lunes, 22 de julio de 2019

La novela que nunca escribiré

A los veinte años decidí salir del cobijo materno y de aquella pequeña ciudad que no avizoraba para mí la garantía de emprender el vuelo que me lleve a cumplir mis sueños de juventud. A mis veinte años y sin mucha diferencia a hoy, no sabía qué sería de mí en los próximos cinco, ocho, diez años. Corría el año 2008 cuando con un par de bultos encima cargué inocente las expectativas de algo mejor y seis horas después, me hallaba en una ciudad donde llovía a morir en pleno verano e igual jugaban carnavales y sin uso de sentido común, te mojaban sobre mojado. Siempre fui cautivo de la soledad que se necesitaba para conocerte mejor y me entregué a ella. Un año antes, en el 2007 y producto de mi afiebrado sueño de ser escritor, empecé a publicar escritos donde contaba historias exageradas y bohemias de cómo veía las cosas y los pequeños sucesos de los que era protagonista. Las contaba tan distantes de la realidad pero al mismo tiempo convencido de lo que recordaba que sin duda eran “Las memorias de un desmemoriado”. Esperaba ansioso los martes para subir una columna que era sagrada, que me ayudaba a alimentar las ganas de entregarme a las letras y que incluso en el tiempo me sirvió como catarsis. Aquella página olvidada lleva ya doce años acompañándome ahora como consuelo. Llegué para estudiar sicología, y en la breve preparación que tuve para alcanzar ese objetivo, encontré una historia hermosa, que me cautivó por todo aquello que me perseguía y persigue como parte de mis recuerdos. Desde pequeño mi mami y a religión fueron condimentos de amor. Pasé mis años más tiernos recorriendo iglesias de la mano de mamá, siendo víctima de los pellizcos de abuelitas devotas que veían en mí un pequeño angelito sin alas. Me dormía en las misas, jugaba a las escondidas cuando no había misas y rezaba con una fe que ahora extraño. Mi madre es el gran amor de mi vida, y lo poquito de bueno que tengo se lo debo a ella, quien con aplomo y sin saber cómo, me sacó adelante sin la presencia paterna. La historia transcurre en cualquier tiempo con un chico de quince años aproximadamente, que producto de la edad y la afanosa idea de perder la castidad se entrega al asesoramiento incauto de sus amigos de colegio, un colegio religioso donde se mezclaba perro, pericote y gato. En aquella ciudad había un prostíbulo muy conocido, donde aquellos muchachos se encontraban con sus pintorescos profesores, los cuales accedían a aprobarlos con la condición del silencio. Mientras escuchaba aquella historia comulgaba cada suceso con mis personajes propios, con mis amigos, compañeros; con el colegio donde pasé quizá los mejores años de mi vida. Mis primeros amores y experiencias con el sexo opuesto. Las exageras historias donde me contaban que ya habían pasado a las filas de los hombres con experiencia sexual y las innumerables veces que intenté pasar a ese grupo de privilegiados con poco éxito. Mis profesores que eran mil veces más pintorescos de lo que pude escuchar en la historia original. La influencia de mamá en el personaje principal que fácilmente pude haber sido yo y la importancia del amor en cada centímetro de la historia. Tengo el boceto de aquel libro que nunca escribiré hace once años y sigue igual de fresco pero sin los bríos de ser el próximo Jaime Bayly, quien es mi héroe literario y por suerte en una feria del libro se lo hice saber antes de que firmara un libro que leí toda una noche antes. Yo quise se r escritor y vivir de ello. Alquilé un cuarto, compre un colchón que tiré en el suelo como una isla en medio del mar, y alrededor mío todos los libros piratas que devoraba como si fueran el pan de cada día. Me duró una semana porque estuve a punto de contraer una neumonía, por eso compré una cama de segunda mano con tablas que la cruzaban que eran de otra tarima y que se caían conmigo encima cada cierto tiempo, así como se cae aquel sueño de viajar por el mundo firmando mis libros, como Jaimito me los firmó a mí.