Rarísimo. Que estemos tú y yo en
mi habitación, en tan cálido ambiente, solos. Tu presencia femenina ha caído de
mil maravillas en la casa y yo he empezado a cogerte un cariño desinteresado,
sin maldad, inusual: rarísimo. Si he de
aprovecharme de algo en esta, nuestra soledad casera, es de tu confianza y nada
más. – Te pido las disculpas del caso,
por si es que ya has tenido la desafortunada experiencia, de verme rascándome
los genitales en la casa, y no por encima del pantalón de turno, sino metiendo
mis delicadas manos en la entrepierna, de manera tan desagradable e intuitiva.
No sé qué me pasa, ni en qué momento adopté manía tan impropia, pero me he
sorprendido varias veces, con personas ajenas al departamento, en tan incómodo
ejercicio, disculpa, en serio. Si me ves en tal situación avísame con toda la
confianza del mundo, recuérdame que no está bien y que si lo hago, me lave las
manos, por favor, te lo agradeceré. Cuando dormimos juntos, ¿ronco? Yo creo que
no, pero no puedo afirmar eso, ¿es ilógico verdad?, ¡estoy durmiendo! Ya pues,
dime. O quizá peor, me muero de la vergüenza. Quizá y tiendo a lanzar
flatulencias, eso si no tiene perdón. Es que no sé qué me pasa, ando rejodido
con los gases. Me hincho como globo y el pantalón me empieza a apretar y siento
estallar. Despierto guardo compostura y me despojo del mal con discretas ventosidades,
obvio que en absoluta soledad. Pero supongo que en la noche, en estado de
inconciencia total, despojo literalmente, lo peor de mí. Si fuera el caso, y
recurriendo a la confianza que empezamos a tener y a tu sinceridad, despiértame.
Yo abro la ventana, recurro a cualquier aromatizante y asisto a un lugar
adecuado para aliviar mi pesadez. A pesar
de esos impases que espero corregir te veo bien. Con las pocas semanas que
tienes por acá, veo que has tomado de manera natural posesión de la casa. Estoy
feliz de que sea así. Más bien, déjame felicitarte. He visto pocas veces
alguien tan limpia como tú. Todo en su lugar. Tu delicadeza me tiene encantado.
Otra pregunta: ¿me ves viejo? ¿Qué edad me echas? Mejor no me respondas porque
sé que por educación no me vas a decir la verdad. Yo me veo fatal. Compré y
armé esa mueble para hacer deporte por gusto, ¿si recuerdas no?, yo en el piso
haciendo mi mejor esfuerzo y tú dando vueltas, viendo con curiosidad. ¡Por
gusto! Me resigno a ver como mi barriga gana terreno, se agiganta con el
tiempo. Me veo desnudo en el espejo y me deprimo. Mi cabello también está
fatal. Suerte que no nos conocíamos hace un par de meses, cuando una venezolana
confianzuda arruinó mis expectativas y me cortó como cualquiera de esos
peloteros confundidos: bien pegadito a los costados y en el medio, una mata de
cabellos extravagante. Te hubieras matado de la risa. Yo me quería morir, matar
a alguien. Como te comentaba, me veo gordo, cada vez menos cabello, y encima
pedorriento. Cruel mi destino, no te parece. Estoy cediendo al tiempo. Ahora
tomo energizantes para el trajín del día y relajantes para dormir. Yo que no
tomaba ni pastillas cuando estaba enfermo. Otro síntoma de vejez prematura. En
cambio a ti te veo saltando y corriendo, te veo bien. Aprovecha tu juventud, en
verdad es un tesoro divino. Pero cuéntame algo: ¿Todo bien? ¿Qué te parece el
vecindario? ¿Sientes frio en las noches? ¿Te molesta algo? ¿Soy muy espeso, no? Nada. Ya
no te fastidio con mis cosas. A veces es bueno conversar y tú tienes ese don
que pocos tienen, el don de escuchar. – Le confieso, le cuento mientras ella me
mira, siempre reposando sobre mi cama. Sus ojos grandes, atentos a cualquier
movimiento, con sus ojos preciosos cerrándose de rato en rato pero
escuchándome. Siento incluso que lo haces con cariño. Gracias por tu compañía
Coral.
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