miércoles, 28 de mayo de 2014

Misterio


Juro que odiaba ese lugar, ¡lo detestaba! Y caí en sus polvorientos terrenos porque era parte de mí andar pasar por ahí, aprender. No recuerdo en qué momento acepté la loca idea de soportar tres años de mi adolescente vida concurriendo a un lugar lejano, donde no me hallaba, donde no me sentía bien. Tampoco recuerdo en qué momento me resigné a él y aprendí a conllevarlo. Pero sé que en ese proceso tedioso, en esa transición dolorosa me acompañaste he hiciste todo menos latoso. Cuando te vi por primera vez provocaste un sentimiento de miedo, de respeto a la vida humana, sobre todo a la mía que se sentía amenazada por tu presencia corpulenta, por tus greñas desordenadas y tu pinta de matón. A pesar de esa desavenencia visual, recuerdo también, que no demoramos mucho en congeniar. Quizá mi instinto de sobrevivencia me invitó al diplomático arte de sociabilizar contigo, contigo y un par más de personas que me inspiraron confianza. Con el pasar de las semanas y al enterarme de tu excelente capacidad de diferenciar entre los buenos equipos y los demás, te afiancé como “Misterio”, el antihéroe de la Trinchera Norte que en esas épocas era famoso por una serie de televisión. No sé si te consolidé como tal, pero escuché que algunos te llamaban  así, a pesar de que eras todo lo contrario a ese personaje matón y agresivo. Como Misterio te hiciste mi amigo y a los pocos meses ya estábamos bebiéndonos la vida (o por lo menos yo) en la noche más fría del año, en una verbena distante y peligrosa. Combinamos vino con Coñac y mi viaje al hoyo negro del desvarío no tardó mucho. Me perdí entre el frío de la noche y vomite entre las sombras que la madrugada otorgaba. Tú, con un par de meses de habernos conocido y con la virtud del buen amigo, atinaste a acompañar mis regurgitaciones y dejarme en mi hogar salvo y sano de los peligros de la calle, más no de la ira de mi madre que fue peor que la resaca. En el instituto polvoriento en el que nos conocimos, mi suerte hubiera estado echada si no fuera por las innumerables veces que me permitiste plagiar, exponer con mi verbo chapucero, y las veces que accediste, incluso a regañadientes, en ponerme en tu grupo de trabajo. Tú y el Niño Ardilla al que le mando saludos, hicieron de este ignorante en la computación un tipo que difícilmente reprobaba un curso, si es que llegué a hacerlo. Pero tus conocimientos en la materia no te volvían un tipo aburrido. Muchas veces, terminábamos en el taco de al frente, jugándonos un par de mesitas. Tu golpe endemoniado a la billa, durísimo para mis delicados y sutiles disparos, te hacía un imponente rival. No siempre, me ganaste; como todo, le agarré la maña y me di el gusto de vencerte un par de veces. También nos escampamos un par de oportunidades a jugar Winning Eleven en aquel Play Station II que estaba de toda moda. Ahí si déjame argumentar que nunca me ganaste, te demostré que para algunas cosas podía ser aplicado. Ya después de la catana te desquitabas con las billas donde dejabas todo parejo. Jugamos un par de campeonatos juntos y no sé si llegamos a imponernos en alguno, lo que si recuerdo es que yo era la vedette del equipo con mis regates y el buen fútbol que practicaba por esas épocas y tú eras el arquero indiscutible, con el que nadie quería chocar. Celebrabas mis goles, nuestros triunfos con la pasión que el mismo “Misterio” demostraba en aquella serie popular. Era mejor jugar en tu equipo que en el contrario, porque mucha gracia no te hacía cuando te metía algún gol, menos si este era de buena factura. A pesar de algunas excepciones minúsculas, siempre jugamos juntos, yo en tu equipo y tú en el mío mi querido “Misterio”. Egresamos juntos de aquel alejado lugar que volviste afortunado. Después de muchos años nos cruzamos en un supermercado donde trabajabas eficientemente como supervisor y prometimos volver a vernos. Así fue, viniste por acá, por donde yo me había asentado y te visité en aquel hospital concurrido, donde pensé verte consumido por aquella mortal enfermedad que te había atacado. Temeroso de tu situación te llevé unos bocaditos que camuflé entre mi abrigo y antes de verte, escuché tus carcajadas, eras tú. Tu semblante mejor que el mío, y tus ánimos por el cielo. Me conversaste como si me hubieras visto ayer y sonreíste más de lo que yo lo había hecho ese último mes. Salí con la satisfacción de verte y sentirte bien. Días después me dijeron que tu situación estaba bastante complicada y mi última visita en aquel nosocomio, fue enterarme que sería un milagro tu mejora. El milagro eras tú buen amigo, que siempre tenías la sonrisa dibujada en tu cara y una frase alentadora. Tus mensajes en las mañanas invitándome a ser feliz, a olvidarme de mis estúpidos problemas, jamás tocando el tema de tu enfermedad, alentándome como si yo te necesitara más que tú a mí, aunque esa fuera la impresión que me acompaña ahora.  Pasó un buen tiempo para que podamos coincidir nuevamente, nuestro contacto relativo era mediante una llamada cada cierto tiempo, tus mensajes alentadores por las mañanas o tu presencia las veces que me animaba a rezar. Poco a poco este ingrato fue perdiéndose en su rutina, en sus problemas infantiles y a pesar de mi intento de verte aquella vez, sólo pude hacerte llegar ese último antojo que me sugeriste y llegué a complacer tristemente, como si te entregara un pago material por mis ausencias injustificadas. No te vi, tu mamita me lo agradeció de corazón, como si fuera el amigo incondicional. Me mandaste un mensaje caluroso agradeciendo tan insignificante gesto. Todo ese camino sombrío que te tocó transitar Miguelito, los iluminaste con tu fuerza, con tus ganas, con tu buen ánimo, siempre predispuesto a compartirlo. Hoy leo el muro de tu página social, y eso que irradiaste de manera ejemplar durante todos estos meses, se ve reflejado en cada mensaje que te acompaña, allá donde estés. Para mi serás siempre “Misterio”, hincha fiero de la Crema, valiente y aguerrido compañero de batallas. Lamentablemente nadie le gana la guerra a la muerte, pero  en vida, como un soldado de la luz, te condecoramos todos los que te conocimos. Ya nos veremos Miguelito, y jugaremos una mesita de billar o algún partido de fútbol, obviamente en el mismo equipo. Hasta ese momento “Misterio”, amigo mío.