Testimonios de un tipo que no recuerda nada y lucha por no olvidarlo todo. Rastros de un camino recorrido, historias mal contadas. Prueba irrefutable de que viví.
miércoles, 26 de junio de 2013
Cuando la sangre corre
jueves, 13 de junio de 2013
Promesas
Le prometí que cuando tenga mi
carro ella iba a sentarse de copiloto, a mi lado. Le prometí que la iba a sacar
a pasear. Le he prometido tantas cosas que tengo que hacer un esfuerzo por
recordar los pendientes e intentar cumplirlos. Lo último que le prometí fue
viajar a Tacna, a visitarla. Se lo anuncié con semanas de anticipación. Ella,
con todo el amor que la posee cuando se trata de mí, preparó algunos platos que
engrían mi paladar. Como ya es costumbre, incumplí a la promesa y no viajé. Se
quedó con los crespos hechos, con las ganas de verme. Se aguantó sus cariños,
sus ganas de darme un beso. Se aguantó no verme una vez más y decidió, como
pocas veces, venir a visitarme. Parada en la puerta de la empresa en que llegó,
con dos maletas acompañándola antes que la recoja. Ella me espera como la más
fiel de las novias y yo llegó tarde, con el desamor que últimamente me
caracteriza llego tarde. Se sube como puede, se sienta a mi lado, de copiloto.
Ella siempre recuerda la promesa de ser mi copiloto. – ¡Mira! – me dice
mientras me muestra una sonrisa juguetona. Se ríe con dulzura. Me acaba de
enseñar el trabajo final después de largas citas con el dentista, me muestra su
nueva sonrisa y me obliga de la manera más sublime a sonreír también. Se queda
poco tiempo, esta vez no quiere visitar a nadie que no sea yo. Ella ha venido sólo
a traerme lo que no pude comer en Tacna. Me ha traído amor en forma de comida y
no ha dudado ni un segundo en hacerme llegar su cariño. Una de sus dos maletas
está cargada con potajes benditos, con aquellas cositas ricas que sabe bien que
me gusta. Comemos. Hace un festival gastronómico en la casa y yo quiero comer
un poco de todo. Me dice, una vez terminado el almuerzo, que no quiere salir,
que no me preocupe por ella, que quiere dormir. Me echo a su lado, como en los
viejos tiempos. No hay nadie en la casa, nos envuelve un silencio pleno que
contribuye a que nos quedemos dormidos, juntos, como en los viejos tiempos,
como en aquellos viejos tiempos. Dormimos mucho y he recuperado la felicidad
que me invadía de niño, cuando dormía todas las tardes, cuando la tenía más
cerquita. Me he olvidado sin querer de cualquier preocupación que me obliga a
comportarme como adulto. Despertamos y la invito a pasear. Mientras manejo,
mientras cumplo mi promesa al sentarla a mi lado, escribo mentalmente estas
líneas. Me habla de todo, como si hubiera guardado sus historias para mí. A
veces pierdo el hilo de la conversación y no sé exactamente de qué me está
hablando. Me cuenta de las misas a las que acude, de los curas y sus anécdotas.
Me cuenta de la familia, que todos están bien, pero más viejos. Cuando la
recogí se demoró dos segundos en fiscalizarme y su conclusión es que estoy
barrigón, con poco cabello y que me está saliendo barba, por fin me está
saliendo barba. Ella no sabe dónde estamos, no sabe a dónde vamos pero es feliz
porque yo, su único hijo, está a su lado. Mi mamá me ama sin dudas, sin
complicaciones, sin quejarse. Nunca vi a nadie que ame con tanto
desprendimiento. Mi madre me ama ciegamente. Es mi fan número uno, presidenta
del club. No dudaría en dar la vida por este flaquito barrigón, con poco
cabello. Mi mami sólo ha venido por dos días porque se antojó de verme y viajó
a mi encuentro. Cada vez que la veo y me recuerda que fui alguna vez un bebé,
su bebé, viajo en el tiempo. Recuerdo que de pequeño me enseñó entre muchas
cosas, a apreciar la música, a escucharla. La primera canción que me hizo
estudiar fue “Penélope”. Ahora, después de muchos años y sin que ella lo
recuerde, me empieza a explicar nuevamente esa canción. La chica que se
enamoró, el chico que se fue prometiendo volver. La angustia de la chica, una
angustia que la llevó a la locura. El chico que vuelve después de mucho tiempo
y ella que no lo reconoce. Yo soy la versión masculina de Penélope, el que inconscientemente
espera que vuelva, volver a verla. En su
ausencia me olvido de muchas cosas, me gana la locura. Pero al verla recuerdo
todo. Recuerdo las promesas pendientes, todo aquello que tengo que hacer para
intentar devolverle el amor puro que sabe entregarme. Yo no hubiera conocido el
amor si no fuera por ella. Yo no hubiera podido asegurar que fui amado después
de morir si ella no fuera mi mamá. Me ha servido nuevamente comida, algo que ha
traído para mí desde muy lejos. Termina de atenderme y se va a dormir, a
descansar, a rezar por mí y dar las gracias por un día más de vida. A veces la
vida no es justa, todos nos quejamos a favor nuestro. El peor de los hijos
tiene a la mejor de las mamás. Soy feliz, cuando ella está a mi lado soy feliz.
Yo amo a mi mami. Yo la amo porque ella, me enseñó a amar con el ejemplo. -“El
amor de madre es el más cercano al amor de Dios” - escuché alguna vez. Puedo dar fe de eso.
jueves, 6 de junio de 2013
El Insano
Primero voy al dentista. Hace
mucho tiempo no visito una casa odontológica, puedo asegurar que son más de
diez años que no reviso mi dentadura y la expongo a curaciones evidentemente
necesarias. Abro la boca y empieza a introducir objetos en mi boca, empieza a
indagar, a urdir entre mis dientes. Los dentistas tienen numerados nuestros
dientes. Sólo dice el número de la dentadura y da un comentario, su asistente
apunta. – La 36, hasta las huevas. La 38, jodida. La 28, hasta las patas. La 26,
cagada. – Una por una empieza a menospreciarlas y creo que decidirá
sacrificarme para que no sufra. Es así que hago el pago total del tratamiento,
más de diez curaciones a realizar en mi boquita de caramelo. Recuerdo a un
primo odontólogo, allá cuando tenía once años. Era de esos dentistas despiadados,
de esos que te hacían ver a Judas calato (siempre me he preguntado por qué a
Judas, por qué calato). Con unas herramientas lacerantes me hacía llorar del
dolor. Luego me pedía que me enjuague la boca y yo escupía sangre. Supongo que
por eso tengo recuerdos ingratos de los dentistas. Este es un doctor joven, en
un centro odontológico decente. Me trata con sumo cuidado, siempre
preguntándome si me molesta. Me coloca la anestesia que yo quiero para no
sentir dolor. Yo le pido que no me coloque anestesia local, que quiero
anestesia general para descansar. Ando muy fatigado, no sé qué me pasa. Mientras
el odontólogo me interviene yo duermo, duermo con la boca abierta. Despierto
con mis propios ronquidos y el doctor parece burlarse. Puedo dormirme en media
maratón. He asistido como a cinco citas y mi boca casi está repuesta en su
totalidad. El dentista muy amable me recuerda que me debo de lavar la boca
seguido, que debo utilizar implementos que ayuden a conservar los huesos de mi cavidad
bucal. Inmediatamente corro a medicina general. Tengo una tos matutina que me
ataca con arcadas incluidas, que me hace lagrimear. El doctor me pide que abra
la boca. Yo contento enseño mis dientes perfectos y obedezco. Él es uno
de esos doctores antiguos, de los que te revisan todo, de los que te toman el
pulso con su reloj, de los que te revisa los oídos y te mete esa paletita de
madera a la garganta para auscultarte. Me indica que tengo la garganta irritada,
luego estornuda. Me río y le digo que debería asistir a un doctor por su tos,
él no se ríe. Para cambiar de tema le comento que me duele mucho la espalda,
que ya van varios días. Me revisa también la columna vertebral y me golpea de
forma extraña, originando un sonido raro con mi cuerpo. Me indica que necesito
muestras de los fluidos de mi garganta y que me haga una radiografía. Todas las
muestras se toman a partir de las siete de la mañana. Al escuchar el horario de
atención siento nuevamente que desfallezco y empiezo a sentir mareos. El doctor
aplica técnicas de primeros auxilios para reanimarme. En recepción me indican que para el cultivo
con muestras de mi garganta debo de asistir sin lavarme la boca, y para la
radiografía en mi columna debo de estar en ayunas y con el estómago limpio, es
por eso que me aconsejan comprar un laxante para liberarme de residuos. Compro
la pastilla, la tomo con temor. Yo no me medico así nomás, yo no ingiero
pastillas muy a menudo; por eso tengo temor de los resultados, de lo que pueda
ocasionar. Llego a mi casa, me lavo la boca como me indicó el odontólogo. Tomo
esa pequeña pastillita y avizoro que me levantaré por la madrugada corriendo al
baño. Me echo a dormir, dejo la puerta del servicio abierta para no encontrar obstáculos
para cualquier evacuación inesperada. Son las seis y media de la mañana.
Recuerdo que el doctor me pidió que no me lavara la boca. Recuerdo que le juré
por mi mamita al odontólogo que me lavaría los dientes todas las mañanas. Estoy
en un dilema, ambos doctores me comprometieron y a ambos les prometí que cumpliría.
No me lavo, subo al carro con mi boca cochina para los análisis de escupe y
manejo presuroso. Mientras conduzco se me cruza un taxi, me cierra la pasada y
me da ganas de insultarlo, de arrojarle una grosería, total, no me he lavado
los dientes por lo que cabe la mención de que soy un boca sucia. Llego al
laboratorio, me atienden rápido. No me dijeron que me sacarían sangre, no me
gusta que me saquen sangre. Pongo algo de resistencia pero cedo, siempre cedo
al final. Ahora abro mi boca y me meten
un hisopo que me provoca vomitar pero no vomito, no tengo qué, no he tomado
desayuno. Luego corro a que me saquen la radiografía. Me piden que me quede en
paños menores y empiezan a tomar las muestras. Me toman especie de fotos en
diferentes posiciones y algunas poses me gustan, espero que las suba al Facebook.
Me visto. Presiento que algo se me olvida. Me voy a trabajar a penas salgo de
la clínica. Mientras laboro hago remembranza de lo acontecido, de lo venido a
menos que está mi salud. Ya estoy viejo. Paro cansado todo el día, con achaques
múltiples que se han ensañado conmigo. Con pérdida de memoria, escalofríos. Son las doce del mediodía y esa sensación de
que algo se me olvida queda descubierta con una flatulencia inesperada. El
laxante recién hizo efecto.
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