martes, 30 de octubre de 2007

El ocaso de tu sonrisa

Recuerdo con claridad las veces que hablabas por celular con tu mamá, la facilidad con la que tramabas un par de mentiras para excusar alguna falta tuya, o bien para complacer uno de tus tantos caprichos. Hilabas con destreza asombrosa un ardid en tan sólo unos segundos, con mucha naturalidad y coherencia. Yo te miraba anonadado, perplejo; admirando tu capacidad inventiva, tu arte de mentir. Tienes un sentido del humor envidiable; tu compañía es tan grata como escucharte sonreír, tan dulce y risueña. No sólo eras mi enamorada, también eras una amiga cariñosa y engreidora, mi amante embravecida, la mejor compañía del mundo. Pasábamos el día acostados en tu cama, conversando de estupideces, de tonterías que originaban carcajadas aún más tontas. Podíamos quedarnos horas abrazados horas sin decirnos nada, tan sólo sintiendo nuestros cuerpos calientes bajo tus frazadas. A ratos te amaba con excesiva fuerza, con ternura, la cual nunca demostraba en demasía porque te ponías a saltar como un conejito, creyendo que todos los días serían iguales. Siempre trataste de engreírme con el mayor de los desprendimientos, con aquella alma altruista y bondadosa. Me has dado los dos mejores regaos materiales que puedo tener: la almohada de Homero Simpson, al que bien sabes que adoro; nunca la uso, porque no quiero humedecerla con fluidos bucales, los cuales desprendo incansable todas las noches. Y también me obsequiaste el libro que con desesperación quería leer, de aquel escritor al que trato de imitar sin descaro, con aquella dedicatoria tuya tan afectuosa, amorosa, así como eres tú. Cometí el error de serte infiel, aprendí que no vale la pena, a pesar del éxtasis del instante, a la postre, es no sólo vergonzoso sino banal. Regresamos por cosas del destino, las mismas que un día me acercaron a ti. Conozco cada milímetro de tu cuerpo. Aquel par de piecitos que haces gruñir con tanta gracia, aquellas piernas lindas de las cuales siempre te jactas. Tus nalgas poderosas que vi muchas veces contenidas por los jeans que formaban tu figura. Aquel abdomen “chelero” que conserva aún una cintura envidiable, tus senos, hechos a mi medida, ligeramente uno más grande que el otro. Tu sonrisa siempre infinita y contagiosa. Tu voz dulce, que por teléfono es deliciosamente sexy. Tus ojitos grandes y expresivos, con los que derramaste muchas lágrimas inútiles y absurdas por mi culpa. Jamás tuve la intensión de estar contigo, me parecías una loca engreída y tonta. Nunca pensé que duraríamos tanto tiempo juntos, divirtiéndonos tanto. No imagine siquiera el hecho de regresar a tu lado después de mi comportamiento chapucero y desleal. Y aunque me entristezca y sorprenda un poco, nunca pensé terminar así contigo, con un rencor casi del todo injustificado. Calmaste mis expectativas de manera sobresaliente, no puedo asegurar lo mismo de mi persona. Me enseñaste muchas cosas lindas, y algunas también, que nunca quise aprender: los celos, rencor, desconfianza; cosas de las que ahora me río de una manera ambigua. No esperaba que me mintieras de una manera tan admirable, así como lo haces con tu madre. No fue grave, pero fue una mentira. Detesto las mentiras, las detesto más de lo que pensé, porque si me quisieras no me esconderías nada, al menos así es como yo entiendo el amor, quizá de una manera equivocada. Tú eres muy linda, no mereces estar con un ogro como yo, aburrido, apático, pusilánime. No quiero cortarte las alas. Tú eres libre, eres mujer de quien tú ames, a pesar de ser a veces un poco tonta e infantil. El ocaso de tu sonrisa deja un recuerdo maravilloso, inquebrantable. Yo te quiero muchísimo, por ratos te amé. Tú me querías menos de lo que pensaste, lo sospecho. Por ser linda como eres, te pretendieron chicos lindos, guapos, más que yo por supuesto, divertidos: un cantante afeminado, un policía dantesco y aquel chico revoltoso al cual no puedes olvidar del todo. Yo te comprendo y te apoyo en la idea de aventurarte, eres linda. Siempre dije que te parecías a tu madre, hoy lo aseguro, ha influenciado mucho en ti, mucho más de lo que tú crees. Ambas son fantásticas, simpáticas, pizpiretas; las adoro. Me refugiaré sinuoso, sin ningún tipo de encono, por el contrario. Ya dejaste huella en mi camino aún incierto. Te agradezco todo, cada risa, cada lágrima, pidiendo perdón por mis exabruptos. El ocaso de tu sonrisa para mí, será el resplandor de un nuevo día para otro. Eres la mentirosa más linda de todo el mundo, y no puedo negar que te quiero mucho… Sofía.

martes, 23 de octubre de 2007

Don Bruno y su Familia

Don Bruno ha cumplido setenta años. Lo celebra con su familia en un tranquilo lugar campestre al que acostumbra ir. Se ha reunido con su amada (de una manera discreta) esposa, tres de sus cuatro hijos y dos de sus nietas. Basta que se junten tres integrantes de la familia para desatar una conversación belicosa y controversial, no importa cual fuera el tema, ellos se esmeran en volver cerril la conversación. Don Bruno como ya es sana costumbre, empieza a relatar las historias que siempre se hacen presentes en toda reunión familiar; mientras su esposa Elsa, toma deliberadamente la jarrita de vino que un compadre les ha obsequiado amablemente, todo esto, para impedir (en un acto de amor y desprendimiento) que su esposo se entregue al vórtice del alcohol. – Karina siempre fue histérica – cuenta Don Bruno con respecto a la menor de sus hijas. – Cuando teníamos la peluquería, salía ella toda exhibicionista en toalla, a sus ocho años, y mirando con una dosis de ira y galantería a la gente que también la observaba, se quitaba el paño diciendo aún con cólera: poto, poto; eso quieres ver, mira pues… poto, poto y se iba victoriosa. Incluso de menor edad, cuando bebe, de su cuna gritaba impaciente: chupón… chupón… ¡chupón carajo!, quiero mi chupón, impaciente. – Si no fuera por aquella histeria de la cual he sido mudo testigo más de una vez, la ahora Sra. Karina, sería todo amor. Con una ligera sonrisa, Don Bruno da paso a los cometarios sobre su hija Lorena, la mayor de los cuatro hijos, mientras Doña Elsa, su esposa, con el vasito de vino en la mano se ríe sospechosamente de todo. – Lorena siempre fue sentimental. Cuando hacíamos concurso de canto entre nuestros hijos, ella a la mitad de la canción (siempre romántica) se echaba a llorar por ser ésta algo melancólica.- menciona Brunito: - Y cómo es él, en qué lugar se enamoró de ti…- y las lágrimas brotaban por sus mejillas de la sentimental Lorena, interrumpiendo así su participación musical. Entre Karina y Lorena se encuentra Denisse, otra morena guapachosa que desde niña pretendía aires de diva. Don Bruno hace mención a la presentación que él le hacía: - Y ahora con Uds… la única, la grande, la magnífica; traída desde un país lejano… la bellísima… - Mientras esta prolongada pausa hacía efecto, Denisse se arreglaba el cabello nerviosa, era hora de salir a cantar y sólo faltaba que la llamaran. Don Bruno continuaba: - …la bellísima… ¡Lorena! – La pobre Denisse, que siempre fue celosa y melindrosa, renegaba ofendida. Don Bruno después de tanto esfuerzo, también llego a tener un hijo, el menor de todos. Se llama Martín, y desde muy niño asumió su papel de varón con extrema pujanza y exageración. En alguno de aquellos interminables viajes que hacen a la capital, fueron a visitar a la hermana de Bruno, una tía desconocida para Martincito. Para llegar a casa de la querida tía, tuvieron que pasar por una de esas intransitables calles por causa de avezados delincuentes. Martín haciendo gala de su hombría, determinó ir último dentro de la comitiva para cuidar las espaldas de sus familiares, cuando de pronto voltea presuroso y ve a una morena acercándose con rapidez y suspicacia. Martín asustado vocifera: - ¡papá!, ¡papá! Una negra fea nos está siguiendo -; sin saber que esa negra fea era su tía que iba en busca de un saludo. Ya a estas alturas de la conversación, la pobre Doña Elsa era victima de los estragos del licor, a pesar de que sus nietas acompañaron su labor con un par de copas. Las nietas, que ya son unas guapas jovencitas, también guardan un par de historias. La hija de Karina decía cuando era menor, que su mamita era la mujer más bella del mundo. Alguna vez le insinuaron de una manera áspera que su madre era una negra, a lo que ella respondió con suma gallardía y donaire que su mamita querida no era negra, era marrón. Y así entre historias que cumpleaños tras cumpleaños se han contado sin tregua, la familia Pizarro celebra el onomástico de don Bruno. A pesar de que todos andan un tanto locos, constituyen una de las familias más elocuentes y divertidas que me ha tocado conocer. Siento con temor, que encajo sin problema.

martes, 9 de octubre de 2007

Lindos gatitos

A punto de dormir, los ojos enervados por el trajín del acontecer diario se rinden. Lentamente los párpados se dan encuentro y así, de la manera más sublime y placentera, consumo el maravilloso acto de sosiego. Poco después, empieza el concierto felino. El patio de mi casa fue escogido para llevar a cabo aquel encuentro apasionado, candente, tórrido, lujurioso entre aquellos dos gatos que parecen asiduos lectores del Kamasutra. Aquel par de animales enardecidos, maullaban como desgraciados, afiebrados por aquellos placeres carnales de los cuales hacían un uso excesivo. Despierto irritado, molesto, estoy exhausto por lo poco que pude haber hecho durante el día y me veo perturbado por un par de gatos aficionados al sexo. Aquellos alaridos duran poco más de veinte minutos, diez veces más de lo que pudiera durar yo y ahora reniego de envidia. Muy cansado, algo inquieto por tremenda muestra de perseverancia, me convenzo de que todo esto es parte de la naturaleza, así regreso a mi dócil posición. Me encojo, me enredo entre las sábanas aún calientes y acurrucadito, emprendo nuevamente aquel profundo sueño. Tres minutos después, los gatos ya descansaditos, retoman con bríos su encuentro incandescente, parecen ya no gatos sino leones. Me imagino que la gata debe de fingir por el maullido interminable, mientras se revuelcan ahora por el techo de mi casa, la cual se ha convertido en el lugar preferido de los gatos para cogerse de una manera incansable. Mi hogar es un hostal clandestino y gratuito, es el santuario del sexo felino. Aquellos gatos deben de andar de luna de miel. Noche tras noche se desviven por sus placeres. No puedo creer que gocen de tanta energía. Si no fueran los mismos gatos, han de haberse pasado la voz: - Hay un lugar perfecto, donde nadie se queja del excesivo derroche de lujuria, del goce desmedido.- Pronto todos los gatos se turnan y hacen largas orgías próximas a mi techo. Son los gatos más arrechos del mundo. Noches en las que llegaba por la madrugada, más cansado de lo habitual, los gatos desgraciados me esperaban, como si mi presencia los excitara, y así, cuando me encontraba presto a dormir, iniciar su interminable festín. No sé si me acostumbre o los gatos se aburrieron de hacerlo en mi casa, pero desaparecieron de repente. No fue mucho el tiempo que pasó, cuando una noche me pareció oír a la gata indecente. La gata no sólo había escogido mi patio para satisfacer sus deseos, sino también para traer al mundo más gatitos insaciables. Sus pequeñas crías, salían a tomar baños de sol, todos conchudos y relajados. Al verlos por primera vez, toda esa inexorable rabia guardada se transformo en ternura. Las pocas veces que lucían su adorable presencia, se estiraban libremente, se lamían unos a otros y jugaban como los niños que eran. Alguna vez cruce mirada con la gata libidinosa, quien me observo con temor, como pidiéndome encarecidamente que no dañara a sus crías. Después de todo, la gata lujuriosa, ahora era madre. La más feliz con el acontecimiento natal era mi sobrina Katia, quien encantada los miraba y tomaba innumerables fotos. Engreímos juntos e indirectamente a los gatos hasta que mi tío Félix, los halló en medio baño de sol y determinó su destino. Félix es un hombre de avanzada edad, estricto y duro por la vida militar que alguna vez llevó. Su palabra es ley en la casa, y la ley decidió que los gatos desaparecieran por las pulgas que pudieran traer. Luego de un par de días él mismo desapareció a los pobres gatitos que si bien no fueron sacrificados, los mando lejos de casa con métodos poco ortodoxos. Mientras mi tío cogía a los indefensos animalitos con la rudeza de un proletariado, yo me hallaba en mi cuarto, consternado por no poder defenderlos. De la manera más cobarde, nunca pude salir a recriminar el trato tosco que recibían. Esa misma noche, escuche a la gata maullar. Lo hacía muy despacito, muy entristecida, melancólica; seguro buscando sus mininos. Aquella noche triste, tampoco pude dormir.

martes, 2 de octubre de 2007

Mi primera vez

A cierta edad, la curiosidad promueve el ejercicio de nuevas experiencias, de nuevas anécdotas que conllevan de una manera pícara y arriesgada, el contacto directo con el sexo opuesto. Leonardo siempre ha sido torpe con las mujeres. Desde sus inicios en el jardín, cuando andaba enamorado de Melanie, aquella niñita linda que corría feliz por el patio, luciendo esa carita dulce, aquella sonrisa encantadora, aquel cuerpecito libre de pecado que tanto le gustaba ver agitado de cansancio. Leonardo se acercaba tímido, sumiso, enamoradísimo a sus seis años de edad. Melanie muy traviesa y despierta, abusaba de la delicadez de Leonardo, correspondiendo a su amor, con los mejores golpes que su inocente repertorio permitía, los cuales aplicaba, como el más rudo de los varoncitos. Golpes muy certeros, arañones criminales, que dejaban hecho un mar de lágrimas al pobre Leonardito, que a pesar de todo, entre sollozo y sollozo, la quería mucho más. Leonardo terminó el jardín magullado, herido, dolido; no sólo por las zurras vigorosas que le aplicaba Melanie, sino también, porque se llevaba consigo aquel secretito que nunca pudo compartir con su aguerrida compañera, ni canjearle cada golpe por un besito igual de vigoroso. Ya un poco más grande, pero igual de torpe, Leonardo se ve invadido por el incontrolable deseo de besar a sus compañeras. Con once años de edad y aburrido de pedir “piquitos” bajo la suerte de una botella caprichosa que gira sin compasión, con la misión de otorgar poder; Leonardo experimenta su primer beso con lengua. El añejo Teatro Municipal guarda este secreto. Raptado por cuatro compañeras, sin resistencia ni oposición alguna, abusaron nuevamente de la delicadez del pobre niño. Se turnaron para besuquearlo sin piedad. Mientras una realizaba el facineroso hecho, otras dos cubrían a la pareja, dejando a la restante como “campana”, aguardando con paciencia su turno. Tres de ellas, debido a su comprensible inexperiencia, lo besaban dándole “piquitos” e intentando abrir sus boquitas de rato en rato. Eulalia, la mayor de las cuatro, introducía en su boca, algo que el ingenuo Leonardo ignoraba, desconocía, y lo movía con destreza y habilidad. A pesar de que Eulalia era un nombre horrible y ella una mujer poco agraciada, besaba magistralmente. Leonardo durmió invadido de temor. Debido a su ignorancia, creyó haber contraído el virus del sida, por el hecho de haber estado con más de una mujer. El tiempo siguió pasando, los besos que Leonardo robaba y se dejaba robar, lo convertían en un tontuelo picarón. A pesar de ello, nunca pudo besar a varias de las chicas que atraían su atención. Leonardo, entre beso y beso, experimentó el toqueteo, el rozamiento de su piel con la piel vecina. El ambiente, allá al sur de su cuerpo, empezó a agitarse, y cual volcán inactivo, despertó. Con un poco de suerte, Leonardo tocaba de una manera poco inocente a las chicas amables que permitían el acceso de su mano traviesa. Conoció así, de una manera natural, la preciosa anatomía femenina. Nunca pudo llegar a calmar ese instinto animal que invadía su cuerpo. Las chicas se negaban a sobrepasar los límites que Leonardo, muy anarquista, quería transgredir de todas maneras. Los amigos de Leo, contaban con entusiasmo, emoción y orgullo, sus primeras experiencias cóitales, de una manera detenida y detallada. Así, uno por uno, iban descubriendo aquel placer carnal que estremecía la curiosidad de Leonardo. Con diecisiete años, Leonardo terminaba el colegio, aún no conocía lo que era el sexo. Andaba desesperado, intranquilo, con un par de condones en la billetera que estaban más cerca de vencer que de ser usados. Había planeado de todo. Intento violar de una manera discreta a su enamorada de turno. Estaba descontrolado, ansioso y al mismo tiempo avergonzado de su comportamiento y en especial, de no lograr su prometido. Es así, que una noche de verano, en una fiesta por el onomástico de uno de sus mejores amigos, Leonardo conoció el sexo. Aquella especial primera vez, fue total y absolutamente catastrófica. Leonardo sabía que estaba a punto de perder la castidad, y parece que el pánico escénico lo invadió. En ese momento sólo se le paraba el corazón, lo demás parecía desentenderse del asunto. Aquel condón guardado en la billetera, fue prácticamente desperdiciado. Leonardo trataba de moverse, de hacer lo que tantas veces vio por televisión. Su organismo no respondía, no se le paraba por completo. La linda chica con la compartió aquel bochornoso momento, experimentaba también una de sus primeras veces. Ella no alcanzo ni la más ínfima de las excitaciones, pero igual gemía por una especie de obligación o simplemente por pena. Aquella desastrosa primera vez, genero una especie de trauma en Leonardo, quien pensó que no servía para esos menesteres carnales. Posteriormente, y con mucha práctica, llego a colmar sus expectativas, la de las mujeres, no lo sabe. La primera vez de Leonardo no fue como el imaginó. No fue con amor, como él de una manera cursi había soñado. No fue placentera, como de una manera algo morbosa había imaginado. No fue especial, como de una manera ilusa había pensado. Leonardo siempre fue y será torpe con las mujeres, torpe consigo mismo. Leonardo a vivido poco y cree saber mucho, se avergüenza de contar su primera experiencia sexual, esa que toco a su puerta a los dieciocho años (aunque él diga que lo hizo de una manera precoz). Se avergüenza de que no se le haya parado como debía, de haber desperdiciado aquel sagrado condón destinado a ser el primero. Todos aquellos bochornosos recuerdos, ahora de una manera irónica, le dan risa. Leonardo sabe que todo tiene su primera vez, que después habrá revanchas. Leonardo espera una próxima experiencia, la espera ansioso, impaciente; aunque con el sospechoso temor, de que tampoco le será favorable.