¡No puedo creerlo! Mi madre
parece una burrier profesional. Me transporta de manera tan sigilosa, agazapada
entre las sombras, intentando no levantar sospecha entre los transeúntes. Yo,
la vil mercancía. La zona que recorremos en aquel taxi me es totalmente
desconocida, muy lejos de lo acostumbrado. Sábado, cuatro de la tarde
aproximadamente, el destino final es aquella casa sin estucar. No entiendo
nada. Mi madre toca la puerta con delicadeza, la misma se abre lentamente e intercambian
breves palabras. Al parecer mi madre ha dado una contraseña secreta, la clave
para ingresar a tan misterioso lugar. Entramos, nada del otro mundo. Una banca
larga se acomoda pegada a la pared, en ella dos personas en silencio. Mi madre
me toma de la mano, me lleva hasta la banca, parece que quiere decirme algo: -
Le preguntas todo lo que quieras, con confianza. El señor es un tipo especial,
tú me entiendes – me dice. – Yo también soy un tipo especial mamita - le responde sin entenderle un carajo. – No
seas huevón pues – como intentando corregirme. - Él tiene un don, una
sensibilidad diferente - Yo no respondo
nada, creo que ya enloqueció, que puede ser agresiva. Una de las personas
sentadas se para he ingresa a aquella habitación, otra sale. - ¿A dónde me has
traído mamá? - le pregunto con total
seriedad. – Este señor va absolver las dudas que tengas. En verdad me da miedo
qué va ser de ti. Paras todo el día con esa chica que sabes bien no me gusta
nada. Ahora que tu cuerpo conoció el pecado y se encierran como conejos en su
casa, cualquier día de estos vienes con la sorpresita y yo me muero. Ese pequeño
no conocerá a su abuela. – Mamá no sé de qué hablas - le respondo evitando dar detalles de mi vida íntima.
Mi madre odia a Valeska, y la odia porque desde que estoy con ella llego muy
tarde a casa, me pierdo todo el día. Sobre todo porque planchando uno de mis
pantalones, halló un barbitúrico que regalan en las postas. La persona que estaba en la habitación sale,
otra entra. – Mamá, yo me voy, esto no le debe gustar nada a Dios – le digo
como llamándole la atención. - No metas a Dios en esto, ¡todo lo que una madre
tiene que hacer por su hijo! - me
responde convencida de que es la única solución. Mi relación con Valeska es de
lo más normal para cualquier chico de veinte años. Nos agarramos de la manito,
nos tocamos como enfermos y aprovechamos cualquier oportunidad que tenemos para
demostrar nuestro vigor, nuestro entusiasmo, nuestro cariño tórrido y
apasionado. Es nuestro turno, la persona atendida abandona el cuarto misterioso
y entramos. Es una habitación aparentemente normal. Una cama, un velador. Mil
estampitas de diversos santos, velas, rosarios. Él es una persona de edad,
delgada, espigada, canosa. Su cara arrugada denota cansancio. Me pregunta cómo
me llamo. Quise romper el hielo pidiéndole que adivine para tantear qué tan
bueno era, pero no entré en confianza. Me reí en secreto con mi comentario. -
Mi nombre es Leonardo - le dije con mi vocecita de niño bueno. Me pidió la
mano. Yo miré a mamá y le dije para ella que no me quería casar con él, que no
acepte su pedida. Ella me respondió con un codazo que por reflejo terminó
accediendo al pedido del señor brujo. Revisando la palma de mi mano amiga, la
de tantas batallas, estoy seguro que lo primero en que se percató fue de mi
espíritu autocomplaciente. El adivino canoso rápidamente me advirtió que mi
futuro era incierto (no hay que ser brujo para saber eso, pensé) que no me veía
en un lugar específico, que no podía asegurar ni descartar mi futuro
profesional. Me aconsejó que me rodee de gente mayor, con experiencia. Que
dejara en un segundo plano la gente de mi edad, porque solo me iba a incitar a
la noche, la música y el alcohol. Me advirtió sobre mi futura paternidad,
cuatro descendientes de dos mujeres diferentes. (Yo ya sabía que mi lapicito no
pintaba, pero me entusiasmé con su premonición) Me advirtió que una de las
mujeres me iba a hacer sufrir mucho, iba a llorar por ella. Me dijo que no
necesariamente tenía que ser mi pareja, podía ser una de mis hijas, no me dijo
el por qué. También me relato que una fémina me iba a inducir a las drogas, que
tuviera cuidado (¡Saludos negra!) y que a los treinta y tres años iba a sufrir
de artritis, que tomara mis precauciones. Mamá me miraba consternada, como
queriendo remediar todo antes de que pasara. Le preguntó por Valeska, si me iba
a casar con ella. El brujo rápidamente dio la negativa y mi madre respiró. El nigromante
me hablo de algunas otras cosas, cartas que tenía guardadas, situaciones del
momento que fácilmente por un tema de sugestión pude relacionar. Ya entrando un
poco en confianza me contó que el cobija el don de ver y oír cosas desde los
trece años. Que no puede salir a la calle o ir a reuniones porque puede
percibir el morbo del lugar, sabe quiénes se acostó con quién, los secretos
oscuros. Siente las malas vibras, las envidias del lugar. Qué es insoportable.
Yo, con lo curioso que soy estaría feliz con el don. Mi madre quiere hacer un
par de preguntas pero el de manera muy amable la interrumpe y le dice que el
tiempo se ha acabado. Yo ya entré en confianza, perdí el miedo. Quiero
preguntarle sobre los números de la lotería el fin de semana. Antes de poder
hacerlo el vidente, en secreto se me acerca y me confiesa que debe decirme algo
importante, una cosa muy grave me va a
pasar pero no quiere que mi madre escuche, no quiere preocuparla. Ella (mi
madre) vuelve a arrastrarme como paquete y dándole un billetito al brujo flaco,
se despide. Yo intenté ser lo más escéptico posible, no creer en nada que no
sea Dios. Pero sus últimas palabras fueron incisivas. ¡Agorero miserable, dime!:
¿qué será de mí?
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