viernes, 26 de septiembre de 2008

El afán por las discotecas

Sospechosamente el lugar donde recientemente me he pensionado, luego de pagar por adelantado (intentando no morir de hambre por negligencia mía, mal gastando el dinero como suelo hacer con frecuencia), ha cerrado luego del único consumo que hice, luego de haber cancelado el dinero (que no es mucho). Paso por la noche, raudo en el auto, veo el local iluminado por una miserable bola de espejos, gente bailando, tomando; aquel lugar al cual creo no regresaré se ha transformado en un antro, en una discoteca de mala muerte, e indirectamente me siento socio de ese establecimiento que seguramente es clandestino. Prometo no regresar, por lo menos no de día, lo haré de noche para consumir mi adelanto y reclamar las ganancias que merezco por aportar mi capital. Compro algunos víveres y embutidos para la casa que consumo presuroso porque todos vencen en unos días. Mis labios paran resecos, inmovilizados; haciendo las veces de ventrílocuo me comunico con la gente que me mira con extrañeza, intento sonreír y me veo aún más ridículo. Me he cortado nuevamente el cabello, no con la chica que sabe hacerlo generalmente, su local para también cerrado (quizá y sea también una discoteca); tengo que acudir a la peluquería donde fui hace mucho, prometiendo regresar pronto; me cortan el cabello de la manera más chúcara posible, horrible, siento que es una especie de venganza por no haber regresado en la premura prometida; me paro, indignado, doy una mirada de descontento y agradezco prometiendo regresar pronto. Los domingos siguen siendo tremendamente aburridos, lo único bueno que traen consigo es que no tengo que bañarme y puedo apestar todo lo que me dé la gana, haciendo uso de la libertad que tanto me emociona. Voy a trabajar con sueño, a pesar de que tengo la mañana completa para dormir. Ser el nuevo en el trabajo no es bueno: tengo que aprender mucho, gano poco y hago de todo, como comprar en la tienda, pasarles material y cualquier cosa que les facilite el trabajo y les de flojera hacer. Los fines de semana salgo aturdido, desganado, pusilánime; visito discotecas donde no soy socio indirectamente y hay chicas regias, lindas y sobre todo con buen gusto, porque no quieren bailar conmigo. Voy al cine y veo Batman, La Momia, y otras pancartas pero no veo ninguna película porque las salas están llenas. Mi celular no funciona, lo cargo ocho horas y la batería me dura sólo una. Tomo vitaminas para mantenerme activo, lúcido, despierto pero no hacen efecto, por el contrario paro bostezando todo el día. Consumo un jugo cítrico al cual me he vuelto adicto y debe de estar matándome lentamente, por más que aumento la dosis, la vida aún gana la partida.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Un infeliz feliz cumpleaños

Mi pobre celular reventaba. Me despierto a las ocho de la mañana y ya tenía trece llamadas perdidas y un sinfín de mensajes. Pienso que debe de haber un error, quizá una emergencia pero no, todos comienzan con un simple feliz cumple. Recuerdo que es mi cumpleaños, que me queda menos tiempo sobre este planeta al cual protejo poco, pero no recuerdo conocer tanta gente. Me llaman recientes conocidos y me preguntan que voy a hacer por la noche; yo respondo: nada. Me llaman viejas amistades y me preguntan cómo es para la noche; y yo respondo: nada. Me llaman familiares y me aconsejan de que no salga, no tome, tenga cuidado; y yo respondo: no pienso hacer nada. Nunca he celebrado un cumpleaños, y creo que nunca lo haré. La gente me felicita y manda sus cariños y yo no entiendo el porqué. Seguro tenían la certeza de que no vivía un año más, que mi cuerpecito endeble, esmirriado, no aguantaba doce meses más y llaman a felicitarme por mi acto de sobrevivencia impensada. Mis cumpleaños me hacen pensar que mi tiempo se agota y aún no he hecho nada productivo y que está más cerca el fin de mis días que un logro. Mucha gente que no veo hace tiempo, de la cual muchas veces ya ni me acuerdo, me saluda y yo me siento miserable porque no me acuerdo ni de mi santo, mucho menos de el de ellos. Mucha gente que creo querer y debía saludarme no lo hace y los quiero un poquito más porque se parecen a mí. Mi madre y familiares de Tacna, con los cuales siempre he pasado mi onomástico, me llaman y me entra una pizca de nostalgia que se acaba cuando corto el celular. Los gatos de mi primo se suben a mi cama y se engríen conmigo, maullando, ronroneando, como saludándome también antes de hacerse pis en mi manta polar. Me estoy haciendo más viejo y no me doy cuenta, no acumulo experiencia y me da más sueño. Espero que mi próximo cumpleaños pase desapercibido y nadie me recuerde mi desgracia.

viernes, 5 de septiembre de 2008

La bebida del Perú

Cara de hombre serio, de bulldog, grandote y rechonchito; esa fue la primera impresión que Yusef (compañero de capacitación y a la postre, un buen amigo) me dejó el primer día. Me tocó también (como cosa del destino) compartir grupo con él, donde ya contándome sobre la diabetes psicológica que padece, me sorprendía diariamente con la seis (como mínimo) Inca Kolas que se tomaba una tras otra, compartiéndola con todos con una alegría desbordante. Entre Yusef y la Inca Kola existe un amor intrínseco, inquietante, sibilino. Yusef dependía más de aquel líquido rubicundo y efervescente que del aire mismo. No sólo tenía un nombre raro, también poseía un par de apellidos elocuentes, el segundo, ilustre. Yusef pertenecía directamente a la familia Inca kola, siendo nieto del fundador de aquella bebida. Compraba miles de Inca Kolas teniendo en su armario un millón más. Yusef se inyectaba insulina, la cual le bajaba el azúcar de la sangre de una manera chúcara y desmesurada. Él no se hace problemas y la estabiliza con un par de Inca Kolas, y termina no sólo repuesto sino que también feliz. A Yusef no le funciona el celular, el cual posee un valor sentimental; aquel valor sentimental no basta, Yusef lo arroja al mar de Barranco sin complicaciones y se compra uno mucho más caro y bonito, y con dos días, con mucho más valor sentimental que el anterior. No hay hombre más mujer que Yusef, un cabro formidable que coquetea con todos los varones del grupo, incluyéndome. Lo hace de una manera agradable, mandando besitos, guiñando el ojo, arrugando su naricita y luego, descarado, se echa a reír sabiendo que le sale regio aquel jueguito afeminado. Parece misógino cuando juega al mariconcito. Yusef se hizo de una enamorada en plena capacitación, a la cual engreía no sólo con besos y abrazos, también lo hacía pagándole en secreto y con desprendimiento cualquier cuota efímera que se presentara. Yo mataría por estar con él. Yusef tiene un gran sentido del humor, mucho vello en pecho y una Nana a la que quiere mucho. A Yusef le resbalan las cosas, se ríe de todo. Yusef se ha hecho una “Y” de Yusef (que casualidad) en el pecho, afeitando sus vellos en un momento de arrebato. Yusef confía en su Nana, la cual le recomienda agua de manzanilla en forma de gotitas para los ojos; Yusef se las hecha confiado, baila todos los ritmos posibles, lagrimeando a muerte y musitando con gracia: “Vieja chuchasu…”. Yusef, en contra de su voluntad, se ha cortado el cabello por exigencia del banco, parece un niño viejo, con aquel corte semihongo que lo hace ver chistosísimo; ya no es un bulldog, ahora es un pastor ovejero. Yusef me dio tres piquitos frente a toda la capacitación, todos previamente planeados para armar un escándalo, tres piquitos que nunca voy a olvidar. Yusef comparte Inca Kola y también su gracia, jugando bromas a todos los chicos por la noche cuando estos se quedan dormidos. Juega bien fútbol, vóley, sobre todo póker, donde es más sínico que nunca. Yusef es una gran persona, que deja de serlo si te ve tomando Coca Cola.