejé la muestra de sangre. Las
enfermeras que debían programarme la ecografía postergaban la cita con nerviosismo.
Por fin el día acordado, me invitaron a sentarme sobre una camilla y a
despojarme nuevamente de mi pantalón y bóxer de colores. El ecógrafo me sugirió
me agarrara el colgajo para poder explorar mis canicas. Con las enfermeras en
el mismo cuarto, pero aplicadas en sus labores, miraban sus computadoras sin
prestarme atención. El doctor a punto de examinarme, recibió una llamada sorpresiva
de un tal Carlitos, y procedió a
manifestarle su aprecio y sorpresa por la llamada, dejándome cerca de tres
minutos agarrándome el pito con las bolas al aire expuesto a los vientos
helados de la habitación y a una futura gripe. Ya terminada su charla, procedió
a retomar su labor en mis testículos y a dictar sus observaciones: Testículo
derecho, tamaño homogéneo. Epidídimo, conforme. Conductor deferente, igual.
Testículo izquierdo, homogéneo, conforme e igual al derecho. Su dictado, entre
el cuerpo observado, y la observación, presentaba un silencio incómodo, como a
punto de dar una mala noticia que terminaba generalmente en “homogéneo”. De un
momento a otro me soltó los genitales,
me lanzó papel higiénico y me pidió que me limpie y suba el pantalón. A pesar
de mis esfuerzos denodados y mi ímpetu libidinoso no dejé mi muestra de
soldados porque en verdad ellos no van a la guerra, se cohíben, se inhiben ante
cualquier conato de beligerancia. Tengo mis soldados hippies. Aquel frasco
esterilizado, como algunas señoritas en mi vida, se quedó decepcionado,
insatisfecho. Todavía no recojo los análisis y las conclusiones de los mismos.
Me basta con que no me operan, no me corten un huevo. Me conformo hasta la
próxima cita con que todo es homogéneo y normal. Ahora el término: “Me importa
un huevo” ha tomado una coyuntura casi romántica, de amor extremo, de
pertenencia que roza los celos enfermizos. Iré en busca de los resultados estos
días, y me importa un huevo el diagnóstico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario