En dos semanas se han limpiado
los mares, los cielos se han pintado de azul y los animales se sienten incluso
más libres. Los cerros y montañas conservan sus formas sin que intenten
explotarlas para arrancarles mineral de sus entrañas. Los índices de delincuencia son los más bajos
de los últimos cinco o diez años en pleno apogeo. No se escucha de accidentes con
trágico final u homicidios culposos titulares predilectos de todos los diarios.
Los políticos no se insultan denigrando a los ciudadanos que supuestamente son
representados por sus embestiduras; o por lo menos ya no le hacen tanto caso.
No se sabe de la vida del futbolista borracho, la bailarina pizpireta o el
encuentro clandestino en algún hotel agazapados en medio de la noche cómplice. La
gente prohibida de abrazarse y darse un beso muere por hacerlo, por tocar otra
piel, por sentir calor humano. Los amantes si no se tienen cerca se extrañan, y
si se tienen cerca se aman. Los infieles parecen curados porque la tentación
deja de ser un motivo. Las familias han recobrado la memoria y empiezan a
conocerse. El papá ya no tiene fútbol que lo distraiga, la mamá se cansó del
celular. Los niños han aprendido a jugar juegos de mesa que hasta ahora
desconocían. Se ha recobrado el cariño por la lectura. El tiempo ya no juega en
contra porque hasta parece que sobrara. No importa si construiste una edificio
de diez pisos, si tienes el carro último modelo o un cuarto lleno de papel
higiénico. No interesa si eres hermoso o hermosa, si tus músculos te empoderan
o si tu popularidad rebalsa en las redes sociales. No hace ninguna diferencia
que midas metro noventa, tus ojos azules o que estés algo robusto. Se ha
generado una democracia tácita entre todos. Algo tan diminuto que ni si quiera
podemos verlo nos ha demostrado que no somos la raza superior y nos ha reducido
a miedo e impotencia. Nos hemos sentido tan poderosos que hasta intentamos colonizar
otros planetas, pero no podemos ni con el nuestro. Hemos instaurado tantos
cánones ridículos que si se festejara un día mundial de la familia no sería tan
perfecto como ahora que solo nos tenemos los unos a los otros con temor a pérdida.
Nos hemos acostumbrado tanto al egoísmo que hasta en un momento crítico
pensamos que la economía sigue siendo más importante que la integridad de una
persona, que la integridad de una comunidad, que la integridad de los
habitantes de tu propio país, de tu propio planeta. Hoy que el chiste ya no es
chistoso, que la simple gripe amenaza con atacarme sin que me dé cuenta e
incluso me obligue a partir sin despedirme, entendemos, quizás en un silencio
vergonzoso, que no hicimos las cosas bien. Somos una especie que no valoró el
verde de las plantas, la transparencia de los ríos, el cantar de las aves, el
calor del sol. No valoró el beso de un ser querido, la visita de gente por tu
cumpleaños, salir a caminar. Somos una raza que atenta contra otras razas,
contra nuestra misma raza. Nos hemos reducido a un estado tan minúsculo que el
virus parecemos nosotros. Deténganse en la idea de que los humanos somos la
enfermedad indeseable que ha aquejado a un cuerpo ajeno, anidados en un organismo extraño, empeñados en
expandirnos hasta ocasionar su muerte. Somos lo indeseable, lo incurable, somos
la peste, la pandemia. Somos los huéspedes malditos y el coronavirus, la gripe
de Wuhan, el COVID 19, en apariencia, es
simplemente el antídoto.
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