A mis treinta años siento que he
vivido bien. Soy una mujer realizada, independiente. Trabajo en un banco donde
he sabido resaltar no solo por mis piernas. Con más de nueve años laborando he
encontrado cierto grado de estabilidad a pesar de las envidias. Jamás pretendí
ser una santa. Me he tirado un par de canitas al aire, y algunos compañeros
también. Pero siempre he tenido el buen tino de escoger a mis cómplices de
momento, con los que comparto un buen vino, un buen rato y ya. Nunca he pensado
en ser mamá o tener una familiar, quiero disfrutar un ratito más de los bueno
de la vida. Mi madre, que reza incansable por mi bienestar, está pidiendo una
nieta linda como yo. Lo que no sabe es que en mi plan de vida a corto plazo,
busco algo que no sea nada corto ni delgado, quiero algo que me llene de
verdad, busco vivir. Todo estaba bien hasta que llegó a la agencia en que trabajo
Kevin, un chico de sonrisa fácil, coqueto él. Con toda esa pinta de peloterito
de Alianza Lima, fue ganándose espacio en la agencia, destacando por sus
ventas, por su buena onda. El mocoso ése con veinticinco primaveras reguetoneras
se metió media oficina en el bolsillo a punta de buen humor. Desde el principio
me di cuenta que con discreción me mirada el poto al pasar, que se acercaba con
cualquier excusa a mi oficina sólo para conversar un ratito. Aquella noche en
la discoteca, en una de esas reuniones laborales, el muy atrevido se animó a
sacarme a bailar una salsita, quizá creyendo que no me iba a defender. Se llevó
una gran sorpresa al ver que esta gringa sofisticada tira su rico dance, que
trae el sabor en las venas. Ese fue el momento donde quedó prendado, donde se
llevó el olor de mis cabellos rubicundos hasta su propia almohada donde empezó
a soñar conmigo. Debo admitir que el chico bailó muy bien, y un chico que baila
bien, para bien o para mal, siempre llama la atención. Ayudados por la rutina
empezamos a conversar un poco más, a almorzar juntos en la oficina con los
muchachos. Él siempre riéndose de mis chistes, prestándome una atención
particular. Yo haciéndome la rica, arreglándome el cabello, metida en mi
celular y en mis conversaciones triviales. El mocoso me empezó a llamar los
fines de semana, preguntándome por los planes que tenía. El muy vivo sabía de
mi independencia, de que vivía sola, había escuchado de algunas aventurillas
que había tenido por ahí (claro, siempre sin confirmar) y se ofrecía de manera
muy sutil a ser una de ellas. Yo siempre he tenido un as bajo la manga, algún
amigo cariñoso que entiende mis códigos y se preste para romance sin
compromiso. Un fin de semana cualquiera salí con las locas de mis amigas, todas
regias y alborotadas nos fuimos a tomar unos piscos sours a un huequito que me
encanta. Con dos vasos ya bailábamos bachata apretaditas. Nos fuimos al
salsódromo del centro bien entonaditas. Él estaba ahí, y me vio a penas entre
al local. Parado con unos amigos en la barra no me quitó los ojos de encima y
se acercó algo dubitativo al rato, se aproximó con todo su equipo de fútbol. Me
sacó a bailar, sentí su mano apretando mi cintura, su respiración en mi cuello.
Me cantaba las canciones al oído el muy vivo, y yo cerraba los ojos. Su pierna
entre mis piernas, como buen salsero, moviéndola con ritmo. Primera vez que
sentí al muchacho como un hombre. Kevin aplicaba sus mejores pasos de baile, intentaba
sorprenderme, como el chibolo que es. Me mordió la oreja, me dejé. Sentí un
bulto elevarse entre paso y paso de baile. Nuestros cuerpos bailaban salsa,
pero pedían reguetón. Mis amigas estaban aburridas, no eran hinchas de ese
equipo de fútbol con los que había venido. Me llevaron al baño, querían ir al
local de la esquina donde tocaban música electro y se horneaban gratis. Me fui
con ellas, sin muchas ganas de irme. No me despedí de Kevin, sólo le mandé un
whatsapp que decía: me encanta como bailas.
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