miércoles, 26 de junio de 2013

Cuando la sangre corre


¡Sangre! Sólo hay sangre por todos lados, en todo el piso de la cocina, algunas gotas en la pared, en los muebles. Entre las manchas rojas observo pisadas, las huellas de un pie pequeñito que espero no me lleven a la escena de un crimen. Pienso bien antes de moverme, no quiero dejar ningún tipo de huella que me sindique como sospechoso o cómplice de algún acto delictivo, no quiero ser culpable de nada que no haya hecho. Luego reacciono y entiendo que vivo en esa casa y toda entera está impregnada de mis huellas, de mi olor, de mi presencia. – La loca se nos fue, se nos murió – pienso mientras indago con la mirada todo el ambiente. Mónica vive o vivía conmigo. Su cuarto queda o quedaba al lado de la cocina, en lo que se conoce. Ella lo alquila a precio módico y lo ha sabido arreglar a su estilo. Me acerco sigiloso a su habitación, tratando de no ensuciarme con la sangre, de no pisar nada de lo que después me arrepienta. La puerta anuncia haber sido sometida con violencia, abierta a patadas. El marco, justo a la altura de la chapa está roto. Observo por encima del cuadro de madera que da figura a la puerta y también resalta el vidrio roto, también abatido por un acto virulento. No quiero empujar la puerta, no quiero encontrarme con el cuerpo sin vida de Mónica. No quiero saber lo que pasó hallando un occiso en mi casa. Pienso en lo que le diré a la policía, en lo que le diré a la mamá de Mónica que seguro busca y mata al asesino. Pienso en lo que van a pensar mis vecinos y el dueño del departamento. Mientras ando distraído en tanto pensamiento tonto, sin darme cuenta, empujo despacito la puerta y no encuentro a nadie. El vidrio roto descansa a la entrada. Sobre la cama veo una blusa llena de sangre. Pienso en Mónica desangrada, arrojada en el río. La veo metros de bajo de la tierra. No hay nadie, ni asesino ni víctima. La llamo, nadie contesta. La he llamado tres veces y al parecer se han olvidado de apagar el celular. Mi número quedará registrado en las llamadas perdidas. No sé qué hacer. Tengo que ir a trabajar y no me atrevo a limpiar nada, a mover nada; sólo pienso en las miles de cosas que pudieron haber pasado. Mi celular suena y me regresa al presente, es ella: - Leo, discúlpame. Estoy bien, estoy en la casa de Peter – me dice llorando. - ¿Qué ha pasado? – le pregunto con dureza pero intentando no mostrar nerviosismo. – Nada Leo, ya voy a la casa – responde entre sollozos. Me meto a la ducha y pienso: ¡Está loca! ¡Ahora qué le digo, cómo le hago entender que ya se pasó de la raya! He sido una de sus víctimas favoritas cuando se trata de sus elocuentes desavenencias. Me han querido botar de algún cuarto que alquilé cuando hice una reunión y ella, se pasó de copas he hizo una escena de celos a su enamorado, mi mejor amigo. Ha contribuido con mi detención y mi estadía toda una noche en una comisaría. Ha provocado escenas que le han merecido calificativos de los cuales no he podido defenderla por ser ciertamente verdad. El agua refresca mis pensamientos pero… de quién es esa sangre. Todavía puede haber un muerto de por medio. Su actual enamorado, Peter, es un hombre corpulento, de violentas facciones. Si esa sangre no es de Mónica por alguna agresión, debe ser de algún tercero. Me cambio sin darme cuenta y bajando, me cruzo con Mónica que llega y se lanza en mis brazos, siempre llorando. – ¿Estás bien? – le pregunto. – Si, eso creo – responde. Mientras ella me abraza observo que no tiene ninguna laceración contundente. Ningún pedazo de madera clavado en el pecho como pensé, o algún hematoma escandaloso que la haya marcado. -  ¿De quién es esa sangre? – le pregunto mirándola a los ojos. - Es de Lucas – dice, bajando la mirada. Ella llora, pero su llanto no me convence. - ¿Y él está bien? – Si – me responde riéndose un poco. – Tiene siete puntos y un par de días de descanso médico- argumenta delatando su locura. Entonces intuyo que el hombre ha sufrido una golpiza a manos de Peter. – Conversamos después – le digo y subo a mi auto rumbo el trabajo mientras ella sube las gradas rumbo al cuarto piso, escena del crimen. Escucho que contesta una llamada y llora, sigue llorando. He dejado que pasen las horas, los días. Por fin la encuentro en casa. Ha limpiado todo pero aún se observan algunas gotas de sangre en la pared y puerta. La interrumpo y conversamos. Trato de hablarle bonito, de preguntarle lo sucedido cuando yo ya sé lo que pasó. Peter ha sido gallardo y ha ido a visitarme a mi trabajo y me ha contado todo y me ha pedido las disculpas del caso. Mónica corrobora lo sucedido en un estado de sumisión que en unos segundos se transforma en una trinchera defensiva que ahora me dice que no me meta, que ella no puede ser perfecta como yo, que nunca me equivoco (evidentemente lo dice en tono sarcástico) y me repite un par de veces que ella no va a cambiar y que hasta los cincuenta años se equivocará. Me dolió su respuesta, me siento el desangrado. Me cuenta: Peter entró (con copias de las llaves que ella imprudentemente le había entregado). Se acercó hasta la habitación y al no encontrar respuesta iluminó la oscuridad del cuarto con su celular. La encontró acompañada y decidió romper el vidrio que se encuentra en la parte superior de la puerta. Un pedazo de ese vidrio afectado realizó un corte profundo en la mano del acompañante desdichado provocando el chorro de sangre que tiñó de rojo la cocina. Luego Peter, en un trance animal, pateó la puerta y rompió el marco. Ella salió presurosa y lo sacó de la casa antes de que mate a alguien. La víctima fue llevada al hospital y zurcida de emergencia. Una de las vecinas ha escuchado a Mónica llorar hablando con Peter, pidiéndole disculpas. La vecina sin saber lo sucedido me comenta que le aconseje que lo deje, que no vale la pena sufrir por ningún hombre. Le comento a Mónica que siempre queda como víctima, que la vecina así lo corrobora. Ella se preocupa, me dice que ha cambiado otra vez, que sabe de sus errores y no quiere cometerlos otra vez. Se preocupa por lo propensa que está al escándalo y porque teme que la vecina haya escuchado que también planea matar a su loro que no la deja dormir. Mónica sólo quiere cariño, que la quieran de una manera que quizá no conozco o comprendo. Peter quiere venganza. Lucas quiere a Mónica. Yo quiero paz. La vecina quiere a su loro.   

jueves, 13 de junio de 2013

Promesas

Le prometí que cuando tenga mi carro ella iba a sentarse de copiloto, a mi lado. Le prometí que la iba a sacar a pasear. Le he prometido tantas cosas que tengo que hacer un esfuerzo por recordar los pendientes e intentar cumplirlos. Lo último que le prometí fue viajar a Tacna, a visitarla. Se lo anuncié con semanas de anticipación. Ella, con todo el amor que la posee cuando se trata de mí, preparó algunos platos que engrían mi paladar. Como ya es costumbre, incumplí a la promesa y no viajé. Se quedó con los crespos hechos, con las ganas de verme. Se aguantó sus cariños, sus ganas de darme un beso. Se aguantó no verme una vez más y decidió, como pocas veces, venir a visitarme. Parada en la puerta de la empresa en que llegó, con dos maletas acompañándola antes que la recoja. Ella me espera como la más fiel de las novias y yo llegó tarde, con el desamor que últimamente me caracteriza llego tarde. Se sube como puede, se sienta a mi lado, de copiloto. Ella siempre recuerda la promesa de ser mi copiloto. – ¡Mira! – me dice mientras me muestra una sonrisa juguetona. Se ríe con dulzura. Me acaba de enseñar el trabajo final después de largas citas con el dentista, me muestra su nueva sonrisa y me obliga de la manera más sublime a sonreír también. Se queda poco tiempo, esta vez no quiere visitar a nadie que no sea yo. Ella ha venido sólo a traerme lo que no pude comer en Tacna. Me ha traído amor en forma de comida y no ha dudado ni un segundo en hacerme llegar su cariño. Una de sus dos maletas está cargada con potajes benditos, con aquellas cositas ricas que sabe bien que me gusta. Comemos. Hace un festival gastronómico en la casa y yo quiero comer un poco de todo. Me dice, una vez terminado el almuerzo, que no quiere salir, que no me preocupe por ella, que quiere dormir. Me echo a su lado, como en los viejos tiempos. No hay nadie en la casa, nos envuelve un silencio pleno que contribuye a que nos quedemos dormidos, juntos, como en los viejos tiempos, como en aquellos viejos tiempos. Dormimos mucho y he recuperado la felicidad que me invadía de niño, cuando dormía todas las tardes, cuando la tenía más cerquita. Me he olvidado sin querer de cualquier preocupación que me obliga a comportarme como adulto. Despertamos y la invito a pasear. Mientras manejo, mientras cumplo mi promesa al sentarla a mi lado, escribo mentalmente estas líneas. Me habla de todo, como si hubiera guardado sus historias para mí. A veces pierdo el hilo de la conversación y no sé exactamente de qué me está hablando. Me cuenta de las misas a las que acude, de los curas y sus anécdotas. Me cuenta de la familia, que todos están bien, pero más viejos. Cuando la recogí se demoró dos segundos en fiscalizarme y su conclusión es que estoy barrigón, con poco cabello y que me está saliendo barba, por fin me está saliendo barba. Ella no sabe dónde estamos, no sabe a dónde vamos pero es feliz porque yo, su único hijo, está a su lado. Mi mamá me ama sin dudas, sin complicaciones, sin quejarse. Nunca vi a nadie que ame con tanto desprendimiento. Mi madre me ama ciegamente. Es mi fan número uno, presidenta del club. No dudaría en dar la vida por este flaquito barrigón, con poco cabello. Mi mami sólo ha venido por dos días porque se antojó de verme y viajó a mi encuentro. Cada vez que la veo y me recuerda que fui alguna vez un bebé, su bebé, viajo en el tiempo. Recuerdo que de pequeño me enseñó entre muchas cosas, a apreciar la música, a escucharla. La primera canción que me hizo estudiar fue “Penélope”. Ahora, después de muchos años y sin que ella lo recuerde, me empieza a explicar nuevamente esa canción. La chica que se enamoró, el chico que se fue prometiendo volver. La angustia de la chica, una angustia que la llevó a la locura. El chico que vuelve después de mucho tiempo y ella que no lo reconoce. Yo soy la versión masculina de Penélope, el que inconscientemente  espera que vuelva, volver a verla. En su ausencia me olvido de muchas cosas, me gana la locura. Pero al verla recuerdo todo. Recuerdo las promesas pendientes, todo aquello que tengo que hacer para intentar devolverle el amor puro que sabe entregarme. Yo no hubiera conocido el amor si no fuera por ella. Yo no hubiera podido asegurar que fui amado después de morir si ella no fuera mi mamá. Me ha servido nuevamente comida, algo que ha traído para mí desde muy lejos. Termina de atenderme y se va a dormir, a descansar, a rezar por mí y dar las gracias por un día más de vida. A veces la vida no es justa, todos nos quejamos a favor nuestro. El peor de los hijos tiene a la mejor de las mamás. Soy feliz, cuando ella está a mi lado soy feliz. Yo amo a mi mami. Yo la amo porque ella, me enseñó a amar con el ejemplo. -“El amor de madre es el más cercano al amor de Dios”  - escuché alguna vez. Puedo dar fe de eso.

jueves, 6 de junio de 2013

El Insano

Primero voy al dentista. Hace mucho tiempo no visito una casa odontológica, puedo asegurar que son más de diez años que no reviso mi dentadura y la expongo a curaciones evidentemente necesarias. Abro la boca y empieza a introducir objetos en mi boca, empieza a indagar, a urdir entre mis dientes. Los dentistas tienen numerados nuestros dientes. Sólo dice el número de la dentadura y da un comentario, su asistente apunta. – La 36, hasta las huevas. La 38, jodida. La 28, hasta las patas. La 26, cagada. – Una por una empieza a menospreciarlas y creo que decidirá sacrificarme para que no sufra. Es así que hago el pago total del tratamiento, más de diez curaciones a realizar en mi boquita de caramelo. Recuerdo a un primo odontólogo, allá cuando tenía once años. Era de esos dentistas despiadados, de esos que te hacían ver a Judas calato (siempre me he preguntado por qué a Judas, por qué calato). Con unas herramientas lacerantes me hacía llorar del dolor. Luego me pedía que me enjuague la boca y yo escupía sangre. Supongo que por eso tengo recuerdos ingratos de los dentistas. Este es un doctor joven, en un centro odontológico decente. Me trata con sumo cuidado, siempre preguntándome si me molesta. Me coloca la anestesia que yo quiero para no sentir dolor. Yo le pido que no me coloque anestesia local, que quiero anestesia general para descansar. Ando muy fatigado, no sé qué me pasa. Mientras el odontólogo me interviene yo duermo, duermo con la boca abierta. Despierto con mis propios ronquidos y el doctor parece burlarse. Puedo dormirme en media maratón. He asistido como a cinco citas y mi boca casi está repuesta en su totalidad. El dentista muy amable me recuerda que me debo de lavar la boca seguido, que debo utilizar implementos que ayuden a conservar los huesos de mi cavidad bucal. Inmediatamente corro a medicina general. Tengo una tos matutina que me ataca con arcadas incluidas, que me hace lagrimear. El doctor me pide que abra la boca. Yo contento enseño mis dientes perfectos y obedezco.   Él es uno de esos doctores antiguos, de los que te revisan todo, de los que te toman el pulso con su reloj, de los que te revisa los oídos y te mete esa paletita de madera a la garganta para auscultarte. Me indica que tengo la garganta irritada, luego estornuda. Me río y le digo que debería asistir a un doctor por su tos, él no se ríe. Para cambiar de tema le comento que me duele mucho la espalda, que ya van varios días. Me revisa también la columna vertebral y me golpea de forma extraña, originando un sonido raro con mi cuerpo. Me indica que necesito muestras de los fluidos de mi garganta y que me haga una radiografía. Todas las muestras se toman a partir de las siete de la mañana. Al escuchar el horario de atención siento nuevamente que desfallezco y empiezo a sentir mareos. El doctor aplica técnicas de primeros auxilios para reanimarme.  En recepción me indican que para el cultivo con muestras de mi garganta debo de asistir sin lavarme la boca, y para la radiografía en mi columna debo de estar en ayunas y con el estómago limpio, es por eso que me aconsejan comprar un laxante para liberarme de residuos. Compro la pastilla, la tomo con temor. Yo no me medico así nomás, yo no ingiero pastillas muy a menudo; por eso tengo temor de los resultados, de lo que pueda ocasionar. Llego a mi casa, me lavo la boca como me indicó el odontólogo. Tomo esa pequeña pastillita y avizoro que me levantaré por la madrugada corriendo al baño. Me echo a dormir, dejo la puerta del servicio abierta para no encontrar obstáculos para cualquier evacuación inesperada. Son las seis y media de la mañana. Recuerdo que el doctor me pidió que no me lavara la boca. Recuerdo que le juré por mi mamita al odontólogo que me lavaría los dientes todas las mañanas. Estoy en un dilema, ambos doctores me comprometieron y a ambos les prometí que cumpliría. No me lavo, subo al carro con mi boca cochina para los análisis de escupe y manejo presuroso. Mientras conduzco se me cruza un taxi, me cierra la pasada y me da ganas de insultarlo, de arrojarle una grosería, total, no me he lavado los dientes por lo que cabe la mención de que soy un boca sucia. Llego al laboratorio, me atienden rápido. No me dijeron que me sacarían sangre, no me gusta que me saquen sangre. Pongo algo de resistencia pero cedo, siempre cedo al final.  Ahora abro mi boca y me meten un hisopo que me provoca vomitar pero no vomito, no tengo qué, no he tomado desayuno. Luego corro a que me saquen la radiografía. Me piden que me quede en paños menores y empiezan a tomar las muestras. Me toman especie de fotos en diferentes posiciones y algunas poses me gustan, espero que las suba al Facebook. Me visto. Presiento que algo se me olvida. Me voy a trabajar a penas salgo de la clínica. Mientras laboro hago remembranza de lo acontecido, de lo venido a menos que está mi salud. Ya estoy viejo. Paro cansado todo el día, con achaques múltiples que se han ensañado conmigo. Con pérdida de memoria, escalofríos.  Son las doce del mediodía y esa sensación de que algo se me olvida queda descubierta con una flatulencia inesperada. El laxante recién hizo efecto.