martes, 5 de marzo de 2013

La playa

No me gustaba la playa, lo recuerdo muy bien. Prefería mil veces una casa en medio del campo, rodeado por árboles entre la caca de las vacas y los mosquitos insaciables. Cuando iba a la playa me olvidaba del mundo y corría como loco. A pesar de que me embadurnaban en bloqueador y usaba polos, terminaba rojo como un camarón (siempre usaron esa expresión). Ser blanco no te hace más importante, te hace débil, lo sé yo. Los únicos días que exponía mi piel a los rayos del astro rey, eran en épocas veraniegas. Mostraba sin pudor las venitas que sobresalían, mis tetillas empequeñecidas y mi ombligo saltarín. No me metía mucho al agua porque estaba helada y porque no sabía nadar (ahora tampoco). Miraba asombrado a avezados nadadores que se sumergían en las aguas como focas y nadaban hasta el fondo, hasta donde no se divisaban y rezaba por si acaso, por si no volvían. Pero nunca fui testigo de una desgracia, pues cual José Olaya, regresaban a la orilla victoriosos. A mí me revolcaban las olas más pequeñas y tragaba litros de agua salada que seguro alguno de esos valientes nadadores había meado. Mi madre siempre dijo que la playa era más limpia que la piscina, entiendo por qué. Después de haber sido libre como las mismas gaviotas, regresaba a casa por la noche a sufrir los estragos de ser albino. Mi madre me disfrazaba de ensalada y me ponía tomates por todo el cuerpo. Me untaban cremas que no ayudaban y me daban un baño que no sabía calmar el dolor de ser blanco. Luego del bronceado asesino al que sobrevivía porque no era mi hora, procedía a la muda de piel. Tardaba días de días en terminar de pelarme y regresar a mi color natural, color papel bon. Odiaba la playa. Yo quería que compren una casa en el campo y que veraneemos ahí, lejos del mar. Con el tiempo me resigné a la idea del tomate por la noche y empecé a cuidarme un poco más, a refugiarme discretamente en la sombrilla y mostrar mi piel con cuidado. Al adiestrarme en el arte de no quemarme, entré en el problema de no ostentar un cuerpo digno de la playa. Mi delgadez me confinó a usar prendas que disimulen la falta de músculos y a utilizar más ropa de la necesaria. Aprendí a nadar por necesidad. Me arrojé a la corriente marina persiguiendo a unas chicas que me hacían señales desde el fondo pidiéndome que las alcance. Llegaba a penas, peleando contra la marea, tragando mil de agua salada, pero llegaba. El regreso era más fácil, sólo me hacía el muertito y el mar sabio, se encargaba de devolverme. “No le tengas miedo al mar, pero sí mucho respeto” – me dijeron alguna vez. Hice las paces con la playa un verano a los doce años; un verano en que me quedé un mes confinado a escuchar las olas golpear por la madrugada sin poder dormir por temor a un maremoto. Juro que escuchaba a las olas acercarse y que sentía hasta los pies humedecer de miedo. Aquel mes entendí que lo mejor de la playa no se encuentra al medio día y bajo el sol; lo mejor de la playa está por las noches, a la luz de la luna. Caminaba un buen tramo hasta una canchita de fútbol donde se juntaban chicas lindas y chicos de mi edad. Si algo hice discretamente bien, fue jugar al fútbol. Eso hice, matar mis penas con una pelota, al compás de los gritos de aquellas niñas lindas y bien bronceadas, que sabían corresponder a mis jugadas peloteras. Terminaba el partidito y regresaba a casa, esperando que nunca amanezca o que se haga de noche rapidito para regresar a meter un gol. Aquellas noches duraron poco, puesto que las chicas se cansaron de ver a un pequeño rubiecito y decidieron ir a besarse al oscurito con sus chicos guapos. Yo regresé a la casa que alquilamos y me encerré a contemplar atardeceres apoyado en la ventana que daba al mar. Tengo que aceptar que ese verano descubrí los encantos del sol, el mar y la arena que siempre se metía en mis calzoncillos. Ya más crecidito y acudiendo a la playa para festejar año nuevo, empecé a disfrutar un poco más. La playa permitía ver a mis amigas en prendas menores que mostraban sus dotes de mujer. Acudir a la orilla ya no incurría en dolores por insolación. A pesar de desenvolverme un poco mejor bajo el astro rey, siempre vi con mejores ojos a la playa por la noche. Echado en la orilla, mirando un cielo llenecito de estrellas. Intentar pedir un deseo con las estrellas fugaces y sobre todo si el deseo aquel estaba echada al lado mío. A pesar de mis aventuras playeras, nunca tuve un amor de verano que sepa recordarme aquellas temporadas con melancolía. Nunca procuré un beso inolvidable próximo a la orilla. Hasta hace poco, escapándome un fin de semana de la rutina que implica trabajar, descubrí que podría vivir frente al mar. Me encantaría poder quedarme otro mes entero mirando las olas ir y venir una y otra vez. Echarme en la oscuridad de la noche mirando un cielo despejado e iluminado. Me encantaría quedarme un par de días corridos echado al atardecer, sin sombrillas, bronceando mi cuerpo poco a poco. Me gustaría veranear de verdad, y no un fin de semana. Caminar por la orilla remojando mis pies, mirando el sol morir en un mar infinito en el cual nunca podré perderme. Me gustaría que mis hijos tengan la oportunidad de hacer una sana costumbre todos los veranos y no sufran lo que yo sufrí. Que aprendan a correr olas y que se metan al mar sin que la primera ola los revuelque. Me gustaría casarme en alguna playa, al atardecer, con pocos invitados. Me gustaría alquilar una casa de playa todos los veranos, siempre en una playa distinta. Echarme en una perezosa, tomar una cerveza helada. Me gustaría que el mar lave el tiempo en mi piel, que el sol maquille las marcas de una vida que pasa rápido y dormir en la arena sin temor de ver un reloj. Caminar descalzo, con el torso descubierto. Mirar atardecer y por las noches, intentar pedir el deseo pendiente. Con el tiempo he descubierto que al niño viejo si le gusta la playa, y que incluso, a veces, se le antoja que lo disfracen de ensalada.