La familia “Supo- Tasso Grande” ha
viajado de vacaciones al norte, ha contratado un paquete turístico que ha dejado en rojo sus arcas en los
diferentes bancos. Abraham Supo-Tasso, el padre de familia, a regañadientes ha
cumplido con la promesa que le ha hecho su esposa Reyna Grande de Supo-Tasso, a
la cual le encanta su apellido de casada. Producto de su amor han concebido a
sus dos hijos: Ricco Supo-Tasso Grande; un joven de dieciocho años, de pinta de
galán, de ojos azules y de un cuerpo bien entrenado en el gimnasio. Never Supo- Tasso Grande es un púber de
catorce años, al cual en un principio quisieron llamarlo Heber pero fallaron en
la escritura y se quedó así. El niño con esa premisa de vida siempre ha sido de
perfil bajo y de preferencias discretas, todo lo contrario a su hermano Ricco.
Se han hospedado en un hotel exclusivo de Tumbes, el Resort “D’Camaleón”, que
se presenta como la mejor opción para aventurase a sus primera vacaciones familiares
en mucho años. El primer día el sol los acompaña, el mar se presenta limpio y
generoso, no hay grandes olas, casi ni las hay. Don Abraham se sienta en el bar
y beneficiado por una pulsera que incluye un consumo ilimitado de comidas y
alcohol, se entrega a la bebida. Él quiere recuperar toda la plata invertida en
el viaje y va unas siete cervezas y cuatro pisco sour que le han permitido
contar historias inventadas y chistes sin gracia que ahuyentan a los demás
bebedores que se ríen por compromiso. Doña Reyna siempre ha sido una mujer de
playa, recuerda sus tiempo aquellos, cuando practicaba el surfing y era
pretendida por los chicos más guapos de esos tiempos. Se ha puesto un traje de
baño enterizo que acomoda los rezagos de un cuerpo bien cuidado. Doña Reyna
para su edad, todavía conserva algunos encantos indiscutibles a la vista de
cualquier caballero. Conserva por ejemplo, un par de piernas bien esculpidas
por sus visitas al gimnasio y un trasero descomunal que acomodan bien en sus
pantalones apretados. Ricco ha cogido su tabla, se ha echado un bronceador
especial y se ha colocado unos lentes de marca que le vendieron a precio
módico, los cuales resultaron ser una copia que fácilmente hubiera encontrado a
menos de la mitad del precio que pagó. Ha corrido luciendo su cuerpecito
escultural y ha llamado la atención de un grupo de señoritas que están en su
viaje de promoción. Never se encuentra cubierto con bloqueador, tiene la cara
blanca por el ungüento. Se ha protegido
bajo la sombrilla y ha empezado a leer el nuevo libro de Jaime Bayly, el cual
pretende terminar en el breve viaje. Don Abraham ya borracho se siente
envalentonado y se acerca a la sombrilla donde se encuentra su familia, se ha
quitado el polo mostrando una barriga desproporcionada producto de los
embutidos y la cerveza. Doña Reyna le acerca el bloqueador para que se proteja,
él lo mira con desdén y se arroja descubierto, despreocupado en una toalla, se
avienta boca arriba y sin más se duerme. Doña Reyna un mes antes del viaje se
entregó a una dieta draconiana que la tuvo al borde de la inanición, pero logró
sacar fuerzas de la juventud y bajó algunos kilitos que ahora luce con orgullo.
También beneficiada por la pulsera de todo incluido, se ha acercado con
curiosidad a un bufete diverso y dadivoso que está disponible de nueve de la
mañana a cinco de la tarde, muy aparte de los restaurantes para los desayunos y
almuerzos. Se ha permitido comer después de tiempo una hamburguesita con
papitas fritas. Ricco quiere hacer honor a su nombre y tiene poses de modelo
disforzado que lo dejan muy mal. Intenta hacer gestos y hablar con un tono “bacán”,
siempre en voz alta para ser escuchado. Se ha dado cuenta que ha robado miradas
en un grupito de escolares alborotadas y lo quiere aprovechar. Never se ríe
sólo, como loco. Su libro le encanta y no percibe lo que pasa a su alrededor,
él está en el cuarto de su casa leyendo a su autor preferido, no en una playa
del norte del país. Don Abraham babea mientras duerme. Doña Reyna con una
empanadita de pollo en la boca y dos en su bolsa de playa remolca a su esposo y
lo pone boca abajo. Rico se acerca a las chicas y dice imitando la voz de
Elvis: “Hola, mi nombre es Ricco Supo-Tasso Grande (aclarando que es un
apellido compuesto), y se da una vuelta poco discreta para enseñar su culo. Las
chicas se dan cuenta que es un galán monse y pierden interés, todas menos una.
Never se sonroja con lo que lee y siente una ligera erección que intenta
disimular. Se hizo de noche y Don Abraham es un camarón extraterrestre. Está
más que insolado y no puede moverse. Sigue algo ebrio y no se ha percatado de
su problema. Grita de dolor mientras se mira al espejo y piensa que cuando
asiente el bronceado estará delicioso. Doña Reyna se ha escapado al bufete y va
por el tercer plato, ya ha merendado comida italiana, española y ahora quiere probar
la francesa. Ricco intentó conquistar a la niña rubia que se ha escapado con
sus amigas aduciendo sueño, él la mira bailar desde la barra, donde toma un
whisky con guaraná, siempre bien vestido, sin salir de su personaje de príncipe
playero. En su cuarto, Never se ha encerrado en el baño y se entrega al auto
toqueteo. Don Abraham brilla en el balcón de su cuarto, donde espera la brisa
del mar calme sus ardencias. Está enojado porque ha pedido unos cigarros al
cuarto, cigarros que compra a dos soles y ahora le han costado seis dólares. “¡Es
un robo carajo!” piensa sin poder moverse por la insolación. Doña Reyna ahora
asalta la zona de parrillas y no puede parar de comer. Se ha soltado el botón
de su short playero. Tambalea sus caderas de un lado al otro y se presenta con
sus apellidos completos: “Buenas noches, mi nombre es Reyna Grande de
Supo-Tasso” y se mete un pan a la boca mordiéndolo como un tiburón hambriento y
sensual. Ricco no sabe beber y sin la atención de la rubia escolar, ha seducido
de manera chapucera a una dama de grueso calibre, una gordita coqueta que ya
vendió todos sus boletos al galán trucho para entregar su flor. Never está
tirado sobre su cama desnudo, viendo un canal para adultos y preocupado porque
sus fluidos han sorprendido a su libro y sus hojas se encuentran todas pegadas.
Don Abraham llora en su balcón porque no puede quitarse el short, le duele
todo. Doña Reyna se pelea con algunos mozos porque ya se terminó la hora de la
comida y proceden al guardado de los potajes, por lo que ella se escandaliza,
dice que tiene hambre y que su pulsera le permite morir de un cólico estomacal si
le da la gana. La gordita amiga de Ricco lo ha llevado hasta su cuarto, él está
borracho. Ha rebuscado entre sus bolsillos la llave del cuarto que comparte con
su hermano menor. En la búsqueda ha encontrado otros bultos. Never ha escuchado
la puerta y desnudo, con el libro pegajoso se ha metido bajo la cama, todavía
lo acompaña una erección. Don Abraham se ha bebido una botella de vodka para
seguir borracho y olvidar su insolación. Ha encontrado el canal porno que
también mira su hijo menor y se ha puesto como toro. Doña Reyna ha sido
retirada con educación de la cocina y la han invitado a descansar a su cuarto.
Al entrar a su habitación, todavía con algo de hambre, ha encontrado a su
esposo, muriendo de dolor por la insolación, boca arriba, con una erección que
hace años no procuraba y acompañados sólo por la luz de un televisor con imágenes
indecentes que a ella también la han puesto a burbujear, se ha lanzado encima de su adolorido esposo
intentando zacear su apetito. La gordita lo ha desvestido todo, él piensa que
es la rubiecita. Su cuerpo bien bronceado se desluce por su culo blanco que no
ha visto el sol. Parece el pabellón
nacional. Ella, gordita y necesitada, se ha quitado la ropa y también lo monta
gimiendo sin reparos. Never bajo el colchón sigue leyendo su libro acompañado
por la erección más pronunciada de su vida. Don Abraham grita al ser montado,
pero grita de dolor, quiere morir. Doña Reyna tiene los ojos cerrados, está a
punto de llegar. Mientras monta a su marido grita “Estás rico” recordando el
ceviche de mariscos que comió como aperitivo. La gordita no siente nada, está
decepcionada. Ahora lo ha puesto a él encima suyo porque se ha percatado que
sus amigas desde el cuarto de al frente la observan y está segura que su
popularidad va a subir. Never ha salido de su escondite y se ha parado frente a
la joven pareja amante. Todavía desnudo se ha imaginado un capítulo de su libro
y observa callado. Don Abraham ha mandado a su esposa a conseguir tomates para
que le refresque el cuerpo, se ha metido a la ducha para refrescarse mientas
llora de dolor. Doña Reyna está feliz, ha tenido un orgasmo después de tiempo y
no piensa llevarle las rodajas de tomate a su esposo, se las va a comer con
aceite y pimienta. Ricco ya tiene un video en “You Tube“ y todos comentan su
culo blanco, por fin se hizo famoso. Never se cansó de mirar y se acercó a la gordita sin aspavientos, le besó tímidamente
la espalda y la hizo suya pensando en una personaje de su libro. Ambos se
entregaron su flor esa noche. El primer día en el Resort “D’Camaleón” dejará
que Don Abraham cuente en su trabajo, que fue el alma de la fiesta con sus
diversos chistes y comentarios. Que se tomó toda la barra y que coqueteo con
dos piuranas que le han dejado sus teléfonos. Doña Reyna regresará feliz por
todas las cositas ricas que se ha comido, entre ellas a su esposo. Ricco
prepara la historia de su vida donde hizo una orgía con cinco chicas de una
promoción de Lima. Que tiene un video en “You Tube” que puede avalar sus raíces
sementales. Never ya no quiere excitarse leyendo un libro, ahora que ha
descubierto el sexo y tiene novia, jura tocarse menos.
Testimonios de un tipo que no recuerda nada y lucha por no olvidarlo todo. Rastros de un camino recorrido, historias mal contadas. Prueba irrefutable de que viví.
jueves, 5 de diciembre de 2013
martes, 12 de noviembre de 2013
Luz artificial
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi4JKJg2D5nAnrAXZCXnA2y6oFSP2m5wewOseBELWRIYRly4ME0064DP3Ze0yF1YyuN7OGHD-zE6HdAMOs_BylpIvozaNk_9G13xJjK5QwDfpwSQCfs2XCUztiDmox-DxMTB-hAJ_Ewd1M/s640/luz+artificial.jpg)
jueves, 24 de octubre de 2013
El zapato en tu cabeza
Han decidido escapar de la rutina
y enrumbar camino lejos de casa y la monotonía. Ellos siempre han sabido
aprovechar su tiempo juntos y han planificado de esta manera, los viajes que
sean necesarios para sentirse uno más cerca del otro. Él trabaja lejos,
encerrado en la mitad de la selva. Ella se encierra pero en su kindergarten, en
aquel mundo que ha creado para niños menores a cinco años y para ella, para
consolar los días lejos de él. Sólo tienen un par de semanas al año juntos, y
es así hace buen tiempo. Llegan al hotel cansados, escogen una habitación
matrimonial y sienten que así será su vida de casados. Ella es delicada, de
modales suaves y considerados. Él se siente un hombre rudimentario, azuzado por
su barba frondosa y sus costumbres masculinas. Quieren aprovechar su estancia
en aquella ciudad donde saben pasarla bien. Deciden caminar por ahí, comer algo
que les guste. Pretenden visitar un bar, tomarse un traguito. Quizá y se animen
a entrar a una discoteca y bailar juntos, pegaditos. Dejan las maletas regadas
en el camino, no hay apuro por ordenar las cosas. Él se deja caer en la cama
con un bulto cansado. Ella se sienta y lanza un ligero suspiro. Pasan un rato
así, hablando lo necesario para no agitarse más, intentan recuperase del viaje.
Él ha cargado con todas la maletas de ella, algunas un tanto innecesarias para
tan breve viaje. Ella ha puesto un par de botas de más entre sus cosas; de
hecho por la indecisión de qué ponerse, ha llevado prendas para escoger en el
momento. También ha cargado con su maquillaje, su máquina de laceado, sus
accesorios de belleza y alguno que otro material que la haga sentir cómoda al
salir. Ha entrado al baño con la intensión de bañarse, con el deseo de que el
agua tibia pasee por su cuerpo relajándola antes de encontrarse con la noche.
Él ya vio que entró a la ducha, se ha acomodado en la cama porque sabe que ella
demorará. No quiere molestarla y aprovecha para descansar. Ella después de un
buen rato sale envuelta en la toalla y nota que él se ha quedado dormido. Se
acerca despacito y le encaja un beso dulce. Él más que el beso siente la
humedad de su piel y se despierta algo desubicado, mira a todos lados antes de
reaccionar. Agradece a Dios el momento y la compañía. Mira el reloj que abraza
su muñeca y se percata que ha pasado casi una hora desde que ella entró a
bañarse y comenta que se les va hacer un poco tarde. Le pide a su amada que no
se demore mucho cambiándose, pues conoce la paciencia infinita que ella goza.
Ella lo mira de reojo y dice que está lista mientras la toalla se le resbala.
Él la corrige con todo el amor del mundo y le recuerda que no se ha cambiado,
recalca que no se demore. Ella lo mira con ternura y le dice que no se demora
nada mientras elige en qué cama sentarse. Él hace remembranza a algunas
oportunidades donde ha tenido que esperar más de la cuenta para salir. Ella se
defiende en voz baja, aduciendo que casi nunca es así. Él con una sonrisa
juguetona le menciona que a veces se demora sólo alistándose para ir a la
tienda enfrente de su casa. Ella con una sonrisa sarcástica niega tal argumento
y propone una apuesta. Él interesado en aquella propuesta acepta sin saber de
qué se trata. Ella le asegura que está lista antes que él, que será ella quien
tendrá que esperar. Él se ríe y a sabiendas de que ella ya se ha bañado e
implica una ventaja considerable, acepta el reto. Entonces acuerdan que el que
pierda pagará las bebidas de la noche, todas las que se consuman sin poner un tope.
Ella lo ve entrar algo presuroso a la ducha mientras que escoge qué ponerse. Él
abre un cojín de champú el cual no usa completo y arroja sin reparos por ahí.
Encuentra un jaboncillo pequeño y abandonado el cual pasa raudo por su cuerpo,
tratando de hacer toda la espuma que sea posible. Ella ya escogió lo que va a ponerse, aunque no
está tan segura. Él está enjabonado de
los pies a la cabeza y procede a enjuagarse con vehemencia. Ella ha terminado
de secarse el cuerpo y empieza con el secado de su cabello. Él se lava los
dientes mientras repasa mentalmente lo que va
a ponerse y avizora en qué parte de su maletín se encuentra fundido.
Ella ha notado que ya cerró la ducha por lo que imagina que ha acabado de
bañarse y piensa que no lo ha hecho correctamente. Él asienta con la cabeza la
decisión de ponerse la camisa como está, sin plancharla si es que se encuentra
muy arrugada puesto a que se pondrá el saco encima. Mientras se lacea el
cabello calcula que demorará todavía unos veinte minutos para terminar. Sabe
que con ese tiempo concedido es segura su derrota. Necesita más tiempo, y sabe
cómo conseguirlo. Él ha dejado sus zapatos listos al pie de su cama, no ha
llevado otro par así que fijo se los pone. Ella lo sabe y ha raptado uno de sus
calzados y lo ha escondido cerca de ella. Él sale sacudiéndose el cabello y la
ve sentada frente al espejo con una paciencia escalofriante, sabe que ganará.
Ella lo mira por el espejo y disimuladamente apresura el paso. Él encuentra su
camisa, se la pone después de haberse aplicado el desodorante en aerosol. Se ha
puesto el pantalón y unas medias percudidas que no ha sabido lavar bien. Ella
terminó con el laceado y recién busca su maquillaje. Él se siente un ganador y
se pone con una lentitud burlona su reloj, collares y pulseras. Ella está muy
pegadita al espejo pintándose los ojos. A él sólo le faltan los zapatos para
ganar la apuesta. Se acerca al pie de su cama y sólo encuentra uno. Se inclina
a buscarlo debajo del mueble sin saber qué está pasando. No encuentra nada.
Ella casi termina de maquillarse. Él se desespera y busca en su maleta, hace
recuerdo si llegó a empacarlos. Ella no puede con la treta realizada y se lanza
a reír. Él voltea a verla y entiende inmediatamente que ha sido víctima de la
viveza de su novia. Se acerca a ella y la somete a un interrogatorio fugaz que
es acompañado de un forcejeo coqueto. Ella se ve atrapada y saca el zapato de
su guarida y lo arroja por una pequeña ventana que da al primer piso. Él abre
sus ojos y no puede creer que sea tan tramposa. A ella sólo le falta pintarse
lo labios y ponerse el saco para estar lista. Él corre presuroso por el
pasadizo del hotel mientras los pantalones se le caen porque no se los ha abrochado.
Ella en vez de terminar su competencia revienta en carcajadas mientras lo
observa con nervios acercarse al zapato. Aquel calzado se encuentra a punto de
caer al primer piso, justo al borde de las gradas. Él ya lo ubicó con la mirada
y está pronto a cogerlo. Ella sale a velocidad y tiene como plan darle una
patada y mandarlo lo más lejos posible. Él voltea y con la mano derecha la
sujeta de la cara para que no se acerque. Ella logra conectar con el zapato el
cual cae unas gradas abajo. Él como venganza trata de limpiar el maquillaje con
su mano, lo logra. Él es un loco con el pantalón cayéndose, mostrando una media
con hueco y persiguiendo el zapato que se le perdió. Ella es una loca con la
cara pintada, con un ataque de risa que no encuentra control. Ambos ahora
corren rumbo a la habitación para declararse ganador pero la puerta se cierra
con la llave adentro. Por el portazo los vecinos de las habitaciones contiguas
salen y observan como ella intenta meterse por la ventana mientras él corre con
el zapato en la mano y una media con hueco donde el conserje para que les dé la
llave de repuesto. Ella no se da cuenta que se ha equivocado de ventana y se
encuentra con dos amantes a punto de entregarse a la pasión. Él se olvida de su
pantalón a media rodilla y se cae aparatosamente mientras el zapato vuela. Ella
está avergonzada por lo que ha visto y se ha despeinado. Él se sube los pantalones
raudo mientras observa como su zapato cae en un balde con agua. Ella encuentra
la ventana correcta y entra a la habitación. Él toma su zapato mojado y corre
con aspecto de loco hacia su cuarto. Ella le ha abierto la puerta. Él ha
entrado presuroso. Los vecinos se ríen y algunos aplauden. Ella usa nuevamente
su laceadora todavía con su ataque de risa. El usa la secadora con su zapato
esperando a que seque para lanzárselo a la cabeza. La pelea terminó en risas,
nunca salieron de su cuarto.
miércoles, 16 de octubre de 2013
El colchón en el suelo
Me sentaba en el colchón que
estaba en el suelo, muy cercano al piso helado de cemento. Me había robado una
vieja radio que reproducía aquellos cd’s que había quemado con cuidado, con
canciones escogidas, como las fotos que se escogen para atesorarlas en un álbum
familiar. En esas épocas soñaba con tropezar con los libros que dejaba regados
por ahí, desordenado estratégicamente, luego de haberlos devorados todos con
paciencia y denuedo, intentando hacerles el amor, sintiendo placer. Prendía un
cigarro en aquella pequeña habitación y soñaba con que el cuadernito al lado
del colchón se convirtiera en el libro que pague el peaje al más allá, hacia el
recuerdo inmortal que anhelaba. Repasaba los poemas de Neruda una y otra vez
antes de dormir, como el más correcto de los religiosos con su biblia. Andaba
en bivirí y con un sombrero que me dictaba despacito y al oído, las líneas
disparejas de unos textos extraviados en el tiempo; a punto de contraer una
pulmonía fulminante pero aparentemente inspirado. Se escuchaba música trova, o
alguna canción poco popular que nunca sonaban en las radios. Un cigarro mal
fumado y una taza de café que acompañaban aquellos desvelos literarios que
nunca prosperaron. Aquella era la cueva de un hombre soñador, de un joven
melancólico de sonrisa fácil. Recuerdo que llegué a aquella habitación un
catorce de febrero, muy de noche. Llegué con un par de bolsas, aquel colchón recién
comprado que no encontró la compañía de una cama y muchos libros que todavía me
acompañan. Llegué con un montón de ganas de estar solo, de compartir con mi
soledad y nadie más. Aquel catorce de febrero a pesar de algunas llamadas
misericordiosas que me invitaban a la tertulia, me quedé en aquel cuartito
acomodando las pocas cosas que tenía y me eché a dormir custodiado por un olor
a pintura que todavía puedo sentir al recordar. Ya tenía un espacio en la web
donde publicaba mis escritos, y antes de llevarlos a navegar los varaba en un
cuaderno viejo. Era feliz con lo poco
que tenía, con lo que leía y escribía en mis momentos alucinados de escritor,
de promesa literaria. Era mi desorden (nunca fui desordenado), era mi espacio (muy
reducido), era el olor a cigarro y pintura el que me envolvía en una soledad
que no me volverá a visitar porque fue la primera que conocí, y como todo
primer amor, guarda un sabor distinto. Llevaba gente de vez en cuando, de
preferencia señoritas que hablen poco. La dueña de la casa, una mujer de ojos
grandes y verdes, callaba mis deslices. Fue un año viviendo en aquel cuartito
que hoy recordé con melancolía por ser el primer lugar donde anduve solo
físicamente. Lo que no recuerdo es cómo sobreviví compartiendo un baño ni cómo
concilié el hecho de hacer mis deposiciones con gente alrededor cuando soy muy
nimio para esas cosas. No recuerdo tampoco cómo hacía para ver el fútbol (no
tenía TV), para andar al día con las noticias básicas, cómo subía mis escritos
a la web ni como hacías cuando llegaba tomado y sin pleno conocimiento de la
realidad. Luego de ese año, pasé a un ambiente un poco más cómodo. Con un baño
propio para cagar románticamente, como me gusta. Me compré una cama de segunda
donde seguro velaron a alguien. Recuerdo que al momento de comprar ese armazón
que sostenía mi colchón, no encontraron las tablas que le correspondían por lo
que me facilitaron unas que habían por ahí. Odiaba cuando dichas tablas se
caían, claro, no tanto como la chica del piso de abajo que me odiaba más cuando
se caían de madrugada. Me compré una TV (no de segunda) emocionadísimo, sin
saber que se pondrían de moda a los dos meses los LCD. Compré también de
segunda, de una de esas cabinas de internet que no prosperó, una computadora
llenecita de virus y problemas técnicos que me permitía acceder a internet a
las justas. Me compré el perchero donde descansan los gorros y boinas que
todavía me acompañan. Compré un frio bar el cual imaginé lleno de cervezas. Un microondas
que facilitaría mi don culinario llevado a menos. Compré tantas cositas que
aquel nuevo ambiente donde realicé fiestas y donde bebí bien acompañado,
parecía el lugar perfecto. Fui feliz, muy feliz. Pero siempre es poco. Entonces,
por haber almacenado recuerdos que ya no me hacían tan feliz, decidí partir,
huir una vez más. Ese instinto megalómano que nos visita, me sacó de aquel
cuarto y me llevó a un departamento con áreas adecuadas para desenvolverse.
Adquirí una cochera para mi primer carrito, el que todavía me acompaña a pesar
de sus años. Compré algunos muebles (siempre de segunda) para llenar los nuevos
espacios. Regalé muchos otros utensilios que ya no correspondían. Regalé aquella
vieja cama que se caía de madrugada, el estante que acogía mis libros piratas y
una mesa que se quedó conmigo porque el dueño huyó para no pagar la renta.
Regalé la vieja computadora con todititos los virus y así, poco a poco me fui
despojando de un pasado que a veces me persigue jalándome hacia atrás. Regalé
muchos enseres de valor afectivo, incluso me compré un colchón de esos que te desesteran,
te acomodan la columna y te aseguran el sueño más placido del mundo. Lo que se
quedó conmigo por casualidad, y aunque no lo uso, es el colchón acomodado en el
suelo, al lado de los libros mal leídos y mis sueños de ser escritor. Cómo ha
pasado el tiempo…
miércoles, 2 de octubre de 2013
Yo también me quiero casar
No. Nuca me vi entrando a una
iglesia, vestido de terno, acompañado por alguna canción solemne que me
conmueva. No tenía conocimiento sobre firmar algún documento que me comprometa
a compartir algo más que mis próximos días. Yo nunca soñé con el matrimonio y
esas cosas. A pesar de mi sentimentalismo y mis conceptos de familia, no
recuerdo haber planeado eso. Hoy, a mis recientes veintisiete años, me siento
amenazado por esa idea. Esto debido a que supuestamente en el proyecto de vida
o por temas de presión referidos al reloj biológico, ya debería contemplar esta
posibilidad. Pero si en el peor de los casos tanteara esta peripecia, y
quisiera idealizar mi idea del amor bajo estos términos, creo que sería justo
que me permitieran hacerlo. No me imagino que alguien me diga no te puedes
casar porque estás viejo, eres cabezón, eres cholo o negro. Porque tu condición
social no lo permite o porque no calificas para este tipo de trámites. Sin
llegar a casarme; no aceptaría que me prohíban declinar a la idea de compartir
más allá de mis fluidos y proyectos, mis deseos de compartir los frutos
tangibles e intangibles de mi unión conyugal. Me encantaría poder despertar al
lado de la persona que amo, y con la que decidí “hacer patria”, sin vergüenzas inefables
ni miedos legales que no me permitan disfrutar por mis decisiones. No solo los
solteros deberían hacer lo que quieren, los casados también. No se trata de un
tema religioso o moralista, creo que es un tema legítimamente legal que un
ciudadano pueda escoger a quién heredarle sus bienes o beneficios. Si he
decidido compartir algún orifico mío, creo que es justo que también comparta los
frutos de mi trabajo o mis buenas decisiones. Si declino a la idea de amar a
una mujer, y encuentro a bien refugiarme en los brazos de un varón, me
encantaría poder compartir todo lo que sea posible con el ser amado: años de
buena compañía, sueños, el seguro social, y todos los bienes que logremos
adquirir. ¿Alguien que no ha tenido la sabiduría de ahorrar o asegurarse no
tiene el derecho de ser protegido por otra persona? ¡Pamplinas! Me sentiría más
que feliz al poder brindarle mis beneficios a mi pareja. Que pueda hacer uso de
mi seguro privado, que acceda al club del que soy socio, que en caso de fallecer
intempestivamente reciba por ley el derecho a mis propiedades. Que pueda hacer
uso de mis ahorros de la AFP los cuales estoy seguro no llegaré a disfrutar.
Legalmente, y a pesar de cualquier herencia que podamos dejar en vida, si uno se
muere y deja familiares o indefensos o codiciosos, por ley les corresponde dos
terceras partes como mínimo, al declararlo así un código civil obsoleto, “herederos
forzosos” les dicen. Es difícil poder aceptar que hace algunos años atrás las mujeres no
podían votar por un presidente. Que las mujeres no podían trabajar u ocupar un
cargo público. Que alguien pueda terminar el colegio antes de los quince o que los
padres arreglen los matrimonios por dotes cuando los futuros novios tienen
cinco años. No podría imaginar que mis padres me obliguen a seguir una carrera
que no quiero o a ir a una guerra o al cuartel porque sí. Eso pasó, y ante el cambio seguro muchos se opusieron. Ahora
intentamos detener o frenar momentáneamente algo que pasará porque es lo más
justo e inteligente. ¿Democracia? Apliquémosla. Y en verdad para no herir susceptibilidades
mediocres, me parece inteligente que no lo denominen matrimonio sino unión
civil. Dios pidió que nos amemos, y el amor no sólo son besos y abrazos.
Tenemos el derecho y obligación celestial de amar a todos los que podamos, ¿por
qué no dejan formalizar un tipo de amor? El Papa lo ha dicho; muchos países primer
mundistas ya lo han aceptado. Somos unos cavernícolas románticos si creemos que
esto en nuestro país no se dará. Saludo al congresista Carlos Bruce por
presentar un Proyecto de Ley que se caía de evidente por ser justo. He
escuchado a muchos decir que no quieren que sus hijos en las calles vean a dos
personas del mismo sexo besándose y agarradas de la mano (sin hacer de esto un
escándalo obviamente), sin tener la seguridad de que quizá, esta ley necesaria, beneficie
a sus descendientes. Nosotros quedaremos
a la larga en el olvido, dejaremos producto de nuestros actos un mundo mejor o
peor para quienes vengan. Las decisiones que tomemos van a repercutir en el
tiempo y no estaremos para pedir disculpas. Todos tienen su mariconcito en el
fondo, y es justo que pueda ser feliz.
miércoles, 11 de septiembre de 2013
27
Me comentaron hace bastantes años
atrás que hay un acontecer que lo realizan lo vivos, lo muertos, las cosas, los
animales, lo tangible y lo intangible. Hay un evento que no se puede evitar a
pesar de denodados esfuerzos, aportes tecnológicos, brujería y mitos
ancestrales. Casi a modo de adivinanza me empeñé en dar una respuesta original,
y a pesar de mi imaginación decadente, concentré mis energías en absolver con
inteligencia esa duda. No logré convencerme con alguna de mis respuestas, todas
distantes de la verdad. Eso que no se puede detener, que no podemos frenar, eso
que no podemos impedir es envejecer. Envejecemos los vivos, los muertos (temas
de descomposición), las cosas animales etc., etc., etc. (hace tiempo no usaba
el “etc.”, lo siento más viejo) Entonces el tiempo al transcurrir sin poder ser
frenado, arrastra consigo los avatares renuentes. Arrastra sin poder impedirlo
en su totalidad una serie de acaecimientos inesperados. La gente con el tiempo
cambia, y generalmente no cambia para bien. A mis veintisiete años recién
cumpliditos, he concluido que soy un tipo insoportable, y esto con lo que me
queda de vida, empeorará. Hace muchos años, allá cuando era un niño
despreocupado, recuerdo la figura de un primo político muy bonachón. Siempre
con un chascarrillo o un gesto amable. Siempre con disposición a enseñare algo
de fútbol o a compartir una sonrisa. Supongo que él estaría transitando los
inicios de la base tres. Cuando de pronto, una tarde cualquiera, el tiempo
cambió su alegría proba por el silencio. La última imagen que guardo de aquel
hombre de sonrisa fácil, es aquella donde se encuentra sentado en un sofá de la
sala, mirando el vacío, con la cabeza apoyada en su mano derecha y con la
alegría extraviada. Aquella tarde me quedé confundido. Hoy, a mis veintisiete
años (acabados de cumplir), entiendo algunas cosas. Es evidente que somos
culpables de nuestros actos y que son esos actos los que nos trazaron los caminos
seguidos. Esos caminos marcaron con sus experiencias nuestras costumbres,
ideales o sensaciones y nos transformaron (a la gran mayoría) en lo que somos
ahora. Mucha gente que me ha acompañado en el camino andado se pregunta qué fue
del rubiecito alegre de comentarios tontos. A dónde se fue su alegría. Y yo,
que conozco mejor que nadie al susodicho al que se refieren, me hago la misma
pregunta. ¿Qué será de ese rubiecito gil? Tener veintisiete años en la teoría
más lógica es encontrarse en la plenitud de una vida, entrando de lleno al tema
de la madurez y la realización. Hay cosas que en definitiva se van marcando; pero
lamento informar que muchas otras cosas importantes, quedan en el camino por
exceso de equipaje. La idea de ser adulto no me seduce del todo, se sacrifica
mucho. Frente a mí, a espaldas del ordenador en donde escribo, un cuadro en
blanco y negro del famoso “Piolín” con dos recordatorios de amigos que el
tiempo ha sabido conservar, me mira sospechoso y recuerdo que fue justamente,
un regalo de onomástico. Y es que en aquellas épocas, se valoraban más estas cosas
hasta convertirlas como ahora, en tesoros preciados. A mis ya trajinados
veintisiete años, me declaro sin temor a equivocarme: Insoportable. Por ende
comprendo que mi destino inefable es conciliarme conmigo mismo y aceptar la
soledad celosa que siempre me atisbó con la seguridad de que era suyo. Todavía
hay camino por andar. Todavía queda tiempo para recibir un abrazo, regalar un
beso, escribir una memoria. Todavía queda alguna oportunidad para demostrar
cariño, para decir te quiero, para pedir disculpas. Entiendo que el parabrisas
es mucho más grande que el retrovisor porque debemos preocuparnos siempre por
mirar hacia adelante, hacia el frente. Y esa es la misión a cumplir, la tarea
encargada. El tiempo me volverá por inercia aún más renegón e impaciente de lo
que me siento. Agigantará mi vientre y hará de esta barriguita coqueta una
barriga prominente. El cabello seguirá deslizándose entere mis hombros hasta
encontrar el suelo. Las arrugas se harán inquilinas de mi rostro y los dolores invadirán
terrenos desprotegidos de mi cuerpo. He
vivido, y agradezco esa oportunidad bendita que se me brindó. No sé cuánto
tiempo más me quede, no lo sé. Espero tener la decencia de vivirlos bien y sonreír
con frecuencia y sencillez, ya que quiero que sea esta la imagen que deje a
pesar de los años. A todos los que acompañaron mi camino y aún se encuentran en
mi andar: ¡Gracias!
jueves, 22 de agosto de 2013
Los tres de los 90’s
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgWqlykMnc1nGNybLG0rFQXhJ2HmxwMEN6WHgHEhUpziQhBzu0UcB3yUx_RB0swYmMEkDg9VR4RusHi35Jm7HMMFBXxj5oKXGAkzcxniGWc8gVzvjxngaHligKTZEaFZsCUY5GbmHZ8s4o/s1600-r/0000000banderaper+copia-CARIJO2+copia.jpg)
Vivir sin música es morir sin alegría. Y es que escuchando una buena canción se puede hacer la limpieza de un mes sin darse cuenta o hasta con cierto gusto. Lo he dicho mil veces. A pesar de mi pasión por el fútbol, mis aires de escritor o cualquier otra actividad tentativa para vivir, si hubiera tenido la oportunidad de ser bueno en algo, si hubiera podido escoger la carrera a seguir producto de alguna cualidad, virtud o don; sin pensarlo dos veces hubiera escogido ser músico. Y como es algo que me apasiona he intentado tomar clases de piano, donde he fracasado por falta de actitud. Con los pocos acordes que llegué a manejar también procedí a intentar escribir canciones, y hasta allí llegó el intento de ser músico. Ahí hice mi concierto de despedida y pase a la historia sin gloria ni pena. Cuando voy al karaoke intento matar esta pena. Tomo el micro y canto un par de canciones a veces degenerando los temas. A veces no me va mal. Son aquellos días en que estás inspirado y la canción simplemente fluye. Generalmente tiendo a cantar canciones que me gusten o que estén a tono con mi timbre de voz, y sacando conclusiones rápidas, siempre están en mi repertorio una de Pedrito Suárez Vértiz o de Gianmarco. He comprado el libro “YO, PEDRO”; recopilación de anécdotas he historias de un hombre que ha vivido cobijado desde muy tierna edad en la música. Es difícil creer que a tan temible guerrero se le haya quitado su arma de batalla, su talento innato que lo ha llevado con inteligencia (como explica en el libro) a alejarse de los medios y del mundo social que antes lo rodeaba. Pero como es obvio, no ha podido alejarlo de ese lado artístico que ahora sabe interpretar de otra forma, más pegado a las letras. Estos últimos días he escuchado con terca insistencia una canción de antaño del gran Pedro: “No llores más”, la cual me parece el reflejo preciso de este excelente músico peruano, de este rockero que ya extrañamos. Desde el principio de la canción, con una intro en órgano o piano, hasta el mismo tono que le da, la canción guarda una añeja sensación. Y es que Pedrito antes de obtener el reconocimiento individual, lo compartió con una banda que también dejó huella en la música nacional. “ARENA HASH”, un grupo juvenil que nació en el año de 1986, tuvo como integrantes aparte de Pedro (voz y guitarra) a su hermano Patricio Suárez Vértiz (bajo) Arturo Pomar Jr. (batería) y Alex Kornhuber (guitarra). Este último, quien se aparta del grupo, da cabida a Christian Meier (piano), con el cual se consolidaría el cuarteto con todos sus éxitos. Precisamente este último, a pesar de no tener todo el reconocimiento que se merece, aportaría muchísimo a la música nacional por los muy buenos arreglos de sus discos y dejando de ser mezquinos, con los buenos temas que propuso. Christian Meier hereda al rock peruano canciones que van más allá de “Carreteras Mojadas”, y sería bueno que se den la molestia de escuchar otros temas de uno de sus tres discos, siendo el último “Once noches” el más trabajado. El tercer peruano que en los noventa salió a la luz, es hijo de dos grandes artistas por lo que no decepcionó a la familia. Un hombre que siempre regresa a “La Estación de Barranco” donde se hizo de un lugar. Gian Marco Zignago, más conocido como el ”pelao”, es sin duda uno de los cantautores peruanos más reconocidos de todos los tiempos. Desde muy corta edad, al lado de su padre, el recordado Joe Danova; empezó su romance con la música. A los doce años ya cantaba en Buenos Aires y un año después por Venezuela. Gian Marco no sólo sorprende por su calidad como cantante sino también, por su sutileza al momento de componer. Es precisamente como compositor que inicia su carrera en el extranjero, compartiendo sus temas con artistas reconocidos, de talla internacional. En el Perú, ya había conquistado corazones con canciones que en la actualidad ya son himnos nacionales. En uno de sus últimos discos, “20 años” hace recopilación de estos temas con algunos arreglos diferentes. Personalmente, es el disco que más veces he escuchado, ambos CD’s son para cantarlos desde la primera canción. Entonces, leyendo el libro de Pedrito, regresando a sus inicios, visitando a Christian Meier y encontrando videos de ambos con Gian Marco cantando muy jóvenes. Siempre he sido admirador del Rock argentino, pero nosotros también tenemos lo nuestro, con cantantes que ya son reconocidos por su trayectoria. Estos tres descritos nacieron como solistas en los 90’s y estamos orgullosos y agradecidos con ellos. Esperemos que aparezcan más, por el bien de nuestra música y todos aquellos que la sabemos disfrutar.
“Cuando recuerdes mi
piel, cuando recuerdes mis ojos,
cuando te atrape el
enojo al ver que de apoco no me quieres hablar.
Nunca vayas a pensar que
yo deseo olvidarte,
aunque de mi te
apartes las cosas mi vida no van a cambiar.
No llores más, no llores
más, no llores más
que así me arrinconas
en la oscuridad”
viernes, 9 de agosto de 2013
Otra forma de morir
“Hay que vivir con intensidad y
leer con frecuencia para escribir con pasión”. Y es como si hubiera matado a
alguien y hubiera ocultado su cuerpo en el patio de mi casa. Es como si ese
pedazo de tierra donde yace un difundo inquieto palpitara intentando que lo
hallen. Me siento culpable, cochino. Siento un cargo de conciencia que corroe
mi mente, mi alma, me mantiene en vilo. Me siento culpable de un crimen que he
cometido sin escrúpulos, sin aspavientos. Tengo una sangre fría para enfriar
otras cosas, otras personas. Siento que no lo he matado bien, que he dejado
muchas huellas, muchas evidencias tontas que me van a delatar, que van
declararme como culpable. Y es que tengo enterrado, en el patio de mi casa,
decorado con mayólicas blancas, a un joven con aspiraciones a escritor. Este
muchacho de prosa moderada ha sido víctima del desdén, del olvido. Y él,
como terco y aguerrido joven de sueños renuentes, se resistió al anonimato y
prefirió encontrar la muerte que vivir
en el olvido. El criminal, con su poca experiencia ha intentado eliminar al
aspirante a escritor con un golpe en la cabeza, con un mazazo en el cráneo. El
golpe no fue tan violento como lo había imaginado, pero bastó para desplomar al
adversario y liquidar sus aspiraciones. Por su falta de experiencia, no ha
sabido distinguir si aún sigue con vida o no, no sabe si está respirando o
liberando algunos gases propios de los muertos. Como esas dudas no lo matan a
él, ha decidido enterrarlo así como está, muerto o dormido. Ha cavado un hueco
no tan hondo (las fuerzas no le alcanzan). Lo ha arrastrado hasta el lugar que
lo acogerá por la eternidad y ha intentado acomodarlo en aquella tumba
improvisada. Ha demorado bastante en ingresar su cuerpo en ese hoyo mal hecho.
Está ubicado de una forma poco ortodoxa pero al fin y al cabo ubicado dentro de
su guarida. Ha intentado devolver toda la tierra que sacó para abrigar de esta
manera el cadáver incómodo de un joven soñador. Ha emparejado el llano de su
patio y ha revestido de manera chúcara con mayólicas escogidas con muy bien
gusto todo el contorno de su víctima. A penas terminada su labor, ha ofrecido
una pequeña oración con los ojos cerrados, los cuales cada fin de estrofa abría
para revisar que todo siguiera en su sitio. El muerto por su parte, ha dejado
un par de memorias escritas, las cuales se encuentran extraviadas en papeles,
en la web, en el tiempo. Y es precisamente, por la falta de memorias, que ha
sido sorprendido por la muerte, aquella a la que le dedicó algunas líneas.
Entonces lo ha dejado, ha dejado al el cadáver en el hoyo y se ha ido. Lo ha
olvidado con premura, intentando ocultar también su condición de sicario. El
joven agraviado ha despertado de su letargo y ha salido con cierta facilidad de
aquel cementerio improvisado y se ha encontrado con la cocina en su camino. Ha cogido
una fruta y se la ha llevado a la boca. Como todavía es de noche, y él no sabe
qué hora es, sale con delicadeza de aquella casa que lo ha acogido
temporalmente. Ha llegado a su casa, no se ha bañado. Hace tiempo no le pasaba
algo tan jocoso. Se ha tomado el tiempo para servirse un café. Ha encontrado su
vieja computadora y se ha puesto a escribir. Lo hace como antes, con un cariño
misterioso, sin saber por qué. No ha muerto, pero siente como si hubiera
resucitado, revivido. Como si hubiera regresado del más allá. – Hay otras maneras de morir – piensa mientras
le da otro sorbo al café que ya está frio. Yo, el criminal sin sueldo, el
asesino mediocre, he decidido enterarme de la verdad de las cosas mediante este
relato, arrepentido de mis actos pecaminosos y avergonzado por ser tan
ineficiente. Felizmente el escritor aparentemente no es tan rencoroso, y a la
fecha no ha denunciado el intento nefasto de acabar con él. Su única venganza
ha sido relatarlo, minimizando el acto y burlándose de torpeza.
miércoles, 26 de junio de 2013
Cuando la sangre corre
jueves, 13 de junio de 2013
Promesas
Le prometí que cuando tenga mi
carro ella iba a sentarse de copiloto, a mi lado. Le prometí que la iba a sacar
a pasear. Le he prometido tantas cosas que tengo que hacer un esfuerzo por
recordar los pendientes e intentar cumplirlos. Lo último que le prometí fue
viajar a Tacna, a visitarla. Se lo anuncié con semanas de anticipación. Ella,
con todo el amor que la posee cuando se trata de mí, preparó algunos platos que
engrían mi paladar. Como ya es costumbre, incumplí a la promesa y no viajé. Se
quedó con los crespos hechos, con las ganas de verme. Se aguantó sus cariños,
sus ganas de darme un beso. Se aguantó no verme una vez más y decidió, como
pocas veces, venir a visitarme. Parada en la puerta de la empresa en que llegó,
con dos maletas acompañándola antes que la recoja. Ella me espera como la más
fiel de las novias y yo llegó tarde, con el desamor que últimamente me
caracteriza llego tarde. Se sube como puede, se sienta a mi lado, de copiloto.
Ella siempre recuerda la promesa de ser mi copiloto. – ¡Mira! – me dice
mientras me muestra una sonrisa juguetona. Se ríe con dulzura. Me acaba de
enseñar el trabajo final después de largas citas con el dentista, me muestra su
nueva sonrisa y me obliga de la manera más sublime a sonreír también. Se queda
poco tiempo, esta vez no quiere visitar a nadie que no sea yo. Ella ha venido sólo
a traerme lo que no pude comer en Tacna. Me ha traído amor en forma de comida y
no ha dudado ni un segundo en hacerme llegar su cariño. Una de sus dos maletas
está cargada con potajes benditos, con aquellas cositas ricas que sabe bien que
me gusta. Comemos. Hace un festival gastronómico en la casa y yo quiero comer
un poco de todo. Me dice, una vez terminado el almuerzo, que no quiere salir,
que no me preocupe por ella, que quiere dormir. Me echo a su lado, como en los
viejos tiempos. No hay nadie en la casa, nos envuelve un silencio pleno que
contribuye a que nos quedemos dormidos, juntos, como en los viejos tiempos,
como en aquellos viejos tiempos. Dormimos mucho y he recuperado la felicidad
que me invadía de niño, cuando dormía todas las tardes, cuando la tenía más
cerquita. Me he olvidado sin querer de cualquier preocupación que me obliga a
comportarme como adulto. Despertamos y la invito a pasear. Mientras manejo,
mientras cumplo mi promesa al sentarla a mi lado, escribo mentalmente estas
líneas. Me habla de todo, como si hubiera guardado sus historias para mí. A
veces pierdo el hilo de la conversación y no sé exactamente de qué me está
hablando. Me cuenta de las misas a las que acude, de los curas y sus anécdotas.
Me cuenta de la familia, que todos están bien, pero más viejos. Cuando la
recogí se demoró dos segundos en fiscalizarme y su conclusión es que estoy
barrigón, con poco cabello y que me está saliendo barba, por fin me está
saliendo barba. Ella no sabe dónde estamos, no sabe a dónde vamos pero es feliz
porque yo, su único hijo, está a su lado. Mi mamá me ama sin dudas, sin
complicaciones, sin quejarse. Nunca vi a nadie que ame con tanto
desprendimiento. Mi madre me ama ciegamente. Es mi fan número uno, presidenta
del club. No dudaría en dar la vida por este flaquito barrigón, con poco
cabello. Mi mami sólo ha venido por dos días porque se antojó de verme y viajó
a mi encuentro. Cada vez que la veo y me recuerda que fui alguna vez un bebé,
su bebé, viajo en el tiempo. Recuerdo que de pequeño me enseñó entre muchas
cosas, a apreciar la música, a escucharla. La primera canción que me hizo
estudiar fue “Penélope”. Ahora, después de muchos años y sin que ella lo
recuerde, me empieza a explicar nuevamente esa canción. La chica que se
enamoró, el chico que se fue prometiendo volver. La angustia de la chica, una
angustia que la llevó a la locura. El chico que vuelve después de mucho tiempo
y ella que no lo reconoce. Yo soy la versión masculina de Penélope, el que inconscientemente
espera que vuelva, volver a verla. En su
ausencia me olvido de muchas cosas, me gana la locura. Pero al verla recuerdo
todo. Recuerdo las promesas pendientes, todo aquello que tengo que hacer para
intentar devolverle el amor puro que sabe entregarme. Yo no hubiera conocido el
amor si no fuera por ella. Yo no hubiera podido asegurar que fui amado después
de morir si ella no fuera mi mamá. Me ha servido nuevamente comida, algo que ha
traído para mí desde muy lejos. Termina de atenderme y se va a dormir, a
descansar, a rezar por mí y dar las gracias por un día más de vida. A veces la
vida no es justa, todos nos quejamos a favor nuestro. El peor de los hijos
tiene a la mejor de las mamás. Soy feliz, cuando ella está a mi lado soy feliz.
Yo amo a mi mami. Yo la amo porque ella, me enseñó a amar con el ejemplo. -“El
amor de madre es el más cercano al amor de Dios” - escuché alguna vez. Puedo dar fe de eso.
jueves, 6 de junio de 2013
El Insano
Primero voy al dentista. Hace
mucho tiempo no visito una casa odontológica, puedo asegurar que son más de
diez años que no reviso mi dentadura y la expongo a curaciones evidentemente
necesarias. Abro la boca y empieza a introducir objetos en mi boca, empieza a
indagar, a urdir entre mis dientes. Los dentistas tienen numerados nuestros
dientes. Sólo dice el número de la dentadura y da un comentario, su asistente
apunta. – La 36, hasta las huevas. La 38, jodida. La 28, hasta las patas. La 26,
cagada. – Una por una empieza a menospreciarlas y creo que decidirá
sacrificarme para que no sufra. Es así que hago el pago total del tratamiento,
más de diez curaciones a realizar en mi boquita de caramelo. Recuerdo a un
primo odontólogo, allá cuando tenía once años. Era de esos dentistas despiadados,
de esos que te hacían ver a Judas calato (siempre me he preguntado por qué a
Judas, por qué calato). Con unas herramientas lacerantes me hacía llorar del
dolor. Luego me pedía que me enjuague la boca y yo escupía sangre. Supongo que
por eso tengo recuerdos ingratos de los dentistas. Este es un doctor joven, en
un centro odontológico decente. Me trata con sumo cuidado, siempre
preguntándome si me molesta. Me coloca la anestesia que yo quiero para no
sentir dolor. Yo le pido que no me coloque anestesia local, que quiero
anestesia general para descansar. Ando muy fatigado, no sé qué me pasa. Mientras
el odontólogo me interviene yo duermo, duermo con la boca abierta. Despierto
con mis propios ronquidos y el doctor parece burlarse. Puedo dormirme en media
maratón. He asistido como a cinco citas y mi boca casi está repuesta en su
totalidad. El dentista muy amable me recuerda que me debo de lavar la boca
seguido, que debo utilizar implementos que ayuden a conservar los huesos de mi cavidad
bucal. Inmediatamente corro a medicina general. Tengo una tos matutina que me
ataca con arcadas incluidas, que me hace lagrimear. El doctor me pide que abra
la boca. Yo contento enseño mis dientes perfectos y obedezco. Él es uno
de esos doctores antiguos, de los que te revisan todo, de los que te toman el
pulso con su reloj, de los que te revisa los oídos y te mete esa paletita de
madera a la garganta para auscultarte. Me indica que tengo la garganta irritada,
luego estornuda. Me río y le digo que debería asistir a un doctor por su tos,
él no se ríe. Para cambiar de tema le comento que me duele mucho la espalda,
que ya van varios días. Me revisa también la columna vertebral y me golpea de
forma extraña, originando un sonido raro con mi cuerpo. Me indica que necesito
muestras de los fluidos de mi garganta y que me haga una radiografía. Todas las
muestras se toman a partir de las siete de la mañana. Al escuchar el horario de
atención siento nuevamente que desfallezco y empiezo a sentir mareos. El doctor
aplica técnicas de primeros auxilios para reanimarme. En recepción me indican que para el cultivo
con muestras de mi garganta debo de asistir sin lavarme la boca, y para la
radiografía en mi columna debo de estar en ayunas y con el estómago limpio, es
por eso que me aconsejan comprar un laxante para liberarme de residuos. Compro
la pastilla, la tomo con temor. Yo no me medico así nomás, yo no ingiero
pastillas muy a menudo; por eso tengo temor de los resultados, de lo que pueda
ocasionar. Llego a mi casa, me lavo la boca como me indicó el odontólogo. Tomo
esa pequeña pastillita y avizoro que me levantaré por la madrugada corriendo al
baño. Me echo a dormir, dejo la puerta del servicio abierta para no encontrar obstáculos
para cualquier evacuación inesperada. Son las seis y media de la mañana.
Recuerdo que el doctor me pidió que no me lavara la boca. Recuerdo que le juré
por mi mamita al odontólogo que me lavaría los dientes todas las mañanas. Estoy
en un dilema, ambos doctores me comprometieron y a ambos les prometí que cumpliría.
No me lavo, subo al carro con mi boca cochina para los análisis de escupe y
manejo presuroso. Mientras conduzco se me cruza un taxi, me cierra la pasada y
me da ganas de insultarlo, de arrojarle una grosería, total, no me he lavado
los dientes por lo que cabe la mención de que soy un boca sucia. Llego al
laboratorio, me atienden rápido. No me dijeron que me sacarían sangre, no me
gusta que me saquen sangre. Pongo algo de resistencia pero cedo, siempre cedo
al final. Ahora abro mi boca y me meten
un hisopo que me provoca vomitar pero no vomito, no tengo qué, no he tomado
desayuno. Luego corro a que me saquen la radiografía. Me piden que me quede en
paños menores y empiezan a tomar las muestras. Me toman especie de fotos en
diferentes posiciones y algunas poses me gustan, espero que las suba al Facebook.
Me visto. Presiento que algo se me olvida. Me voy a trabajar a penas salgo de
la clínica. Mientras laboro hago remembranza de lo acontecido, de lo venido a
menos que está mi salud. Ya estoy viejo. Paro cansado todo el día, con achaques
múltiples que se han ensañado conmigo. Con pérdida de memoria, escalofríos. Son las doce del mediodía y esa sensación de
que algo se me olvida queda descubierta con una flatulencia inesperada. El
laxante recién hizo efecto.
martes, 14 de mayo de 2013
Los que duermen
Siempre he tenido sueño, siempre tengo sueño. Cualquier época del año es buena para invernar. En épocas donde entendía que una buena manera de olvidar las cosas, curar enfermedades y encontrarme a mí mismo era dormir, no despertaba antes de las once de la mañana. En esas épocas mozas donde vivía feliz no era tan difícil leer, escribir, sonreír y soñar (literalmente soñar). Esta semana, en que decidí olvidarme de todo, he vuelto a probar de aquel afecto por las almohadas, de aquella dependencia del colchón. He regresado a las buenas costumbres de entregarme a Morfeo sin mirar el reloj, sin ser esclavo de ninguna alarma ni cualquier preocupación que me obligue a levantarme de la cama y salir a las calles donde las cosas siempre son más peligrosas. En una semana recobré lo que no ejercitaba hace un muy buen tiempo. (Porque dormir para mí es un ejercicio por el cual pude haber destacado y ganado alguna olimpiada si se premia esta competencia). Por problemas existenciales que me obligan a trabajar es preciso levantarme a las siete y cincuenta de la mañana como máximo para asistir a mi centro laboral. Es preciso también estar lúcido después del baño por lo que tengo que conducir mi humilde vehículo. Es un trauma diario despojarme de las sábanas, abandonar mis almohadas recientemente babeadas y despreciar ese calorcito acumulado toda la noche anterior. Y desde que practico este mal hábito de evitar la felicidad plena, he mandado a un sueño profundo, eterno, oscuro a algunos personajes que habitaban en mí. Está en estado de coma profundo aquel jovenzuelo que acostumbraba tomar por asalto uno que otro libro al mes y entregarse al buen arte de la lectura. Ha sucumbido al olvido el muchacho que producto de una buena lectura, veía a bien intentar escribir y subir sus impertinencias a un blog que es por ahora el cementerio de sus recuerdos. Se ha perdido sin dejar rastro el chico que jugaba fútbol, que gambeteaba algo más que oponentes para conseguir el objetivo del gol del triunfo. A quedado postrado el noctámbulo afiebrado que intentaba encontrar de noche todo aquello que de día había sido esquivo. Ha pasado a mejor vida el niño que soñaba, que soñaba sin necesidad de dormir. Estos y algunos otros que ya no recuerdo figuran en una lista resignada de personas desaparecidas, las cuales esperan un milagro o un programa televisivo que les permita retomar sus sueños y ser encontrados. Es importante mencionar que todos los personajes citados fueron vistos por última vez de noche, cerca de mi cama, con ropas ligeras y no dejaron huellas antes de partir. Corresponde reconocer que soy el testigo más importante si es que se iniciara algún tipo de investigación, por lo que guardo total compostura ante cualquier declaración porque podría ser usada en mi contra. A estos muchachos nadie los ha reclamado, por lo menos no con denuedo; pero cabe mencionar, que a pesar de sindicarme como autor intelectual de sus desapariciones, soy el que más los extraña. Esta semana han venido a mi cabeza uno por uno, con detalles importantes y cruciales si es que se intenta encontrar por lo menos sus cuerpos sin vida. Han venido a mí especies de epifanías con respecto a sus paraderos. He decidido adentrar en el bosque frondoso de mis sueños para buscarlos, para intentar rescatarlos; para darles descanso eterno si es que han fenecido. He decido aumentar las horas de búsqueda y dormir lo que sea necesario para dar fin a esta noble causa. Es preciso reconocer que los dones que han sido brindados por algún Dios misterioso, si han sido dominados, no se pierden del todo. Yo pude haber sido medalla de oro durmiendo, pude haber obtenido alguna distinción importante si es que se diera por esta competencia, arte sublime que significa babear abrazado a una almohada, en estilo fetito acurrucado en 5 metros de frazadas, sin obstáculos. Alguna vez fui feliz plenamente junto a los muchachos que hoy intentaré rescatar del olvido. Alguna vez fui una mejor persona cobijado por sábanas redentoras a las que hoy convoco. Alguna vez soñé delicioso de noche para poder soñar también delicioso de día. Soy un mejor tipo cuando duermo, lo he descubierto. Estoy pronto a rescatar de un sótano oscuro y desolado a unos muchachos que han sido secuestrados por el tiempo y aunque muchos dan por fallecidos, todavía hay gente que los espera: yo. Es momento de dormir…
martes, 9 de abril de 2013
Fuiste tú
martes, 5 de marzo de 2013
La playa
No me gustaba la playa, lo
recuerdo muy bien. Prefería mil veces una casa en medio del campo, rodeado por
árboles entre la caca de las vacas y los mosquitos insaciables. Cuando iba a la
playa me olvidaba del mundo y corría como loco. A pesar de que me embadurnaban
en bloqueador y usaba polos, terminaba rojo como un camarón (siempre usaron esa
expresión). Ser blanco no te hace más importante, te hace débil, lo sé yo. Los
únicos días que exponía mi piel a los rayos del astro rey, eran en épocas
veraniegas. Mostraba sin pudor las venitas que sobresalían, mis tetillas
empequeñecidas y mi ombligo saltarín. No me metía mucho al agua porque estaba
helada y porque no sabía nadar (ahora tampoco). Miraba asombrado a avezados
nadadores que se sumergían en las aguas como focas y nadaban hasta el fondo, hasta
donde no se divisaban y rezaba por si acaso, por si no volvían. Pero nunca fui
testigo de una desgracia, pues cual José Olaya, regresaban a la orilla
victoriosos. A mí me revolcaban las olas más pequeñas y tragaba litros de agua
salada que seguro alguno de esos valientes nadadores había meado. Mi madre siempre
dijo que la playa era más limpia que la piscina, entiendo por qué. Después de
haber sido libre como las mismas gaviotas, regresaba a casa por la noche a
sufrir los estragos de ser albino. Mi madre me disfrazaba de ensalada y me
ponía tomates por todo el cuerpo. Me untaban cremas que no ayudaban y me daban
un baño que no sabía calmar el dolor de ser blanco. Luego del bronceado asesino
al que sobrevivía porque no era mi hora, procedía a la muda de piel. Tardaba días
de días en terminar de pelarme y regresar a mi color natural, color papel bon.
Odiaba la playa. Yo quería que compren una casa en el campo y que veraneemos
ahí, lejos del mar. Con el tiempo me resigné a la idea del tomate por la noche
y empecé a cuidarme un poco más, a refugiarme discretamente en la sombrilla y
mostrar mi piel con cuidado. Al adiestrarme en el arte de no quemarme, entré en
el problema de no ostentar un cuerpo digno de la playa. Mi delgadez me confinó
a usar prendas que disimulen la falta de músculos y a utilizar más ropa de la
necesaria. Aprendí a nadar por necesidad. Me arrojé a la corriente marina
persiguiendo a unas chicas que me hacían señales desde el fondo pidiéndome que
las alcance. Llegaba a penas, peleando contra la marea, tragando mil de agua
salada, pero llegaba. El regreso era más fácil, sólo me hacía el muertito y el
mar sabio, se encargaba de devolverme. “No le tengas miedo al mar, pero sí
mucho respeto” – me dijeron alguna vez. Hice las paces con la playa un verano a
los doce años; un verano en que me quedé un mes confinado a escuchar las olas
golpear por la madrugada sin poder dormir por temor a un maremoto. Juro que
escuchaba a las olas acercarse y que sentía hasta los pies humedecer de miedo.
Aquel mes entendí que lo mejor de la playa no se encuentra al medio día y bajo
el sol; lo mejor de la playa está por las noches, a la luz de la luna. Caminaba
un buen tramo hasta una canchita de fútbol donde se juntaban chicas lindas y
chicos de mi edad. Si algo hice discretamente bien, fue jugar al fútbol. Eso
hice, matar mis penas con una pelota, al compás de los gritos de aquellas niñas
lindas y bien bronceadas, que sabían corresponder a mis jugadas peloteras. Terminaba
el partidito y regresaba a casa, esperando que nunca amanezca o que se haga de
noche rapidito para regresar a meter un gol. Aquellas noches duraron poco,
puesto que las chicas se cansaron de ver a un pequeño rubiecito y decidieron ir
a besarse al oscurito con sus chicos guapos. Yo regresé a la casa que
alquilamos y me encerré a contemplar atardeceres apoyado en la ventana que daba
al mar. Tengo que aceptar que ese verano descubrí los encantos del sol, el mar
y la arena que siempre se metía en mis calzoncillos. Ya más crecidito y
acudiendo a la playa para festejar año nuevo, empecé a disfrutar un poco más.
La playa permitía ver a mis amigas en prendas menores que mostraban sus dotes
de mujer. Acudir a la orilla ya no incurría en dolores por insolación. A pesar
de desenvolverme un poco mejor bajo el astro rey, siempre vi con mejores ojos a la
playa por la noche. Echado en la orilla, mirando un cielo llenecito de
estrellas. Intentar pedir un deseo con las estrellas fugaces y sobre todo si el
deseo aquel estaba echada al lado mío. A pesar de mis aventuras playeras, nunca
tuve un amor de verano que sepa recordarme aquellas temporadas con melancolía.
Nunca procuré un beso inolvidable próximo a la orilla. Hasta hace poco, escapándome
un fin de semana de la rutina que implica trabajar, descubrí que podría vivir
frente al mar. Me encantaría poder quedarme otro mes entero mirando las olas ir
y venir una y otra vez. Echarme en la oscuridad de la noche mirando un cielo
despejado e iluminado. Me encantaría quedarme un par de días corridos echado al
atardecer, sin sombrillas, bronceando mi cuerpo poco a poco. Me gustaría
veranear de verdad, y no un fin de semana. Caminar por la orilla remojando mis
pies, mirando el sol morir en un mar infinito en el cual nunca podré perderme. Me
gustaría que mis hijos tengan la oportunidad de hacer una sana costumbre todos
los veranos y no sufran lo que yo sufrí. Que aprendan a correr olas y que se
metan al mar sin que la primera ola los revuelque. Me gustaría casarme en
alguna playa, al atardecer, con pocos invitados. Me gustaría alquilar una casa
de playa todos los veranos, siempre en una playa distinta. Echarme en una perezosa,
tomar una cerveza helada. Me gustaría que el mar lave el tiempo en mi piel, que
el sol maquille las marcas de una vida que pasa rápido y dormir en la arena sin
temor de ver un reloj. Caminar descalzo, con el torso descubierto. Mirar
atardecer y por las noches, intentar pedir el deseo pendiente. Con el tiempo he
descubierto que al niño viejo si le gusta la playa, y que incluso, a veces, se
le antoja que lo disfracen de ensalada.
martes, 26 de febrero de 2013
El camino que no elegí
Entré al banco que conduce un cuy
en el año 2008, lamentablemente no tuve la oportunidad de ser entrevistado por
él, de conocerlo personalmente y escuchar su particular manera de hablar. Recuerdo
aquella mañana de verano en que dejé un par de papeles que acopiaban
información dudosa sobre mí. También recuerdo que adjunté una foto tamaño carné
que mostraba a un jovencito de mirada inocente y de peinado particular. Recuerdo el terno que nunca fue mío así como el cuerpo que sostenía
mi cabeza, un cuerpo que también tomé prestado. Si la elección de aquella
convocatoria se hubiera regido única y estrictamente por la foto, seguiría
desempleado. Dejé todos aquellos papeles chapuceros, impresos de manera improvista
y sin el menor optimismo. Los dejé sin imaginar que quizá aquella acción sería la
que cambió mi vida con mayor intensidad, la que me obligó a tomar un camino que
necesariamente no escogí pero del cual, todavía, no me arrepiento. Lo primero
fue capacitarme. Me llevaron lejos de todos, en verdad muy lejos. Nos
depositaron en un club enorme que nos alejaba de la civilización, que nos
confinaba a fumar alrededor de la piscina en conversaciones que nos salven de
la monotonía del día a día. Comenzábamos muy de madrugada, cuando el sol
todavía no terminaba de alojarse en un cielo limeño donde el astro rey siempre se
hace esperar. Desde el vamos se peleaba por ocupar una ducha, y se rezaba con
una fe inusitada porque caiga agua caliente que suavice el frío capitalino. Se
escogía la camisa y corbata que nos acompañaría por lo menos unas doce horas
hasta regresar a esa cárcel con lujos limitados. Se corría al comedor a meterse
algo a la boca, tratando de cumplir con la obligación de alimentar un cuerpo
que no sabía ya de retozos dignos de un ser humano. Luego de engullir algo al
azar, depositábamos nuestra humanidad en un bus austero que durante una hora de
viaje, se convertía según sea el caso, en un hostal para los enamorados o en un
hotel para los que buscaban sosiego. Era el lugar donde nos sentíamos más libres. Ese
bus en su hora de recorrido servía de refugio para lo que el placer proponga. Esa
capacitación reunía gente de todas partes del país y nos ilusionaba con la idea
de haber ingresado al mejor trabajo del mundo. Nos indujeron a dibujar una
sonrisa imborrable en nuestros rostros, sobre todo para cualquiera que se
definiera como cliente. No adoctrinaron en el arte de la falsa educación y
cultivaron sin reparo, el miedo a perder dinero que obviamente tendríamos que
reponer; y a estar dispuestos a cualquier tipo de juerga improvisada que
pudiera presentarse. Ingresamos incrédulos al que también llamaban “el banco
del amor”. Quien no besó a alguien de su entorno laboral, simplemente no
trabajó en el banco. Se entremezclaron unos contra otros en variadas oportunidades
y ocasiones. Se inventaron amores y romances, roces y coqueteos. Todos los
grillos metidos en una misma olla. Pasé dos años y medio contando un dinero que
nunca fue mío. Conocí gente a la que hoy recuerdo con cariño, otros pocos me
siguen acompañando incondicionalmente. Tuve la oportunidad de ascender y ser
enviado nuevamente a una capacitación. Esta vez nos encerraron en un hotel
putanesco que permitía besos, abrazos, roces, infidelidades y borracheras.
Aquel hotel de nombre casquivano guarda secretos que prefiero no conocer pero
sin embargo, imagino casi al detalle. El banco que rige un cuy adinerado,
también me permitió iniciar un camino de independencia personal. Me compré todo
lo que me hizo falta y me permitió conocer el valor del dinero en toda forma y
sentido. Me abrió las puertas de una vida que planeé de manera discreta. Me
permitió algún tipo de desarrollo y me sigue formando ambiciosamente en propósitos
alejados de la humildad. El banco compró mi libertad y me volvió esclavo suyo.
Con este trabajo del cual sigo aprendiendo mucho, perdí inocencia y alejé al
niño que todavía vivía en mí. Adopté una posición de adulto responsable y castigué
algunos sueños que todavía avizoran en la penumbra. Aquel banco de reputación
ostentosa y de ambiciones descomunales, me permitió crecer. Estoy a punto de
cumplir cinco años en un lugar que considero mi casa. He firmado un contrato
que me reconoce miembro de ese hogar, y recuerdo, que la última familia a la
que pertenecí, aquella que casualmente dejé en el año que me integré a ésta, en
su momento me obligó a escapar, a huir despavorido. Todos los recuerdos en esta
ciudad, las anécdotas más risibles, los peores momentos, las metidas de pata,
los aciertos milagrosos, los amores y desamores, los bienes que poseo… se los
debo todos al banco, y se los debo con una tasa de interés especial.
martes, 15 de enero de 2013
El diablo en mi corazón
Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser
como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y
entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal
manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. Y si repartiese
todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para
ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve.
El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es
jactancioso, no se envanece;
no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se
goza de la injusticia, más se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree,
todo lo espera, todo lo soporta. Corintios 13
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