lunes, 22 de agosto de 2011

Creo que me odian

La niña de abajo sin ninguna duda, debe odiarme. Debe odiarme a mí y a mi añeja cama; y por ende, a mi compañera de tertulias. Me debe de odiar por escuchar patinar las rueditas de mi silla a horas impensadas, por escuchar que jalo de la bomba del baño por las madrugadas, por lo mal que toco el piano a altas horas de la noche, porque pongo música rara, porque me río solo, porque me río acompañado, porque no me mudo, me odia con todas sus vísceras y algo más, debe de estar planeando algo para dejar de odiarme. Estoy casi seguro de que Penélope me odia; me odia porque estuvo muy cerca de mí, porque fui galante y caballero con ella, porque la hice reír mucho y ella a mí; debe de odiarme porque no le prometí nada pero seguro pensó que todo era explícito, me debe tener mala saña porque compartimos un vino con el que terminamos brindado nuestro alejamiento, un brindis por la aspereza con la que hoy me trata, todo porque no la llamé ni le miré la cara ni le prometí cosas que le hubieran encantado que le prometa, porque no le hice caso cuando de manera muy evidente trató de sacarme celos y cuando de manera muy elegante, empecé a virar mi barco hacia otros vientos. Penélope me odia porque no pudo quererme como quería y porque soy un tipo muy renuente para ella. Lorena, la hija de la dueña de casa, me odia: ella me odia porque tengo muchos amigos que me quieren, y porque esos muchos amigos tienen la sana costumbre de visitarme, tienen la insana costumbre de que sea los fines de semana por la noche, y la manía incontrolable de reírse como en su casa. No es mi culpa que viva solo y que tenga amigos que deseen atenuar mi soledad. Ella me toca la puerta, me dice que saque a todo el mundo y se va con cara de disgusto. Presiento que me odia más porque no la invito a las fiestas improvisadas que hago. Por suerte su mamá, dueña de casa, no me tiene tantos anticuerpos; debe de ser porque le pago puntualmente, y sobre todo, porque cada vez que entro en falta le compro un par de perfumes o colonias que la deja muy contenta. Entonces ella feliz, yo huelo rico y Lorena me odia sin chance de poder sacarme de su casa, claro, por ahora. Chana me odia, lo sé porque no saluda a nadie que me conozca y desecha todo lo referente a mí. Chana fue una enamorada con la que pasé muy buenos momentos y con la que me divertí de verdad, lamentablemente las cosas no se dieron y procedió a borrarme de su vida como un dibujo feo se borra de la pizarra y ahora, aunque vivimos en la misma ciudad, no la veo nunca y presiento es porque no quiere acercarse a este ser que huele a perfume mal comprados y de corazón voluble que un día dijo hasta aquí no más para el bien de todos. Ella me odia y seguro cree que nunca la quise, si es así, estás en error mi querida Chana, aunque de nada sirve, igual me vas a odiar. Mónica me odia porque no le aplaudo sus gracias y porque no entiende que como amigo suyo que me consideraba y por el cariño que le tengo, no puedo mentirle. La mejor forma de demostrar mi cariño será siempre con la verdad, y lamento Mónica que no tengas correa suficiente para distinguir la realidad del mundo aquel donde has decido vivir, donde quieres a los que te dicen que eres una reina y odias a los que no están contigo. Si me odias, bien por ti, a este paso sólo te falta pelearte con Europa del Sur y el norte de África, después te has pelado con todo el mundo, y para seguir siéndote sincero, has perdido todas. A ti si te deseo suerte y espero que la popularidad que supuestamente tienes, no termine por alejarte de todas las personas que en verdad te queremos, besos. También me odian hombres: Kevin no sólo me odia, debe querer verme muerto y si es posible, ser él quien provoque mi deceso. Kevin me odia porque su enamorada me tiene cariño, porque antes salíamos, porque lo saludo con una sonrisa amable que no sabe recibir como se debe y porque sospecha que estoy detrás de todas sus peleas amorosas. Kevin no estará tranquilo hasta que desaparezca y por eso quiere apresurar mi despedida. También deben de tener cierto encono conmigo algunos que fueron mis amigos acérrimos y con los cuales no me comunico por pura flojera. Lo lamento, si los viera compartiría con Uds. un buen pisco sour y una larga charla. Me debe de odiar mi profesor de piano que viene desde el otro lado de la ciudad para enseñarme la misma clase semana tras semana debido a que no practico o simplemente, soy un negado para la música. Por último, deben de odiarme con mayor efusividad las personas que no nombré porque no me acuerdo de más almas que quieran envenenarme con sus malos deseos. Por lo tanto, deben de odiarme por despreciarlos, ignorarlos y no prestarles atención. Pero por suerte, existe aquella memorable frase que dice así: “El odio está a medio paso del amor”.

miércoles, 17 de agosto de 2011

La marcas que quedan

La marca que tengo en mi espalda, a la altura de la cintura, marca de la cual desconozco su origen pero no es de tamaño inferior; seguro producto de alguna mala caída provocada por el fútbol. La marca que tengo en el labio inferior producto de una mordida de un animal pequeño y agresivo, el cual me mordió sin reparos y ahora me hace lucir una cicatriz en forma de uve que me acompañará toda la vida y me hará desconfiar de los pequineses. Las marcas de pelotas en la pared del patio de mi casa en Tacna donde me ponía a jugar solo pateando el balón una y mil veces contra la pared que ahora luce una decoración poco ortodoxa pero deportivamente elegante. La marca que tiene el “Loco” en la frente, un poquitito más arriba de la ceja derecha, producto de una vehemente salida mía para cortar un ataque aéreo que terminó en gol y también con un corte y sangre que no merecía menos de dos puntos y unas disculpas que gracias a los dioses del fútbol fueron aceptadas. La marca que dejé en los lugares donde estuve: algunas buenas, donde quedé como un chico humilde, educado y atento; otras no tanto, donde di la imagen de chico creído, parco y arrogante. Las marcas que dejan un encuentro fortuito: una noche en los juegos mecánicos donde ella creyó que yo era su guardaespaldas, una noche de tertulia y un beso robado por condescendencia a su prima que se besaba metros más allá, aquella vez que no me invitaron a un cumpleaños y la pasé mejor que mucho invitados y coquetee con la cumpleañera. Las marcas más profundas que dejan las despedidas: cuando la chica del los juegos mecánicos se fue para no ser nunca más la misma, la vez que le confesé a una enamorada que no me porté del todo bien y no me perdonó nunca (como debe de ser), la vez que me di contra la pared por querer de más y ser más apasionado que coherente. Mi primera experiencia sexual. Mis primero tres besos. Mi primera enamorada. Mi última enamorada. Las palabras de mamá. Las muestras de amistad de valor incalculable para entender que importante es tener un amigo. Las muestras de cariño que me hicieron sentir en momentos verdaderamente especial. Las zurras de mi madre. La decepción del fracaso. Las muertes que nos alejan de las personas que queremos. Las arrugas en mi piel. Los nacimientos de personas que en verdad dan un vuelco total de nuestras vidas. La marca que deja el dulce de los aplausos y las loas cuando eres bueno. La hiel saboreada cuando no te acuerdas una poesía en medio auditorio o el sin sabor al aceptar que no lograste lo propuesto. Los penales que fallé que nos ponían en instancias decisivas o que nos hacían de un campeonato más. Vivir solo. Mi padre. Ver tantos limosneros y presentir que ese será mi destino. Zinedine Zidane, Fito Paez, Jaime Bayly, Homero Simpson, Michael Jackson, Freddy Mercurie, mi madre. Una pelota de fútbol, una camiseta, un perfume, un lugar, una persona, una palabra. Marcas que dejan un beso, un abrazo, un te quiero. Huellas que quedan después de una separación sin despedidas, de un cruce de palabras con alto calibre de despecho, las acciones que nunca debieron ejecutarse. Hay marcas de guerra que quedarán en nuestra piel y quizá nunca se vayan y nos recuerden cada vez que las observemos alguna caída, gresca, mala decisión. Aquellas marcas que nunca pasarán desapercibidas y que serán parte de nuestra anatomía hasta que la muerte nos encuentre o hasta que encontremos una buena crema cicatrizante. Las marcas imborrables que dejan los momentos, momentos que probablemente nunca regresaran, para bien o para mal. Las huellas que marcan nuestras vidas producto de alguna palabra que resuena en nuestra cabeza, producto de una acción que recordamos de vez en cuando y repetimos una y otra vez como comercial de televisión. Las marcas que dejan los recuerdos imborrables y no hay cremita cicatrizante que las borre, sólo el tiempo se encarga de empolvarlas para revivirlas cuando la muerte se aproxime y pongamos en la balanza si tuvimos el buen gusto de saber vivir. Y nos iremos con miles de marcas, con huellas imborrables, y partiremos con cicatrices y recuerdos. La vida está llena de detalles que de una u otra forma nos hacen ser mejores o peores individuos. Las marcas que llevo conmigo, en la piel o no, son parte de una vida que de vez en cuando, me llevan a esos momentos que siempre recuerdo con nostalgia.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Mis últimas semanas

Los fines de semana son violentos, volcánicos, agresivos. Salgo con un grupo de amigos que se han vueltos unos caníbales a la hora de divertirse, unos vikingos a la hora de libar, unos energúmenos a la hora de bailar. No somos muchos pero somos buenos y el público que hoy nos acompaña se ha percatado de eso y nos brinda su atención. Hay gente que nos mira de reojo, hay gente que nos mira sin temores, hay gente que nos coquetea, que nos pide con la mirada que las saquemos a bailar, que nos observan con asombro o con temor; hay mucha gente alrededor nuestro y no pocos nos prestan atención y la bulla nos confunde a todos. No somos populares pero al parecer parecemos y la gente nos cree así y nos alienta. Los fines de semana la paso rodeado de gente nueva, de gente desconocida, de gente que no se pierde una fiesta, con gente alegre que se desconoce entre el humo y la música. Yo me desconozco, a veces me posee el galán de discoteca trucha o el tipo ganador que nunca fui pero parezco y ya, soy otro. Los lunes son largos y cansados; después de tanto trajín juerguístico y fiestero, el cuerpo pide reposo, pero no hay tiempo, debemos de volver a la realidad laboral que nos esclaviza y nos da de comer: lunes, no llegues nunca. Los martes un poco más adaptados al hecho de trabajar, esperamos el final del día para poder jugar nuestras famosas pichangas, que cada vez son menos famosas porque poco a poco empiezan a desaparecer los participes y terminaremos jugando tres contra tres cualquiera de estos martes: “¡la pelota no se mancha!”. Miércoles y jueves debemos de recuperar el tiempo perdido y ponernos al día en el trabajo. Por las mañanas aprovechar y lavar toda la ropa acumulada de la semana, tratar de limpiar el muladar que es mi cuarto e intentar no gastar el dinero que más adelante me puede hacer falta: Dios, estos días no nos desampares, son los únicos en que intentamos producir. Viernes por la mañana: clases de piano. Mi profesor me cree una bestia, siempre tengo cara de sueño, toco por inercia y claro, siempre toco mal, él (mi profe), debe de creer que soy un pastrulo con conciencia artística. Por la tarde planificamos lo que será el fin de semana, dónde terminaremos, con quiénes saldremos. Los fines de semana se han vuelto agotadores y lascivos. No son los mismos sitios, no siempre la misma gente, no siempre los mismos horarios. Mi cuerpo sabe que dejará la actividad vital pronto y parece apresurarse a envejecer y deteriorarse. Llego siempre de madrugada, cada vez más tarde. Parezco no tener sueño y no puedo dormir si no está por amanecer. Llego a casa, desfundo el piano, y toco con los ojos cerrados por largos minutos; toco “Para Elisa” y seguro Beethoven me odia y también mis vecinos pero yo toco lo poco que puedo, lo poco que he aprendido, seguro mi profesor estaría fascinado con mis habilidades musicales bajo el efecto del alcohol. Me paro, hago una venia para un público inexistente y nuevamente coloco la funda sobre el instrumento. Me pongo lo que encuentro y me dispongo a dormir. Todos los domingos me enfermo, no es resaca, es una enfermedad crónica y dominical la que me aqueja. No salgo a la calle, generalmente no almuerzo, no veo a nadie, sólo duermo. Me despierto para ir al baño, prendo la tele y el sueño me gana nuevamente. Duermo cada tres horas y luego descanso. No toco el piano, no entro a internet, no leo absolutamente nada; sólo duermo y descanso. Me siento enfermo, siento que muero los domingos, extraño mucho a personas que están muy lejos, que no veo hace mil, me arrepiento de mis pecados, de las veces que parecí abyecto. Soy el único presente en mi propio velatorio y a través de mi ventanal veo el sol morir antes que yo. Las semanas transcurren con pocas novedades. Siento mi salud deteriorar cada vez más, algo en mi estómago no está bien. Ya no sólo creo que moriré en mayo, ahora creo que será un día domingo, un día domingo en que sólo quiera dormir, en donde sólo me interese descansar; y a tanta insistencia, encontrarán puerto mis ruegos y terminaré descansando en paz; un domingo, un domingo cualquiera (de mayo por supuesto). Los últimos fines de semana, al parecer, son mis últimos fines de semana.