martes, 8 de abril de 2008

Como un insecto

Me subo al taxi tratando de ocultar mi mala gana. Estoy enfadado porque me han levantado temprano, porque veo a mi tío obsesionado con la vida de apicultor, porque está contento por el hecho de que mi madre y yo (quien me convenció de una manera poco ortodoxa) lo acompañaremos, porque tendrá la oportunidad de volver a ordenar, como en sus tiempos de milicia. Llegamos a aquel conato de chacra. El sol pega aún con mesura. Nos equipamos, nos ponemos aquella mascarilla particular en forma de caja, con aquellas rejillas que impiden el contacto con las abejas furibundas y renuentes. Mi tío nos apura, vocifera sus órdenes con autoridad draconiana. Yo me aparto un poco, no quiero molestar a las abejas agresoras y víctimas a la vez, luchando feroces por defender a su reina, su panal, su miel. Me siento poderoso, invencible, imbatible viendo volar esos insectos alrededor mío, intentando hacerme daño, golpeando con furia mi mascarilla. Veo miles a mí alrededor y me río, gozo con mi magnificencia. De pronto, entre tantos zumbidos, reconozco uno muy cercano, peligrosamente cercano. Abro mis ojos y observo a una infeliz abeja volando dentro de la mascarilla, veo su sonrisa burlona, su mirada amenazadora. No lo dudo. Me saco la mascarilla, trato de evitar aquel piquete venenoso y corro, corro despavorido al saber que mi poder a sido quebrantado, vencido; ahora me persiguen cientos de abejas y lejos de sentirme la reina, presiento lo peor. Corro por la tierra, me meto entre los matorrales, las abejas no se despistan; me lleno de polvo gritando obscenidades, frases macarrónicas en contra de la reina. Pareciera que las abejas me entienden, me atacan con mayor virulencia, con mayor maldad, enredándose en mis cabellos. Exhausto, no puedo más, caigo rendido sobre la tierra, caigo bruscamente. No pierdo tiempo y alzo mi cuerpo constriñéndolo a seguir corriendo, huyendo como un loco. Las dueñas de aquel lugar me socorren, me avientan agua en baldes; me auxilian y me acogen en una ramada. No paro de acezar, sintiendo los aguijones en mi cabeza, sintiendo algunas abejas aún en mi cabello. Ahora es mi madre quien corre en mi auxilio, desesperada, preocupada. Me siento mal, el pecho se me cierra lentamente, me aquejan mareos, me encuentro en un estado de debilidad, enteco. Mi madre me lleva de emergencia al hospital. Mis zapatillas empolvadas, mi ropa mugrienta, mi aspecto desgreñado, despeinado, palidecido. Un doctor joven me atiende, ordena una inyección tras unas breves preguntas. Reconozco entre aquellas practicantes que me ven con curiosidad a una mujer con la que coincido en el gimnasio; a ella se le nota los efectos generosos del ejercicio, no como a mí, que sigo siendo un alfeñique. Mientras me ponen esa inyección siniestra, pienso en una venganza pronta, en la idea vergonzosa de que un insecto pudo haberme matado, vencido, doblegado. El doctor receta un par más de inyecciones con aquel gelatinoso antídoto. Yo empiezo a dudar de aquel remedio drástico, creo que prefiero sucumbir al veneno. Salgo con sorna, apocado; salgo derrotado y con la nalga adolorida, poco acostumbrada a estos avatares. Subo al taxi aún con mareos. Cierro la ventana presuroso; si una abeja se metió en mi mascara, por qué no al taxi.

martes, 1 de abril de 2008

Los días que pasan

Nuevamente ando sumergido en el desgano; exangüe y enteco siento morir inútil. Mis ganas de estudiar son tenues, también las de escribir. Hace falta una presencia femenina en mi vida, algo de lo cual nunca he padecido puesto que a mi lado, por lo menos, ha estado mi madre. La gata que tiene mi primo como mascota, a veces, llena ese vacío femenil. La miro lamerse las patas con delicadeza, con impertérrita beldad, la miro con ternura y siento que me estoy enamorando de ella. Luego de la gata, en la casa, lo más femenino soy yo. El hecho de comer tanto pollo (y sus poderosas hormonas) me han hecho un ser melindroso. Leo un libro del aburrido Vargas Llosa, lo encuentro genial, no paro de leerlo; habla de un amor ladino, emocionante, enfermizo, fiel y yo envidio al personaje, a Ricardo Somocurcio y su “Niña Mala”. Escucho canciones que me devuelven al ayer y me acuerdo de mis amores, en especial de aquellos que inventé, que nunca tuve y sin embargo extraño con avidez, con ternura, con melancolía extrema, pidiendo que regresen y no me dejen nunca. Pienso en tocarme pero no puedo, algo me lo impide, no me encuentro tan atractivo ni sensual, me veo poco epicúreo y entiendo a las mujeres respecto a mí. Como Toffees como loco, hay una bolsa entera que mis primos no tocan, seguro han caducado. Me veo al espejo y observo como crecen molestos vellitos en mi rostro, lejos de formar una barba viril, se posan en mis mejillas y yo los escamoteo con cuidado. El dinero se hace agua y entiendo lo difícil que es mantenerse estable económicamente; me convenzo en ser un hombre soltero toda mi vida, no quiero tener hijos. Mi libretita de Memorias Impopulares se está consumiendo y me entristezco; no creo que me quieran regalar una tan bonita como ésta otra vez o por lo menos que pueda encontrarla en alguna librería por aquí. Cuento mis travesuras con efusividad a los pocos que me escuchan: se ríen, gozan pero también sienten al tipo díscolo y abyecto que soy; luego me miran con aire peyorativo. Me mato pensando si soy un tipo tan procaz como para intentar cambiar, presiento que esa es la imagen que dejo y ya gozo de los privilegios del averno. Trato de no preocuparme, intentar ser un tipo bonachón, educado y conspicuo. Abrazo a la gata, le hago cariños y me convenzo de mi amor. Me acerco a su oído y le pregunto si quiere ser mi chica.