domingo, 14 de septiembre de 2014

Me importa un huevo

Entonces, con un ojo medio cerrado, me miró fijamente y me dijo bájate el pantalón. Yo obediente desde pequeño, me bajé la prenda, la trusa, y mostré mi colgajo algo tristón. Me toqueteo los testículos con brusquedad y aquel dolorcito se pronunció. Creo que confundió mis genitales con plastilinas porque las estiró como si estuviera aplicando una especie de tortura, como si quisiera que ellos confiesen algo. Me invitó luego a tapar mis minucias y a tomar asiento frente a su escritorio. – Tienes el testículo torcido – me indicó sin quitarme la mirada de encima. – Es un problema de nacimiento, algo común. Con una operación lo acomodamos. Diez días de descanso. La primera noche quedas bajo observación en la clínica. – me comentó de una manera pausada, como cansado. Siempre mirándome fijamente, como esperando algún tipo de reacción particular. Su párpado izquierdo caído, abatido, como mis propios testículos. Mi reacción, calcina como siempre, aceptó el proceso sugerido con pasividad, como si se tratara de una inyección. El doctor argumentó algunas cosas más sin encontrar respuesta. Quedó en gestionar con mi aseguradora el tema de la intervención y en contactarse conmigo al recibir el visto bueno. Yo le agradecí y salí de su consultorio con la misma frescura con la que entré. - Si tienen que operarme, que sea en el hospital que atendió a mi mamá, donde la trataron diez puntos – pensé precisamente camino al hospital, donde sacaría una nueva cita para coordinar mi intervención. Mi preocupación no pasaba por el tema de la operación. Mis pensamientos errantes cobijaban el texto que acompañaría mi descanso médico, el que me obligaría a ausentarme del trabajo diez días. El texto delataría mi falta de huevos y se prestaría a alimentar mi fama de promiscuo. El doctor que me atendió, con aproximadamente cuarenta y cinco años (mucho menor que el viejito pesimista) también me invitó a despojarme de mis prendas y procedió al toqueteo. Con sus manos mucho más cálidas y amables, hurgó entre mis bolas con menos brusquedad que el día anterior. Ya le había contado mi última experiencia, el diagnóstico pronunciado, mi resignación. Su conclusión no coincidía con la del viejito sádico que quería cortarme una bola. Me derivó a un análisis de sangre, una muestra de esperma y una ecografía testicular. Al día siguiente, temprano por la mañana, puse una porno que poco me inspiró. Sólo dejé la muestra de sangre. Las enfermeras que debían programarme la ecografía postergaban la cita con nerviosismo. Por fin el día acordado, me invitaron a sentarme sobre una camilla y a despojarme nuevamente de mi pantalón y bóxer de colores. El ecógrafo me sugirió me agarrara el colgajo para poder explorar mis canicas. Con las enfermeras en el mismo cuarto, pero aplicadas en sus labores, miraban sus computadoras sin prestarme atención. El doctor a punto de examinarme, recibió una llamada sorpresiva de un tal  Carlitos, y procedió a manifestarle su aprecio y sorpresa por la llamada, dejándome cerca de tres minutos agarrándome el pito con las bolas al aire expuesto a los vientos helados de la habitación y a una futura gripe. Ya terminada su charla, procedió a retomar su labor en mis testículos y a dictar sus observaciones: Testículo derecho, tamaño homogéneo. Epidídimo, conforme. Conductor deferente, igual. Testículo izquierdo, homogéneo, conforme e igual al derecho. Su dictado, entre el cuerpo observado, y la observación, presentaba un silencio incómodo, como a punto de dar una mala noticia que terminaba generalmente en “homogéneo”. De un momento a otro me soltó  los genitales, me lanzó papel higiénico y me pidió que me limpie y suba el pantalón. A pesar de mis esfuerzos denodados y mi ímpetu libidinoso no dejé mi muestra de soldados porque en verdad ellos no van a la guerra, se cohíben, se inhiben ante cualquier conato de beligerancia. Tengo mis soldados hippies. Aquel frasco esterilizado, como algunas señoritas en mi vida, se quedó decepcionado, insatisfecho. Todavía no recojo los análisis y las conclusiones de los mismos. Me basta con que no me operan, no me corten un huevo. Me conformo hasta la próxima cita con que todo es homogéneo y normal. Ahora el término: “Me importa un huevo” ha tomado una coyuntura casi romántica, de amor extremo, de pertenencia que roza los celos enfermizos. Iré en busca de los resultados estos días, y me importa un huevo el diagnóstico.