miércoles, 26 de diciembre de 2007

La esencia de la navidad

Abre los ojos, tiene algo de sueño aún pero igual se levanta emocionado. Manuelito corre a tomar desayuno, saluda a todo el mundo: - ¡Feliz Navidad! – le sale del corazón. A sus siete años se siente motivado con una fuerza admirable. Saluda a sus casi doscientos hermanos. Está feliz aunque sabe que quizá no reciba regalos, aunque no conozca a sus padres, aunque esté en aquel orfanato. María llena las paredes de la habitación con su sonrisa. Sus ojos grandes se muestran con más vida que cualquiera. Recibe la visita de sus padres, hermanos, amigos. Los abraza y besa con un cariño asombroso. Ella es preciosa, joven, es alegre y emana una paz única, algo que comparte con todos en su habitación. Está contenta por disfrutar una navidad más, trata de hacerlo con la mayor de las intensidades, sabe que es la última, que le quedan dos meses de vida. Emilio ha trabajado incansablemente. Se ha esforzado con unas horas extras para poder regalarle a sus hijos un celular a cada uno. Está totalmente exhausto, pero le pone una memorable actitud a sus labores. Su jefe lo llama, es víspera de navidad. Le comunica que lo han despedido, que posiblemente no le paguen, las obras se han cancelado. Llega a casa entre sollozos disimulados. Sus hijos lo abrazan, dicen que lo aman, que lo quieren mucho, que él es su héroe y el mejor papá del mundo. Emilio ahora llora, lo hace de felicidad. Leonardo se levanta tarde, un poco malhumorado. Come panteón con flojera. Tiene un trabajo al que sabe debe acudir puntual. La idea de hacerlo lo pone furioso. Piensa incansablemente en los regalos que podrá recibir, en todo lo que puede ahorrarse en comprar con su propio peculio। No le gusta mucho navidad, no ve el porqué de estar feliz si no desea estarlo; el porqué de los regalos si no quiere regalar nada a nadie. Ve como un niño inquieto entra a su trabajo, el niño mira aquel viejo árbol navideño con un cariño único, con una emoción intensa y sonríe। Leonardo lo atisba contrariado. De pronto, una gorda con voz gruesa dice: - Manuelito, apura vamos. Nos esperan en el orfanato. - Leonardo escucha absorto. La gorda ahora mira a Leonardo, le explica que debe regresar al niño. Lo sacó para comprarle un regalo, como le pidió su hija María, que ella, la Sra. Gorda, es una voluntaria de la campaña “Adopta un niño por un día.” Leonardo queda sorprendido, viendo al niño tan feliz, a la Sra. tan bondadosa. Leonardo pregunta por qué María, la hija, no lo sacó personalmente. Ella responde, algo acongojada, que su hija está internada, que sólo le queda dos meses de vida, que éste es el regalo que ella pidió, que adopte a un niño por la navidad. Manuelito sale corriendo, aún eufórico, coge de la mano a la Sra y la jala gritando ¡Feliz Navidad! Leonardo esta pasmado, se siente un tonto. Voltea la mirada, ve como un hombre algo sospechoso mira la vitrina de celulares. Inés sale apuradísima a atenderlo y le ofrece de todo. El hombre se ve feliz, dice que más rato regresa, que va a comprar un par de celulares para sus hijos, que están locos por esos aparatitos, lo dice visiblemente emocionado. Está apurado, es obrero de una constructora y debe apresurarse, quiere hacer un par de horas extras. Promete nuevamente regresar. Inés, también emocionada por la futura venta lo anima. Leonardo está contrariado, ve al hombre feliz yendo a su trabajo, donde seguramente lo explotan, todo para dar regalos. Leonardo odia trabajar casi tanto como obsequiar cosas con su dinero. No sabe que pensar. “La Navidad es más que un regalo, un brindis y una noche buena. Si quieres un regalo tengo un abrazo, si quieres un brindis tengo un beso afectuoso, si quieres una noche buena: ¡FELIZ NAVIDAD!”

Veinticuatro de diciembre

Escucho algunos gritos y risas que me obligan a levantarme. Es víspera de navidad, no quiero empezar el día fastidiándome aunque me fastidien los demás. Me doy un baño raudo, apuro mis acciones y me apresuro a la casa de Sofía, que quiere ir de compras. El inminente y despiadado calor carcome mi endeble espíritu navideño. Me sofoco a plenitud y me encuentro ofuscado entre el mar de gente, que como buenos peruanos, a última hora acuden a sus obligaciones. Sofía, como buena mujer, se demora una eternidad en comprar sus regalos, pienso que pasaré navidad en ese mercadillo plagado de gente. Yo no compro nada, no regalo nada a nadie, me declaro el más conspicuo de los tacaños. Al ver tantas personas enardecidas por comprar un futuro regalo, pienso que Papá Noel no está trabajando como debe, él, que sólo labora una vez al año, debería ser el primero en salir de compras. Llego a casa con un dolor de cabeza atroz, sabiendo que debo ir a trabajar, debo ser explotado también en vísperas de navidad. Llego a mi trabajo, me siento en el mismo escritorio esperando que el tiempo sea benévolo y transcurra de prisa. Inés, mi compañera de trabajo, vacía las vitrinas, vende ya trece celulares y yo la veo infatigable trabajar, repartir los folletos y repetir incansable el mismo verso del vendedor; es buena, es capaz de convencerme a mí de comprarle uno. Sólo vendo dos celulares, les di el doble de obsequios que debería dar, algo que no está permitido, todo sea por vender. Me siento satisfecho con eso, Inés también, con los veinte que vendió. Mi jefa nos regala un par de panteones respectivamente, me quedo sorprendido, reviso la fecha de vencimiento, aún son consumibles, me sorprendo más aún, con lo tacaña que es (casi tanto como yo), debe ser el efecto de la navidad. Camino por las calles semidesiertas, son las diez de la noche. Llego a casa, cansado, cansino. Mis primos llegan, la familia se reúne, algo me entristece, sé que no es como antes. La navidad no me gusta, me entristece, me pone melancólico. Para disfrutar de la navidad hay que ser niño, cada año que pasa me aleja de ese estado privilegiado. Los recuerdos me persiguen, mis karmas, mis miedos. Tengo ganas de llorar, no sé exactamente por qué. Ya no me emociona lo que me puedan regalar, menos lo que yo regale, porque no regalo nada. Reparten los obsequios llamando uno a uno a los integrantes de la familia. Por primera vez no me apetece abrirlos, los llevo a mi habitación y los dejo abandonados. Entiendo de pronto que basta con que estemos todos sanos y juntos un navidad más, ese es el mejor regalo. Los veo a todos y tengo temor de perderlos, miro el pavo y sé que me quedé con ganas de comer más, no lo hice por vergüenza. He llamado a todos mis amigos, temprano para que no haya problemas con la red, los saludo con cariño, no sé porqué. La navidad me pone susceptible. Abrazo a mi madre, quiero pasar a su lado un millón de navidades.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Anécdotas

Camina atenta, suspicaz ante la presencia de cualquiera, tratando de no ceder ningún tipo de ventaja. Avanza algo preocupada por algunos problemas que la aquejan, pero aún así, enseñoreada. Se dirige a cancelar el pago de seguro médico, está próxima a la puerta, la espera una sala grande y oscura, con gente desconocida, sentada e impaciente, somnolienta por aguardar tanto tiempo. Está a punto de entrar cuando de pronto, inesperadamente se golpea, se coge la frente, parece sorprendida, empieza a palpar debido a su ceguera, es un inmenso ventanal ligeramente polarizado; la gente la mira extrañada desde adentro, algunos por respeto, aguantándose la risa. Ella ahora está inquieta preguntando con las manos, a modo de juego, por dónde se ingresa. La gente descifra sus movimientos, quieren ayudarla, les gusta el jueguito, señalan al costado del ventanal, una puerta que también es de vidrio polarizado, está abierta. Ella ríe avergonzada, ingresa con cuidado, no quiere más sorpresas. Ya es diciembre, ella trabaja incondicionalmente para su parroquia, es jefa de zona. Le ha tocado repartir algunas prendas donadas por la aduana, lo hace con alegría y entusiasmo, tratando de favorecer a los más necesitados. Llega donde una conocida suya, deja una prenda para ella, para su hija, y para su esposo, un hombre lisiado, sin piernas, en un momento de descuido, le deja un par de medias. Después de algunas hora, y tras un par de carcajadas por la desavenencia, regresa presurosa a disculparse, muy avergonzada. Sale corriendo de casa, seguro es una urgencia. Se ha puesto lo que ha encontrado, un jeans gastado que se quitó presura la noche anterior para dormir. Se ha olvidado que dejó las pantis dentro del pantalón que está usando. Las pantis cuelgan por la basta de su jeans, la acompañan cuadras de cuadras. Un caballero amablemente acusa su infortunio. Ella se muere de la vergüenza, recoge presurosa la larga panti que ha seguido su andar. Estamos cenando: ella, mi prima y yo. Mi prima me pregunta si terminé de leer el libro de Jaime Bayly, yo le respondo que si, que ya lo terminé. Ella quiere participar de la conversación, dice que yo he leído varias obras de Bayly, entre ellas: “No se lo digas a mami”. Yo lanzo una carcajada y pienso que no le acierta a nada, la quiero mucho. Llego cansado a casa, como siempre, cansino. Voy a verla antes de dormir. Ingreso a su habitación, la veo echada, también cansada. Siento que la amo más que a nadie, que a pesar de nuestras discusiones, la adoro. Ella me mira – hijito, llegaste – me dice también muy amorosa. Me cuenta su día, sus aventuras, producto de su ceguera o algún lapsus temporal que la aquejan. Me río sin complejos de sus historias, me encanta que me cuente sus anécdotas cuando no son reflexivas ni tienen que ver con religión. – Te adoro mamá- pienso en secreto – no te decepcionaré – Ella me mira, sabiendo que quiero escuchar más. – Te cuento la última – me dice traviesa: Ayer estuve dándole duro con el matamoscas a una pepa de papaya.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Trabajando

Mi dulce sueño es interrumpido abruptamente por las mañanas, por la inútil idea de asistir a un polvoriento instituto a intentar aprender algo. Llego a casa agotado, cansado de fingir ser un alumno promedio, tratando de ocultar mi mediocridad. Llego con la alegría que significa reencontrarme con mi cama y entregarme al sueño. Sintiéndome así de inútil, me siento bien, sé que no tengo que fingir nada, sólo ser como soy. Hoy mis días son agobiantes, sigo asistiendo resignado a clases; ahora por las tardes, aún más resignado, trabajo. He postergado el ejercicio que me hace más feliz: dormir. He canjeado este delicioso acto por la esclavizante labor que significa trabajar. Trabajo medio tiempo, mi intelecto no da para más. Soy asesor de ventas (eso dice mi carné) de una empresa de telefonía muy conocida: Telefónica. A base de exageraciones y falsa amabilidad, trato de convencer a personas incautas y crédulas. Me gusta la idea de recibir dinero por mentir y ser hipócrita. Personalmente me parece pésima la señal ofrecida por esta empresa, se satura con facilidad la red y la triplicacion de las tarjetas de recarga son mermadas con la triplicación de cobros que hacen por llamada, evento del que los usuarios no se dan cuenta muchas veces; por eso yo, uso Claro, la competencia, que tampoco es muy buena, sólo menos negligente. Me obligan a ir en camisa y corbata, una idea que no me desagrada del todo, me siento importante y competente, es un excelente disfraz para mi inaptitud e inoperancia. Me ubico en la puerta, con una sonrisa falsa dibujada en el rostro y aún con mi peinado irreverente, mirando a la gente pasar apurada, esclavizada igual que yo al rigor de la rutina, siento vergüenza de ser uno más del montón. Después de convencer al comprador, le doy la mano y pienso en secreto: “Espero que vuelva pronto, que le roben el celular o que lo pierda en una tertulia cuando se encuentre embriagado.” A pesar de que todo el mundo tiene aquel aparatito ruidoso, la venta no es mala. La gente es distraída, volada, juerguera. Son cinco largas horas las que me adormezco en mi labor, los ladrones pasan y esperan que me distraiga, mirándome con recelo y suspicacia, sin saber que siempre ando distraído y que los considero mis aliados en la consigan de conseguir compradores; me ofrecen celulares robados, perfumes, MP3, pensando que soy el dueño. Las vendedoras ambulantes, en especial las de pan, me han pedido encarecidamente retire mi vehículo, porque no las deja ocupar su espacio y trabajar cómodas, me río, no tengo ni bicicleta. Paro todo el día ocupado, entre estudio y trabajo, ya no duermo bien, no me alcanza el tiempo, ya no puedo escribir ni leer, me siento mal conmigo mismo por caer en la rutina social, convencido de que la vida no es fácil y de que no pretendo mantenerme en pie de guerra. No quiero ser esclavo del dinero, lo odio por serme esquivo, por causar tanta infelicidad. Mi madre anda contenta, me ve con otros ojos. Sofía reniega, cree que es el pretexto perfecto para dejar de verla, para caer en tentaciones. Quiero que termine el mes, que me despidan por mis bajas ventas y me paguen aquella ínfima cantidad acordada. Quiero llegar a casa, mirar la cama con la misma felicidad de antes y dormir sin que nadie me moleste