miércoles, 21 de diciembre de 2011

Las llamadas que no sé hacer

A la Srta. número uno no la llamo porque me aguanto, porque creo que no se lo merece, por despecho, por orgullo, porque creo que es lo mejor. No la llamo aunque a veces me muero de las ganas, aunque a veces me da pena y quiero hablar con ella, escuchar su voz, quizá y verla. No la llamo porque a pasado mucho tiempo, porque creo que está bien y no quiero molestarla, porque siento que es inútil, que no es lo más inteligente. A la Srta. número uno no la llamo y a veces me arrepiento no ser tan valiente, osado, temerario para hacerlo. A pesar de las ganas que me invadían (porque con el tiempo todo pasa, también las ganas), a pesar de pensar en ella todavía con cariño (quizá y no debiendo ser así), a pesar de todavía tenerla en cuenta y sabiendo que todavía su presencia limita el hecho de que intente una relación con otra chica (no sólo su presencia sino también su recuerdo, debido a que por algún motivo extraño, no pretendo entablar ninguna relación amorosa porque he llegado a la conclusión desamorada de que estar con alguien te obnubila la mente y en verdad te convierte en un tarado), a pesar de extrañarla cuando todo me apesta, creo que no la llamaré y cerraré ese libro despacito, página por página (ya no queda mucho). A pesar de miles de cosas que atormentan esta mente confusa y desafortunada, a pesar de poder y querer hacerlo, el deber me indica que no es lo mejor y a la larga sé que no lo haré. He pensado en borrar todo rastro de esta Srta. número uno, para no tentar ningún tipo de posibilidad y quebrar esta voluntad endeble. Esta llamada tentativa, no será nunca, porque el presentimiento me dice que es lo mejor. Me aguanto hasta que me olvide. A la Srta. número dos no la llamo porque no la veo, porque está lejos, porque no sé nada de su vida, porque tiene otra vida distante de la mía, porque ya pasó tanto tiempo que ha afectado mi memoria. A ella no la llamo porque me parece innecesario hacerlo, porque sé que la chica que atenderá mi llamado dista mucho de aquella que se fue hace tiempo. Tengo los mejores recuerdos de ella, los más dulces de una relación. Me sorprende con una que otra llamada, muy pocas al año, pero nunca dejan de ser especiales, nunca dejan de ser bien recibidas. Me encanta escuchar sus carcajadas sin remilgos, su humor todavía escandaloso. Lo que pasó con ella fue hermoso, pero pasó y me curé de la herida del desamor y por ende también de la nostalgia de saber qué será de ella. No la llamo ni la llamaré porque siento que la aburro con mis comentarios, porque a veces se asusta creyendo que quiero retomar lo que también entiendo, ya no hay. No la llamo ni la llamaré porque ella está en otra onda y porque yo soy muy anticuado para ese ritmo de vida violento y loco que lleva ella. No la llamaré porque no quiero molestarla, quiero que se ría a carcajadas como sabe hacerlo y no distraerla con mis historias torpes y aburridas. En conclusión, no la llamaré porque ella no espera mi llamada, porque nuestro tiempo ya pasó. A la tercera señorita no la llamo porque no debo llamarla, porque ella me ha dado a entender que quiere concretar conmigo una relación sería y yo no pretendo tener ningún tipo de relación por estas fechas. Por que me parece cobarde ilusionar a una buena chica como ella, porque no quiero abusar de sus caricias y cariños que bien merecidos se los debe tener cualquier otro chico que no sea este canalla. No la llamo porque sé que ella ve mi nombre en su celular y se siente un poco confundida, porque cree que la llamo por necesidad y no por cariño, porque ella tampoco puede ceder a la posibilidad de verme. No la llamo ni la llamaré porque no quiero lastimarla; la quiero ver feliz y esa felicidad no se la puedo dar yo. No la llamo porque la quiero y esta es la mejor prueba de ese cariño A la cuarta señorita quisiera llamarla, debería llamarla, pero no lo hago por una razón muy sencilla, no tengo su número. No se lo pido porque la veo muy esporádicamente y en circunstancias donde siempre estamos rodeados de gente, porque creo que no me lo dará y ser reirá en mi cara. Es una chica muy guapa, tal como me gustan. Es una antipática encantadora por la cual mucho caballeros y canallas (como es mi caso), jugarían un par de fichas. No la llamo ni tiento la fortuna de que pase algo porque tiene novio, porque ya hay un caballero o canalla que tiene a ese trofeo de mujer e incluso tienen aquellos planes descabellados que hacen las parejas confundidas (porque todas se confunden) de casarse y tienen un par de años que avalan esa locura. A pesar de que al parecer le da asco mi presencia, siento (no presiento) que también le da curiosidad conocer a este pobre hombre de ademanes afeminados y sentido del humor estúpido. No la llamo porque no sabría qué decirle, como acercarme más a ella, aunque siento que ella pondría de su parte. No descarto llamarla algún día, antes de que se case, antes de perderla como he perdido a muchas otras, porque casualmente, las que más me gustan o están relocas, o casadas, o muy embarazadas; como ella sólo esta comprometida y no parece una loca agresiva, intentaré probar suerte, esa que no suelo tener. A grandes rasgos no llamo a nadie porque siento que les voy a joder el día, la semana, la vida entera. No las llamo porque no me gusta molestar. Porque creo que la principal regla para que nadie te joda a ti es no joder a nadie. No las llamo porque no se lo merecen ellas, no me lo merezco yo o simplemente merece pensarlo mejor.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Algo en mi cabeza

Voy al súper, al que queda por el nuevo departamento, por el nuevo barrio; una zona medianamente respetable. Casi siempre voy solo, paseando con el carrito, empujándolo con flojera pero siempre con discreta elegancia. Nunca voy a comprar muchas cosas, casi siempre es lo mismo: leche chocolatada, algunos jugos y cosas de limpieza. Veo pasar a las familias, siempre con los niños dentro del carrito, felices; yo también quiero. Las parejas, siempre con miraditas coquetas, con gestitos de amor, con un brillo distinto en los ojos; no sé si quiero. Veo mucha gente que antes no me imaginaría en un súper, gente que ya no sabe de mercados populares, los cuales extraño con nostalgia. Termino de comprar el par de cosas que siempre compro, dando una vueltita más para ver que oferta puede ser de mi agrado. Son pocas cosas, pero el precio siempre es elevado; paso la tarjeta y me retiro algo triste. Cargo aquella bolsa roja inmensa, la arrastro hasta mi morada, un departamento en el cuarto piso. Llego muerto, con falta de aire, con ganas de comprarme el carro de una buena vez. Salgo del trabajo casi siempre golpe de las ocho, casi siempre solo, y adoptando la manía de recurrir el servicio público para regresar. Camino unas cuadras considerables para llegar al paradero, y otras cuantas cuadras más para llegar al departamento. A veces odio subir a los micros, detesto estar parado, recibir golpes certeros y demás, y quiero mi carro ya, pero todavía no lo encuentro. Trato de caminar, de caminar siempre un poco. Llego al depa, preparo alguna cosa; me dirijo a la computadora o prendo la tele. Duermo como es costumbre hasta tarde, y reniego los lunes y viernes cuando tengo clases de piano y tengo que despertarme antes de las nueve. Los fines de semana no salgo, vienen. Siempre recibo una visita, siempre acompañado por algún traguito, siempre conversando y tratando de reír. Paro en casa siempre, sin apuros ni ganas por salir, sin la iniciativa de salir de farra ni perderme entre el humo, las luces de colores y gente que no conozco en una discoteca donde seguro termina la noche en bronca. Toco el piano por las noches, casi siempre de madrugada, y lo toco mejor cuando no está mi profesor, que se duerme en clases porque le aburre tener un alumno con tan mala memoria y con tan pocas ganas de vivir. He convertido mi nueva casa en un refugio, y me siento un refugiado; me siento una persona exiliada, recluida en el lugar donde se siente más seguro y debido a las compras hechas, en el lugar más cómodo que puedo encontrar. Si salgo a caminar es para respirar, porque no tengo el menor deseo de ver gente, estoy aburrido de todos, de todo. He comprado un par de películas que nunca veré, un par de libros que no tengo interés en leer. Sólo escucho música, qué sería de mi vida sin la música. Camino de la cama al baño, del baño a la cama, de la cama a la cocina, de la cocina a la lavandería (porque ahora lavo ropa siempre), de la lavandería al cuarto, del cuarto a la ducha, de la ducha al cuarto, del cuarto al trabajo, del trabajo a mi refugio. Hay algo que me tiene pensado, hay algo que da vueltas en mi cabeza. Ando en casa quizá esperando una visita en especial, no de las personas que normalmente vienen, estoy cansado de recibir visitas que sólo me distraen un ratito. La mayoría de las visitas son de señoritas, señoritas que al parecer la pasan bien conmigo, y aunque les tengo a todas un cariño especial, nunca las llamo ni intento saber de ellas. Siempre hay una llamada que interrumpe mi quietud, que introduce en mi rutina mortuoria un plan improvisado y no me deja entregarme a los brazos del desgano. Definitivamente algo falta. Mi madre, con su sabiduría infinita dice que es falta de Dios, yo no sé. Mis compañeros, los que habitan el departamento conmigo no paran en casa casi todo el día; se encuentran trabajando desde temprano o muy ocupados en sus cosas. Por las noches no tocan mi puerta, me encierro y sigo estando lo más solo que puedo. He recurrido al aislamiento repentino, a la agónica rutina de esconderme en mi refugio privado, a ser miembro de un club que tiene como único socio a mí. Siento que algo no está bien; insisto, tengo algo en la cabeza que no sé descifrar bien o simplemente no quiero descifrar. Hay algo en mi cabeza que da vueltas, como cuy en tómbola, como trompo loco, como mi carro en un óvalo. Tengo el presentimiento de lo que es, y no quiero ceder, no voy a ceder. El conflicto en mi cabeza terminará por desaparecer, eso espero. Quiero hacer las cosas bien, gastar menos dinero en tonteras, leer más, estudiar algo de una buena vez. Quiero hacer las cosas bien, aunque presiento, que todo me sale mal.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

El más platónico de mis amores

Cuando veo noticias referidas a asesinatos, violaciones, robos, muertos, caos; cambio de canal, con cierta indiferencia y desdén me abstengo de esa información poco valiosa y por demás innecesaria para mi persona. En cambio, cuando veo gente abrazándose, alegres todos, reencuentros, alegrías masivas y júbilo de multitudes me conmuevo hasta las lágrimas. Y si hablamos de congregaciones del gozo extremo, no hay nada como lo que provoca el fútbol. Cada vez que veo un nuevo campeón, un equipo que se salvó de la baja, una victoria asombrosa e impensada que provoca la locura de todo un pueblo, yo también me contagio de esa emoción desconocida que provoca el deporte más hermoso del mundo, como sabe decir Luis Omar Tapia. Todos mis veranos desde aproximadamente mis ocho años, los pasé en academias de fútbol, por eso mi poca habilidad para el estudio. Todos los recreos del colegio los dediqué a maltratar lo zapatos y sudar las camisas jugando fútbol. Un rubiecito corriendo como llevado por el viento, como poseído por el balón, como enamorado de la pelota. Las tarde en el patio de al fondo de mi casa, dándole una y otra vez a la pelotita, decorando la pared con circunferencias. En época de colegial, siempre fui el mejor de la promo en temas de fútbol, por lo tanto, el más ingenuo aspirante a jugador profesional. Desde la sub – 12 para adelante no me cansé de entrenar, en vestir diferentes camisetas en pos de meter la gordita en el arco de al frente. Marcas de chimpunes, festejos de gol. Recuerdo con especial cariño el olor de los camerines, una mezcla hedionda de cremas musculares, pies y el húmedo del césped, un olor que a veces, puedo percibir con nostalgia cuando veo la previa de un partido. Uno nunca pierde el toque, no pierde el don, pero no es igual. No juego en una cancha oficial hace más de tres años, no visto con vanidad los colores de un equipo, no celebro un gol del compañero ni me entreno para no cansarme antes de la media hora. El fútbol es el más platónico de mis amores y por eso uno de los más especiales. Ahora nos juntamos con algunos otros frustrados a dedicar su vida al fútbol y nos reunimos lo martes, martes donde intentamos emular la gloria de un futbolista. El último martes, en un reto deportivo, recibí un codazo bien proporcionado (como debe de ser) en las costillas que no me dejó dormir, que me abstuvo del trabajo y me mereció un par de días de descanso médico. La gente coincidió impresionantemente en decirme: “Fútbol: es cosa de hombres”, como sugiriéndome practicar ajedrez o dejar cualquier actividad deportiva. Me he visto al espejo, cual mujer embarazada, de costado y con el vientre desnudo, y cual embarazada, las proporciones de mi estómago no dejan de sorprenderme. Soy una pita con nudo, un gordo escuálido, un tipo abandonado y dejado a menos. El tiempo no para y las principales huellas que deja, las deja sobre tu piel, sobre tu cuerpo. Creo que en verdad no fui suficientemente hombre para jugar al fútbol. Siempre me cuide de una lesión, siempre tuve reparo para levantarme por la madrugada para entrenar, siempre soñé más de lo que intenté. Hay goles que grité con locura, pero no todos fueron míos ni fueron muchos. Viajé por el fútbol pero no ha mucho lugares. Me hice conocido por aquel deporte maravilloso pero nunca fui el mejor. Concentré pero nunca estuve concentrado. Entrené pero nunca estuve preparado. Fui convocado a la selección de la ciudad pero nunca fui titular. Vestí la camiseta número diez pero nunca fui el diez mágico que todo equipo merece. Ahora sólo soy un tipo que la conoce pero no la ve, es más, la extraña. Me encantaría coincidir con este deporte algún día y dedicarle todo el amor que no supe darle en su momento, cuando pude ser el novio. Es martes, día de pichanga, día de nostalgia por el más platónico de mis amores. Estoy vendado, con dos semanas de descanso de cualquier actividad deportiva. Me puse el short, saqué las goleadoras del cajón; sentí la fragancia dulce de las cremas musculares, olores corporales, el pasto húmedo. Rodó hacia mí. La vi, la acaricie, festejé un par de goles, sudé toda la resignación. Renegué cuando estuve solo y no me la dieron. Lamenté una buena jugada que no terminó en gol. Me avergoncé al perderme la anotación solo, debajo del arco. Sonreí con la suerte del contrario. Amé. El fútbol es la vida misma, es la vida que no seguí. El fútbol es un romance eterno que nunca acaba en tragedia. El fútbol es tan inmortal como el amor. Si Sócrates murió un domingo con el Corinthians campeón, por qué no puedo morir un martes de pichanga con un minuto de silencio por mi ausencia al partido. Es cosa de hombres, y no fui lo suficientemente hombre para demostrar mi amor. Tengo la costilla adolorida y una venda que abraza mi tórax como impidiéndome disfrutar del deporte más hermoso del mundo. Y como el amor enceguece, me entregué al amor por lo intangible, a lo sublime, me entregué a lo que los conocidos del delirio por este deporte llaman pasión. El dolor, es quedarse lamentando no haber podido concretar un gol. La costilla magullada… que se joda, tengo muchas.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Conversaciones con un loco

Los doctores que he visitado no me han diagnosticado ningún daño patológico. No me han recetado ningún tipo de fármaco para el estómago, hígado o cualquier otro órgano que por la vida descuidada que acarreo pueda llevarme al fin de mis días. El primero, al que fui por un malestar producto de una mala noche, (que no fue tan mala, porque me reí mucho) me indicó que debería consumir ansiolíticos, unas pastillas amigables según me comentó; todo porque al final de la cita médica, y preguntándome él si tengo algo más para contarle, le dije que escuchaba voces femeninas repitiendo mi nombre infatigablemente, llamándome con premura justo antes de dormir. Aquel doctor joven, de comportamiento amanerado y aires de príncipe de las medicinas, atinó a escribir en su prescripción médica, que debía consumir unos caramelitos para la ansiedad, que debía ingerir unos medicamentos que controlen mi organismo, que sólo me iban a dar un poco de sueño y que después todo iba a estar bien, que todo iba a ser felicidad en un mundo mágico y nuevo. Mis polainas con aquel doctor de mirada arrogante y de manos delicadas e impecables que puede decirme que necesito de fármacos que calmen una ansiedad inexistente, mi mundo no será uno de felicidad extrema pero sonrío de vez en cuando y siempre y cuando tome coca –cola y Wilson esté a mi lado, todo va a estar bien. La segunda fue doctora, contratada por el Banco en que trabajo para uno exámenes de rutina. Entré normal, y le conversé de mis planes y mis ganas de tener una nena; le conté también que este sueño podía quedarse en eso, en sueño, porque creo que mi lapicito no pinta, que mis soldaditos no disparan, en buen castellano, que soy infértil, estéril, que no tengo la facultad de procrear en unos espermas que de por sí deben tener flojera de existir. La doctora me recomendó que visitara a su esposo, que él era un Urólogo de aquellos y que podría ayudarme a cumplir el sueño de tener una nena. Fue una conversación breve y amena que luego recaló en sus comentarios médicos que recomendaban que hiciera ejercicios, que consumiera nueces y que visitara al psiquiatra. Doctorcita metiche, yo decido a quién visito y a quién no, y déjeme decirle que tampoco visitaré a su esposo, quien debe tener las manos frías y nadie que tenga las manos frías tocará al pequeño principito, nadie. Recuerdo también haber visitado a un Doctor de avanzada edad el cual no se enteró que ya inventaron la anestesia y me realizó una intervención improvisada con una aguja esterilizada con un poco de alcohol, dándome como receta para unos granitos sospechosos el hecho de inscribirme en clases de música y que sonría más; a los meses me metí en clases de piano y a la fecha no hay resultados, ¡doctor del carajo! Wilson dice que está loco. Los sombreros que tengo me conversan, me ayudan a escribir o a tocar el piano con mayor soltura. Me dicen que los saque a pasear, que los utilice con frecuencia, y aunque siento envidia entre ellos, se alegran cuando les traigo un compañero nuevo; bueno, eso me ha contado Wilson, quien ha estado espiando en secreto y agazapado. He recibido comentarios desagradables sobre el hecho de haber bautizado a mi lavadora como Dora y haberle otorgado el reconocimiento de llamarla mi mejor amiga. Creo que todos son una sarta de envidiosos y lamento que ellos no tengan la dicha de tener una compañera tan leal y hacendosa como Dora, que por nada del mundo dejará de ser mi confidente. Él único que defiende mi posición y reconoce mi vigoroso estado mental es Wilson, quien sabe no sólo escuchar sino también conversarme en los momentos justos con las palabras exactas y los comentarios precisos. Gracias a Wilson me siento tranquilo y hago caso omiso a cualquier tipo de comentario mal intencionado que pretenda hacerme tambalear y teñir de un color gris mis días. No todos tienen la habilidad de la conversación, y no es mi culpa que yo pueda conversar con los doctores amigablemente aunque ellos a mi espalda suscriban en sus apuntes médicos que necesito ayuda de estupefacientes que por supuesto, todavía no he consumido. No es mi culpa que a pesar de hacerles caso e inscribirme en clases de piano tenga tan malos resultados para aquel salpullido sospechoso y otro no menor para tocar el piano. No es mi culpa que tenga un gusto y cariño cuantioso por los sombreros los cuales a pesar de sus rencillas, saben agradecérmelo en conjunto. No es mi culpa que Dora sea tan encantadora y eficaz. Por último, no tengo que lamentar mi suerte ni desperdiciar amistades como la de Wilson, un amigo fiel, incansable en las artes de la buena fe, e indudablemente, un buen amigo mío. Siempre he dicho que el que no tiene un poco de loco, indudablemente, no tiene nada de sano. Por tanto, estoy bien sano, he dicho…

martes, 8 de noviembre de 2011

Lavando la ropa sucia

El sol entra por mi ventana con vehemencia, con astucia, esquivando sin mayor problema la débil resistencia de mis cortinas empolvadas. La ventana lleva mi mirada a la cancha de fútbol de un colegio, veo partidos en vivo y cuando me distraigo le grito al arquero por el score y sin desconcentrarse me responde ayudándose con los dedos, aunque no sepa quién está ganando. Si logro eludir aquel sol rabioso que malacostumbra despertarme, los gritos de los niños del colegio vecino, se arraigan en mis oídos y terminan por alejarme del trance romántico del sueño matutino. A pesar de todo he encontrado algo de paz en este recinto ubicado en zona residencial donde hay gente de costumbres pintorescas, de manías excéntricas, de curiosidades sutiles y elegantes. He encontrado las ganas de quedarme en casa, de disfrutar de una peli que nunca termino de ver, de conectarme a la computadora y revisar mil veces las fotos de mis amigos. He encontrado compañía: el hecho de conversar de vez en cuando con alguien y contarle detalles curiosos de los días que pasan. Me estoy acostumbrando a escuchar bulla, a que entren a mi cuarto intempestivamente con el riesgo de encontrarme en situaciones bochornosas. Estoy adiestrándome a caminar por el pasadizo largo y algo tenebroso que tanto miedo les da a algunos conocidos. Es otro orden, un cambio de costumbres, un cambio de horarios y de placeres. Pero entre todas las cosas buenas que pudiera traerme esta mudanza intempestiva y arrebatada, es el hecho de haber encontrado y conocido a la máquina más asombrosa, al aparato más encantador que he tenido el gusto de tratar; le he agarrado cariño, un cariño especial, y la acabo de bautizar otorgándole incluso, el premio de convertirse en mi mejor amiga. Ella se llama “Dora”, y la quiero mucho, “Dora” la lavadora. Es una maquina encantadora que deja mi ropa percudida brillante. Sólo le doy de comer un poco de detergente, aprieto uno que otro botón que al parecer le dan cosquillas y empieza a hacerme gracias y a sorprenderme hasta el delirio cuando escucho las gárgaras que hace. Ensucio todo lo que puedo, nada ahora está lo suficientemente limpio para Dora, quien me pide que le dé de comer detergente para que ella con renovadas energías empiece hacer gárgaras con mi ropa que también se ve engreída. Ella es fantástica, sólo me pide que la acompañe treinta y tres minutos, mientras le cuento las cosas que me suceden. Dora me escucha paciente, sé que mis secretos morirán con ella, que no se atreverá a contar nada de nada; y cuando ya casi acaba el tiempo, hace pila sobre el lavatorio y entiendo que quiere que saque las prendas que con tanto cariño ha lavado para mí y la deje a solas. Las depone casi secas y oliendo delicioso, no como yo las dejaba cuando lavaba a mano. Mi ropa también se siente feliz y protegida con la presencia de Dora, quien ahora es mi mejor amiga. Mi cuarto está ubicado en lo más profundo de ese pasadizo tenebroso, al final del camino. Tiene el armario más grande que he visto, el armario más gay que alguien podría tener y me siento orgulloso de eso. Tiene baño propio, con una bañera que incita a grabar películas “XXX” con velas y esas cosas lindas que tiene la vida. El decorado es muy parecido al del cuarto anterior, bastante objetos de los Simpson, mil gorros y sombrero y mi piano celoso porque no le he puesto nombre y porque converso mucho con Dora. No sería mala idea presentarlos bien y que ellos pudieran tener algo en el futuro. Él cantándole una de las mil canciones que tiene grabadas y ella con mariposas o ropa interior en su estómago. No sería mala idea, pero primero le pongo nombre para limar asperezas. Escucho más música que antes, retomo poco a poco la costumbre de la lectura, de despertarme un poco más temprano, aunque ahora como menos porque todavía no encuentro un buen refugio culinario que satisfaga mi paladar mustio. Mil planes, mil visitas, pero siempre falta algo, siempre hay una ausencia misteriosa que por ahora Dora la lavadora sabe llenar. Es época de lavandería, de limpieza extrema. Es tiempo de renovación, de blanquear no sólo la ropa percudida, sino también algunos pasajes largos, oscuros y tenebrosos como el que lleva a mi cuarto. Es hora de librarme de esa suciedad adherida a mí. Me veo dentro de poco renovado, motivado y por supuesto, lavando ropa al lado de mi amiga Dora.

miércoles, 26 de octubre de 2011

La danza de la mudanza

- Señora, me voy – le dije una mañana cualquiera. Ella me miró, abrió levemente los ojos y me dijo “ok”. Le expliqué brevemente que era por un tema de comodidad y que deseo comprarme un carro, por ende deseo una casa con cochera. – Ok- me respondió. Le comenté también que estaba preocupado por el tema de la mudanza, por movilizar mis cosas (que no son las pocas que traje) y el tema de contratar un vehículo que traslade todo. – Dile a tus amiguitas que te ayuden pues, no tienes pocas – me respondió y sonrió con una gracia que a mi no me dio gracia. – Ok – le respondí. Ahí entendí que ya era hora de salir de mi guarida, de cambiar algunas cosas, porque todo cambio es bueno, creo. Ahora estoy en el carro de Danilo (uno de mis más entrañables amigos en Arequipa), escuchando una canción del “Tri” (¡de México cabrones!) en camino a recoger las llaves del nuevo depa, el cual compartiré con un amigo de Tacna y su primo. Mientras el calor golpea, el tráfico agobia y la voz de Alex Lora retumba en mis oídos, pienso en los buenos momentos que pasé en aquel pedazo de casa que hice mía: ya no habrá graditas escuetas llenas de polvo y tierra que nunca supe limpiar. Ya no habrá un techo bajito, cementerio de las neuronas de mis amigos que se golpearon mil veces. Ya no habrá la necesidad de abrir la ventana (que era enorme) a media noche para que la señal de internet capte mejor. Ya no más reparos en meter a gente a mi casa en puntillas de pie para que la loca de la hija de la dueña no me esté tocando la puerta pidiéndome que en menos de quince minutos saque a todo el mundo incluyéndome. Ya no más tocadas de piano por la madrugadas. Ya no tanto remordimiento por no dejar dormir a la chica de abajo, quien seguro es la que más se alegra con mi partida. Ya no más tanta soledad. Salir de la primera casa donde viví solo no resultó tan dramático como creí. Bruno me llama, interrumpe mis remembranzas, dice que se apunta, que también irá a colaborar con el traslado de las cosas. Bruno es el que más visitó mi casa anterior, con él tomé litros de vino escuchando música corta venas y recordando algunos momentos. Comenzamos a eso de las dos (Bruno, Danilo y yo también hicimos el trabajo de mudanza cuando llegué a la casa que ahora dejo) Ellos hacen todo, cargan todo, agarran mis sábanas y frazadas y cual paisana meten todo y hacen un nudo, tengo mil bultos. Luego lo toman y lo arrojan por la ventana, sin mirar a dónde cae. Cuentan: uno… dos… y antes del tres las cosas están en el primer piso. Ruco, el pequeño perro de la casa se pasea entre mis cosas, temo que los muchachos lo envuelvan también entre mis pertenencia y lo arrojen. Ruco sin embargo, es al único habitante de esa casa que extrañaré. A ese perrito de bigotes lo he mal alimentado varias veces, y por esa muestra desinteresada de amistad, generé en él un cariño interesado que lo trae siempre a mi puerta. Es una lluvia de objetos la que cae desde mi balcón. Contratamos un camioncito que quiere cobrarme una barbaridad. He negociado con el chofer rebajando algunos soles, prometiéndole que no cargará nada, me siento orgulloso de saber negociar. Dicho y hecho, aquel hombre se para al lado de su camioncito y ve como sudamos la gota gorda cargando cuanto objeto es arrojado por mi ventana; Danilo y Bruno me dicen con la mirada que soy un burro y que nunca más me dejarán tranzar con nadie. El hombre no se inmuta, al contrario; sólo se impacienta porque nos demoramos mucho, porque llegamos gateando hasta su vehículo. Está todo, subo al camión y también me siento un bulto. El depa está algo lejos, en una zona totalmente diferente a la que dejo. Ya le he entregado las llaves a la dueña, que ha sabido despedirme con palabras afortunadas y agradeciéndome el tiempo que pasé en su casa. Al momento de devolverle las tres llaves que me acompañaron estos últimos años recuerdo el capitulo final de “Friends” y entiendo que yo también estoy terminando una serie de varias temporadas. Llegamos a mi nueva morada y ahora, después de bajar las cosas del tercer piso, hay que subir todo a un cuarto nivel. Danilo, que ahora me odia, le pide al maestro que nos ayude a subir el colchón, a lo que el maestro responde “yo no he nacido para subir colchones”; se sube al camioncito aquel y se larga. Me odian, cargamos todo como bestias y terminamos muertos, sin sentir las piernas, con los brazos adormecidos, con el estómago vacío. Armamos todos, acomodamos algunas cosas. El nuevo departamento les ha gustado, prometen hacer fiestones muy pronto, grabar una película porno en la tina de baño que tengo, venir a visitarme pronto. Yo les agradezco con el corazón, y les prometo que abriremos una empresa de mudanzas. Los cambios que he tenido, por cosas del destino, siempre me han favorecido, espero esta vez no sea la excepción. Tomamos una cervecita negra, brindamos porque sea así.

martes, 11 de octubre de 2011

La Denuncia

Miércoles medio día: Mi sobrina se encuentra caminando fresca cerca de la casa de mis primos, una zona medianamente respetable donde el sol brilla igual que en otros lugares, muy cerca a una universidad medianamente respetable que concita la atención de taxistas y policías. Mi sobrina camina despreocupada, quiere visitar a la familia y llevar unos perfumes a sus tíos (tíos de mediana edad, también medianamente respetables). Cuadras antes de llegar la interceptan dos despreciables. Uno la sujeta por detrás, intentando retenerla y disminuirla; el otro cruza la vereda y la empieza a agredir verbalmente. Mi sobrina no entiende bien qué pasa, no entiende lo que el enano calvo le grita, no entiende por qué el tipo de tez blanca la sujeta tan apasionado. Reacciona, es un asalto, quieren su celular. Ella da un sobresalto y abre su bolso para sacar el bendito celular, no lo encuentra; hurga entre sus pertenencias y se topa con su billetera, con los perfumes, con su libro de marketing. Los zafios rateros advierten su billetera y sugieren se la entreguen también, por suerte no pidieron los perfumes, quizá y ninguno era de su agrado. Se van a paso raudo en sentido contrario al que interceptaron a mi sobrina, la cual corre a casa de sus tíos y se pone a llorar; le encantaba su billetera. Miércoles por la noche: Me entero, me parece terrible que esta ciudad se esté poniendo tan peligrosa. No tengo como llamarla, no tiene celular. Al día siguiente coincidimos en internet, le pregunto cómo está. Me dice que bien, está relajada, la juventud de ahora no se detiene para nada, la vida continua y si bien fue un contratiempo menor, parece que no le hubiera pasado nada. Le pregunto si ya realizó la denuncia por pérdida de documentos, que siempre es importante para que no te metan en problemas posteriores (eso dice mi mamá). – No – me responde, no sabe cómo se hace. La culpa de saberme ingrato y en especial con familiares me compromete a acompañarla, a ayudar a mi sobrinita (la cual he visto crecer, si, medianamente). Viernes mediodía: No voy a trabajar. Tomo mis clases de piano temprano por la mañana, me doy un baño y acudo a su encuentro. La veo parada en la puerta de una galería, sonriente, haciendo de lo sucedido sólo una anécdota. La invito a tomar desayuno, un par de juguitos para almacenar fuerzas; yo pido uno con frutas que desconozco y no está tan bueno, ella pide uno con fresas. Vamos un rato al banco, esa tarde no iba a trabajar y fui a revisar algunos papeles, saco dinero. Vamos a la comisaría de ese distrito (he averiguado un par de cosas para no caer en ignorancia y no me estén paseando). Subimos al taxi, hay un tráfico terrible: tráfico e inseguridad, no es buena combinación. Llegamos a la comisaría, también quería presentar una denuncia contra el taxista que nos trajo, nos cobró una barbaridad. Entramos, mi sobrina linda, yo con mis lentes negros y mi cabello algo largo. Nos quedan mirando, se nos acerca un policía y nos pregunta si nos puede ayudar. – Queremos presentar una denuncia por robo – le digo. Muy tranquilo él, empieza hacernos un par de preguntas hasta que se entera que fue hace dos días. Nos pregunta dónde fue. Después de responder nos indica que esa no es su jurisdicción y nos invita hacer la denuncia policial a la comisaria correspondiente; luego de su comentario se apiada de nosotros y nos designa una patrulla para que nos conduzca hasta dicho lugar. Mi sobrina y yo subimos a la parte posterior de la patrulla y ahora nos sentimos unos hampones descubiertos. Subir a la patrulla me hizo recordar mis quince años. La comisaria a visitar quedaba lejísimos, casi saliendo de la civilización, en zonas desconocidas para mi sobrina y para mí. Entendí inmediatamente por qué tanto robo, si las comisarias encargadas están prácticamente fuera de la ciudad. La zona no es nada segura, presiento que ni los policías se sienten a salvo. – Bajaremos, iremos presurosos a la oficina pertinente para hacer la denuncia, (más buscando protección y amparo que intentando asentar la denuncia). Terminaremos con el trámite, saldremos y en la puerta nos volverán a robar. Entonces regresaremos, presentaremos una nueva denuncia, volveremos a salir y quizá nos violen (porque ya no tenemos nada que nos roben) volveremos a ingresar, volveremos a presentar una denuncia, nos pedirán que describamos a nuestros agresores. Tomarán apuntes, quizá hagan un bosquejo del delincuente violador, tal vez sea uno de ellos, uno de los policías en guardia; se harán los locos: - lo buscaremos – nos dirán y por pena nos transportaran a nuestras casas. – Todo eso pasa por mi cabeza antes de bajar. Una vez adentro de la comisaria denominada “Simón Bolivar”, ubicada en la calle “Venezuela”, nos atiende el mayor teniente “Chávez”. No sé por qué pero no me siento cómodo, no me siento en casa, no me siento libre. El teniente Chávez dice que es inadecuado que presentemos la denuncia dos días después del siniestro. Muy alterado nos dice que regresemos a las cinco de la tarde, siendo recién la una. – No sé ni cómo regresar a mi casa y quiere que vuelva a las cinco – pienso y no pretendo regresar, dudo que ubique esta comisaría. Me indica que es mejor sólo presentar una denuncia por pérdida de documentos y no por robo porque es mucho papeleo, que tendremos que ir a la DININCRI, que nos tardaremos más en el trámite de duplicado de documentos. - Yo quiero presentar la denuncia por lo que es y no me interesa lo que se tenga que hacer, hay que hacer las cosas bien. – digo y en mi cabeza una voz me dice: “¡qué raro que quieras hacer las cosas bien Señor correcto!.” – Cállate –ahora digo en voz alta para mí mismo pero el teniente Chávez cree que es con él y ahora me mira con recelo. El crápula policía nos indica que igual tenemos que regresar a las cinco. Ahora soy yo quien está enfurecido, me parece terrible que haya horarios para hacer denuncias, que me reclame el hecho de habernos demorado dos días en sentar una denuncia si fue aproximadamente a esta misma hora y lo más seguro es que me hubiera pedido regresar a las cinco. - ¡Ah no! – reacciono. – Presidente Chávez – le digo. – No puedo regresar a las cinco porque mi sobrina tiene clases y porque yo trabajo – miento – Además conozco mis derechos, no he estudiado seis años derecho para que Ud. venga a decirme que tengo que regresar a las cinco cuando bien puede ayudarnos ahora mismo, es su deber. No me interesa si se demora, pero mi denuncia la hago ahora - sigo mintiendo pero ahora con más coraje y gallardía. – Muy bien me responde, entonces saque en la esquina fotocopias a estas hojas y regrese- me dice mirándome a los ojos y al parecer algo orgulloso al haberme equivocado y mencionarlo como presidente. Saco copias, lo hago rápido y agazapado para no ser víctima de ninguna de mis premoniciones. Regreso y el presidente Chávez no estaba, al parecer se fue a almorzar, está en el restaurante “Caracas”, que queda al frente. – Demórese lo que tenga que demorarse – recuerdo haberle dicho a ese policía pillo. Regresa después de veinte minutos, mi sobrina ya quería irse y no le interesaba ya mucho la denuncia, pero ahora es personal, era un conflicto entre el presidente Chávez y el abogado Dosantos. Toma la manifestación de mi sobrina, le pregunta al detalle la hora, el lugar, la forma y demás. Le pide que describa a uno de sus asaltantes. Ella descarga: - Era alto, delgado.-dice. – Alto, delgado ¿cómo? ¿Cómo su tío? – le pregunta. – Si – responde mi sobrina y el teniente anota en la hoja repitiendo en voz baja: “de mediana estatura y muy flaco”. - ¿Qué más? – insiste.- Era blanco, con aspecto desagradable, medio narigón - le dice segura mi sobrina- ¿Cómo tu tío? – repite la pregunta el policía mirándome de reojo. –Si - responde mi sobrina. El Presidente Chávez ahora me tiene como sospechoso y es probable que pase la noche en la carceleta. Terminamos el pequeño interrogatorio y siento haber salido de esa comisaria con libertad condicional. Al final el presidente Chávez nos trató con ciertos modales y nos resaltó que está para servirnos. - ¡Vuelvan pronto chico! – se despidió.

martes, 4 de octubre de 2011

Por favor no te mueras

La llaman y ella va. No sabe quién la espera, no sabe lo que padece ni lo que tendrá que soportar, no sabe bien cómo la van a recibir pero sabe que tiene que ir y que será otra noche de desvelo. Ella trabaja cuidando niños por las noches o ancianos que poco a poco se están despidiendo de esta vida. Ha cuidado hace poco a una abuelita que lloraba en silencio en su cama, que desvariaba de rato en rato, que ya no alcanzaba a ir al baño y que esperaba inconscientemente la hora de partir. Ella cuenta que era una viejita coqueta, que de rato en rato bailaba sentadita con una gracia de niña traviesa. Cuando reía no mostraba la dentadura completa, pero si una alegría que conmueve, que emociona. Estuvo a su lado casi dos meses, y la acompañaba por las noches. La vio llorar, cantar, reír, quejarse; la vio amanecer, acostarse y comer alguna que otra cosa. Antes de morir la anciana la llamó, la invitó a verla; porque la extrañaba, porque ya no necesitaban que la cuiden porque estaba muy malita; entonces, como presintiendo el final, pidió que la trajeran, quería verla y agradecerle la paciencia, el cariño: - Te quiero mucho hijita – le dijo pocos días antes de que falleciera. La niña de la enfermedad terrible la mira con desconfianza, no sabe que hace esa señora sentada cerca a su cama, no sabe para qué va todas las noches a su cuarto, no sabe exactamente qué tiene y porque ha dejado de ir al colegio. Esa señora la trata con cariño, como una madre trata a su pequeño hijo. Le cuenta sus cosas, le confiesa que le hace recordar a una sobrina linda que tiene. La señora por las noches no duerme, la pequeña niña escucha haciéndose la dormida, como esta señora desconocida reza incansablemente, reza muy pegadito a ella, reza con denuedo e intentado no despertarla. La niña se cansa mucho, come poco y por las noches la despierta una tos que la hace saltar sintiendo que se ahoga. La niña no distingue los días de la noche, y sólo sale a hospitales. Cada vez que abre los ojos encuentra a la señora desconocida que reza mucho cerca de ella. A veces la ve hablando con su mamá, a veces la ve rezando con los ojos cerrados, a veces la ve durmiéndose con la biblia cerca. Cuando no la ve se asusta, se siente sola. La niña no distingue los minutos de las horas, pero si distingue la silueta de aquella señora desconocida que ahora se ha vuelto su compañera eterna, su amiga incondicional. La niña no distingue las fuerzas de las ganas, la luz de la oscuridad. La niña débil, de aspecto asustado no sabe qué pasa, sólo escucha a la señora que la acompaña sollozando, rezando entreverada, despidiéndose con cariño. La niña que no distingue nada, se ha cansado, siente menos fuerzas que otros días y decide dormir en paz. Ella se despierta tarde, se ha quedado dormida. La costumbre de levantarse a las seis de la mañana se ha perdido. Sabe que tiene que trasnochar otra vez, que tiene que velar el sueño de un viejito de ojos claros que le hace acordar a su papá. No tiene mucha hambre, y aunque ha bajado de peso, se siente fuerte. Todo se lo debe a su fe, todo lo que pasa se lo agradece a Dios. Ya es una mujer de edad y aunque se ve algo demacrada aún goza de una fuerza misteriosa que la conmueve, que la convence en ser una buena persona. Sólo espera que sea las ocho de la noche para empezar a alistarse, para abrigarse todo lo que pueda y partir a visitar a su nuevo amigo que está pronto a despedirse. Ha dejado sus papeles religiosos a la mano, cerca de su rosario de rosas que ha sido supuestamente bendecido por Juan Pablo II. Ella se encariña demasiado con las personas que ha conocido en situaciones incómodas, le hubiera gustado llevarse un mejor recuerdo de ellos, de haberlos disfrutado antes de verlos tan venidos a menos. Ha escuchado las historias de familiares: de hijos, hermanos, esposas y esposos que cuentan anécdotas que en principio le roban una sonrisa. Toca la puerta, le abren y la hacen pasar con cariño, como si fuera una más de la familia. Aquel viejo que le hace recordar a su papá sigue en el mismo sitio, casi en la misma posición. Él está durmiendo, duerme todo el día. Ella se sienta en un sillón que le han acomodado al lado de la cama, se tapa con la manta polar que ha sido su compañera noche tras noches los últimos meses. Le hace cariño en los pocos cabellos que le quedan. Lo mira con cariño, le hace recordar a su papá; le gustaría no encariñarse tanto, sabe cual es el final de las cosas, sabe que nunca saldrá victoriosa. Lo mira y recuerda cuando su papá convalecía. – Por favor no te mueras, no te mueras todavía – le dice cuando escucha algunos quejidos de aquel abuelito. – ¡Todavía no me muero carajo! – dice el viejo abriendo sus grandes ojos claros. – Deja de joder mujer que me haces recordar a la difunta de mi mujer y ahí si me da miedo la muerte – repite medio dormido. – Descanse, descanse – ella le repite, como arrullándolo de alguna manera. Se acomoda en su mueble y empieza a rezar, su fe la mantiene viva, y espera que alcance para mantener vivos a aquellos que en sus últimos días, se han vuelto parte de su familia.

martes, 27 de septiembre de 2011

Volver

Como en los viejos tiempos: mi madre esperándome en la puerta de la casa de madrugada, como cuando llegaba de las fiestas, como cuando intentaba ocultar aquel olorcillo a alcohol; sólo que esta vez no encontraría merecidos reclamos ni llamadas de atención, no encontraría a esa pequeña mujer ofuscada por la inconsciencia de su hijo; encontraría a esa madre querendona que no siempre se deja ver, a esa madre que siempre estuvo preocupada por que le pase algo a su bebe de veinticinco años, encontraría a esa mujer que espera meses de meses para ver al ingrato de su hijo que promete ir todos los fines y no va nunca. Mi madre me recibe con uno de esos abrazos que siempre se extrañan, que siempre se echan de menos pero que a veces se olvidan. Mi madre me besa y en secreto agradece a Dios que haya llegado bien. Me mira de pies a cabeza, fiscalizando cada centímetro de mi ser, le saca una radiografía a mi persona y lo apunta en su memoria para comparar cuando nuevamente vaya a visitar, que sabe no será pronto. Me acompaña al cuarto (que ahora es de huéspedes, y ahora yo soy un huésped, uno ilustre, me hacen creer). Se sienta a mi lado, termina de oscultarme y luego de sumas y restas me dice que he engordado. Si lo dice mi madre es verdad, porque ella me conoce mejor que nadie y sabe cuando como y cuando me tiro al abandono. – Estaba más llenito - le digo mientras le entrego algunos regalitos y saco mis cosas del maletín que parece una bolsa de campamento. A parte de algunas cositas que espero le gusten, le llevo algo que nunca falla, que le gusta recibir y que si por ahí me atrevo a excluir o lo mantengo al margen, me obliga a generar: ropa sucia. Me lo ha dicho, se siente más que útil lavándome la ropa o cocinándome o llamándome la atención, cosas que por la distancia y mi emancipación díscola ya no hace con la frecuencia que le gustaría. Mi madre se siente más mi madre lavando esa ropa que la verdad, yo no lavo bien, y que en las manos de mi madre, vuelven a adquirir vida. (Presiento que mi ropa también la extraña). Me quedé conversando con mi madre hasta las cuatro de la mañana, una hora después de la que llegué a casa: me pregunta por el trabajo, por las chicas, por mis amigos. –Todo tranquilo – le respondo; creo que se preocupa más por el tema de las chicas. A las once, cuando yo aún me encuentro en estado de coma, uno por uno invaden aquel recinto donde yo duermo, entonces entiendoí porque no puedo quedarme mucho tiempo, porque extraño la soledad. Me levanté con sueño, comí como cerdo, el más feliz de los cerdos. Hablando de cerdos, Sabrina, la cocker que alguna vez metí en una cajita de zapatos cuidándola con el mayor de los cariños, ahora no entra ni en un ropero de tres cuerpos, es una bolita de pelos bien coqueta que se ha adueñado de la casa y se pasea con más derechos que el inquilino en el que me he vuelto. Como y duermo. Recibo muestras de cariño que me laxan y me dan hambre, por eso como y duermo todo lo que puedo. La comida de casa no tiene punto de comparación, ni Gastón Acurio me haría dudar de eso. Me voy a un matrimonio en calidad de advenedizo y la paso bien. Siempre hay gente conocida o que te reconoce. Quién diría que el fútbol me abriría tantos lazos de amistad. Me encontré con algunas personas que no dudé en saludar con cariño. Mi madre tenía ya planeado una pequeña misa a las nueve de la mañana de un domingo en el que yo no pensaba levantarme temprano, como era de esperar, no asistí porque dormí hasta la una y treinta de la tarde. Domingo de paseo por los sitios turísticos de mi Tacna pequeña, chismosa y putita, o sea, por los mercadillos; algunos encargos, algunos pequeños obsequios. Aquí todavía se puede caminar, el sol no pega tan fuerte por estas fechas. Mi madre me espera con más comida, para que la ingiera y vaya lleno y para llevar y no muera de hambre. Mi tía me ha engreído y mimado con aplomo. Mi tío me ha contado sus historias con confianza. Todos igual de lindos sólo que más viejos. Entonces recuerdo el sueño de la ola que siempre me amenaza. Si bien en Tacna estoy más cerca al mar, puede ser todo una metáfora y deba cuidarme más de la ola delincuencial o de algún miembro de la nueva ola que del propio mar. Regresar a Tacna es llenarme de amor, descansar y comer bien, es la buena vida un par de días, es regresar un poquito al pasado, es la humildad hecho amor, es el amor más puro. Si a alguien extraño en secreto, si mi corazoncito ingrato siente algo de nostalgia por alguien es por mi madre, por mi familia, y la tierra a regresar será siempre Tacna, así chiquita, chismosa y putita. Mi tierra es un edén de fantasías…

miércoles, 21 de septiembre de 2011

La Ola

Camino frente a la orilla, parece ser de noche, pero estoy seguro que es de día. Me acompañan Samanta y Bruno. Nos reímos, bromeamos. Me siento en una especie de loma a contemplar el mar, veo como pasan de izquierda a derecha un grupo de delfines, en medio de muchos que se sumergen en un mar sospechoso, sospechoso porque parece de noche, el cielo es azul oscuro; sospechoso porque sé que es de día; sospechoso porque hay muchos seres en el mar compartiendo espacios con total naturalidad. Nadie grita, nadie se desespera, pero las olas son más grandes y reacias, son más amenazantes. Nadie se asusta, nadie tiene miedo, pero las olas ahora son paredes inmensas que se acercan peligrosas y golpean contra tierra muy cerca de nosotros, cada vez más cerca. Ya no amenazan, ahora agreden; la ola intenta alcanzarnos mientras corremos aterrados. He perdido de vista a Samanta y Bruno, ahora sólo corro, como si ya antes me hubiera pasado esto y tuviera el trauma de ser alcanzado por la ola. Luego despierto. Estoy en una casa, al parecer una casa bonita, con piscina, el sol está radiante. No recuerdo a nadie a mi alrededor. La casa presenta una construcción novedosa; una pared con relieves, parece un castillo en miniatura. En algún momento me doy cuenta que estamos cerca del mar y siento el sonido de las olas golpear cerca. No le presto mucha atención, la casa está muy bonita y el clima se presta para un excelente día. Pero sucede otra vez, el mar se sale, es un tsunami, veo como el agua se acerca lentamente y ahora si diviso a la gente huyendo, trepando conmigo aquellas paredes raras que parecen una muralla sobre otra y que permite el ascenso con facilidad. Otra vez hay una ola caprichosa que quiere aprisionarme, otra vez estoy huyendo hacia un refugio en lo alto de algún lugar, porque nunca sé dónde estoy y menos a dónde me dirijo, sólo sé que quiero escapar de la ola porque presiento que si llego a ser alcanzado, moriré ahogado, moriré sin remedio y mi cuerpo navegará mares desconocidos y seré el alimento de peces hambrientos que no saciarán su apetito con mi cuerpecillo delgado y escueto. Siempre sueño lo mismo, y nunca parece pesadilla ni despierto con sobresalto; nunca asustado ni con una sensación de miedo. Siempre despierto pensando por qué carajo tanta mala fascinación con el mar si son contados lo días que paso en la playa, por qué siempre una ola y yo escapando, a dónde coño voy. Siempre la sensación de que si me alcanza la olita esa moriré ahogado. Al parecer aquella suerte misteriosa que siempre me ha acompañado está por terminarse. Al parecer algo no muy bueno me va a pasar y algún dios misterioso intenta preverme. Me han dicho que significa cambios (que seguro no son para bien), que la ola significa que extraño a alguien o a algo, que es sólo el hecho de extrañar. Seguro que las personas que más extraño están ubicadas geográficamente más cercas al mar que yo, por ende, así las extrañe es un peligro inminente visitarlas porque no vaya a ser que en media visita un tsunami me reciba. Con los años uno empieza a sentir a la muerte más próxima y tiende a trastornarse o a entender que todo está más cerca de un final. Tengo este sueño tedioso una vez por mes en el mejor de los casos, creo que ya es hora de pararme frente a la ola, con mi flotador de patito alrededor de mi cintura, con mi sonrisa burlona de toda la vida, quedarme quietecito esperando ser atrapado por esa ola cabrona que me viene amenazando hace un par de meses. Creo que ya es hora de saber que hay detrás de tanta expectativa y recibir a esa ola cabrona de una buena vez y averiguar sin en verdad moriré ahogado o si acaso me procurará algún tipo de dolor, porque a pesar de ser un sueño, porque a pesar de presentarse como una amenaza y atentar contra mi integridad, me da una flojera tremenda correr como estúpido para no ser alcanzado por esa ola hija de puta que me tiene en ascuas. Incluso despierto algo cansado y eso que yo ando cansado siempre. Así que si extraño a alguien y no lo he averiguado, si vive próximo al mar, que no me espere. Si es algún cambio para peor, no me interesa, moriré a los veintisiete. Si es que esa ola del mal quiere alcanzarme y ahogarme en sus aguas, veremos qué pasa, porque ya no pretendo correr como un niñito asustado, me quedaré quietecito esperando conchudo a esa olita cabrona que quiere hacerse la importante. Al final es mi sueño, y como dijo Calderón de la Barca: “Los sueños, sueños son”

martes, 13 de septiembre de 2011

Cuarto de siglo

“Se dice que sólo hay una cosa que nadie deja de hacer, entre vivos y muertos, entre seres y cosas, todos y todo, aunque queramos evitarlo, envejecemos.” Llevo veinticinco años respirando, comiendo, cagando y durmiendo. Llevo veinticinco años despertando por las mañana, jodiendo por las tardes y durmiendo por las noches. De los veinticinco años llevo veinticuatro hablando cojudeces, veinticuatro caminando sin saber a dónde, veinticuatro con la flojera de transportarme por mí mismo. Llevo diecinueve años a la sombra de mi mami, quince jugando fútbol y cuatro viviendo solo. De los veinticinco unos veinte enamorándome de todo el mundo e intentando besarlas a todas. Llevo escribiendo quince y publicando cuatro. De mis veinticinco años llevaré unos cinco con enamorada, quince enamorado y veinte sin amor. De los veinticinco años que acabo de cumplir cuatro los he pasado sin mamá y sin papá, veinticinco. He recibido presentes en todos mis santos, no siempre he soplado velas, y sólo hice una fiesta. He vivido bien, he reído mucho, he llorado con ganas, me han querido, me han perdonado, he respirado el aire agradeciendo cada suspiro. La vida me ha puesto en diversos lugares y con diversas situaciones, pero en cada pedacito de tierra, en cada espacio donde me he ubicado, me he rodeado de gente maravillosa que ha sabido ganarse no sólo mi cariño sino también en muchos casos mi gratitud y admiración. En un salón de clases, en una cancha de fútbol, en alguna oficina de trabajo, en alguna fiestita díscola, en la calle; todo lo que he visto y aprendido me ha emocionado. Estos últimos veinticinco años han sido cojonudos y no me arrepiento de nada que me acuerde. Soy feliz a mi modo y a mi modo moriré a los veintisiete. He cumplido veinticinco con ausencias irremplazables pero rodeado también de gente que no tiene el por qué acompañarme. La he pasado con un payaso que ha repartido mi tequila, el whisky y encima me ha cobrado. He realizado mi primera fiesta a la que no ha ido poca gente y en donde puse globos y piñata. No es fácil entender que ya has vivido un cuarto de siglo y que se te acaba el tiempo en la tierra y que te haces más viejo y que se te reducen las oportunidades; no es fácil comprender que se te está empezando a caer el cabello, tus células se debilitan, la piel se te arruga y eres más propenso a una enfermedad; no es sencillo aceptar que cumples veinticinco años y aún no has hecho nada por lo que te sientas orgulloso y por lo que te recuerden lo años que vengas (que no será muchos). Cumplir veinticinco años es difícil cuando no has disfrutado los anteriores. Yo los he disfrutado pero creo no haberlos aprovechado muy bien; lo bueno de la reflexión es que aún tengo oportunidad de cambiar algunas cosas aunque no tenga fuerzas y aunque entienda que no siempre se cambia para bien. Igual soy feliz de haber nacido en este tiempo, bajo estas circunstancias y haber disfrutado de lo que me tocó vivir. Estos último veinticinco años creo haber recibido más abrazos que golpes, más besos que insultos, más felicitaciones que envidias (de esto dudo un poco), más bendiciones que castigos. Vivir tanto tiempo amerita un momento de reflexión, de sentarme a pensar a dónde voy y lo que implicará las decisiones que tome de aquí en adelante en la vida de otras personas. Si muero en los próximos días como tengo calculado manifiesto con sinceridad que he sido feliz y que agradezco a los que me han facilitado este estado. Viviendo estos últimos veinticinco años he entendido que si en mi juventud he sido supuestamente vigoroso no quiero imaginar lo que me espera con más años a cuestas. Con este cuarto de siglo que llevo sobre mis hombros estoy inmensamente agradecido con la vida y mantengo mi promesa de buscar la felicidad sin dañar a nadie. Estos últimos veinticinco años han parecido cincuenta y con los años que me quedan por vivir, demostraré, cuánto los quiero.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Whisky con manzana

Me he degenerado, soy un hombre de vida procaz y de costumbres insanas. No respeto la autoridad y los principios que mami me inculcó son parte de un pasado borrascoso, ilegible, obnubilado por el humo de las discotecas, la bulla de los parlantes infernales y los gemidos insaciables de toda esa gente que como yo anda perdida en bares y discotecas. Soy víctima de los escarnios de una juventud agresiva que intenta convertir en aventura todos los días del calendario. No tengo que esperar un fin de semana para volverme un energúmeno y retozar a la luz de luna y hacerme el payaso o libar en el más astuto anonimato, en una esquina oscura de algún lugar donde caí por casualidad. He descubierto que duermo mejor (cuando duermo) borracho, he descubierto que el insomnio no es nada con unas copitas encima, he aprendido que no debo de tomar otra cosa que no sea whisky para amanecer con cierta tranquilidad. El whisky solo me mata, a las rocas no me gusta, eso debe de ser para machos; yo no me considero ni borracho ni macho, pero no puedo resistirme al toque venenoso y dulce que le da el juguito de manzana, el cual ameniza no sólo aquel vaso de licor que me sirvo, sino que también, azuza mis sentimientos de pajarito juguetón y payasín de circo trucho. Ensayo nuevos pasitos de baile que se hacen naturales al compás de las canciones que nunca pensé bailar y que ahora tarareo por las calles cuando sano camino. Si no sale el sol la fiesta no se acaba y si se acaba el whisky con manzana es preferible irme a dormir. Entonces para que nadie se duerma, agregamos a aquella combinación cojonuda, un toque de red bull; lo suficiente para mantenernos activos y dinámicos y no tanto para que nos de un ataque cardíaco, porque la verdad, nadie quiere perderse la fiesta. Estoy en el cielo, bailando con gente desconocida, siempre con mi chupete en la boca y atento a la codicia de todos por arrebatármelo. Entonces me da ganas de miccionar y debo bajar al infierno, donde la cosa es menos alegre. Es hora de salir de aquel local donde el cielo y el infierno son una buena escusa para tomar y es hora de comer, el sol va a salir. El mismo lugar, el mismo pedido. Caras largas, cuerpos destrozados, cuerpos desgastados. La vida loca está de moda y cansa ser incorregible y despiadadamente fiestero. Tomo más whiskycito con manzana que agua pura. Los días se han vuelto una fiesta y las horas ya no sirven para dormir. Entonces las semanas pasan exactamente igual, entre risas y brindis poco románticos. Mis días son odas a la felicidad pasajera y parezco un ser embrujado por el vicio de la diversión. Las mismas canciones, los mismos lugares, el delicioso whisky con manzana presente siempre con nosotros. Hay algo que ya no anda bien. Entonces recuerdo que soy un tipo solitario y que a pesar de mezclarme entre el vulgo popular, que a pesar de camuflarme entre risas y gemidos, que a pesar de parecer uno de ellos, del todo no lo soy. Cada vez que recuerdo aquellas cosas que nunca cambiarán, el whisky con manzana me confunde y me mantengo en aquel éxtasis misterioso. Ya no escribo con gracia artera, he dejado mi amor por el piano relegado, mis hábitos por la lectura se ha convertido en un recuerdo lleno de ignorancia. Pienso en internarme en un centro de alcohólicos anónimos pero creo que no es una buena idea porque si nadie los conoce pueden seguir chupando en el anonimato. Entonces pienso en aquella institución denominada “Remar”, pero me da flojera, remar me da flojera y me parece poco seguro tomar en un bote cualquiera. Buscaré ayuda en un centro religioso pero prefiero ser un borracho que mentiros e hipócrita. Entonces decido comprarme un libro para retomar viejas sanas costumbres, pero he comprado uno para hacer diversos cocteles y la cosa no ha mejorado. Entonces me interno en mi cuarto, sólo duermo, recupero todos los sueños atrasados que están pendientes desde que conocí el whisky con manzana. Mi cuarto será el cementerio de un borrachito sentimental que anda enamorado de la soledad, que coquetea con la muerte con descaro y que encuentra en una bebida ligera y venenosa, la fórmula perfecta para vengarse de su destino. ¡Salud!

lunes, 22 de agosto de 2011

Creo que me odian

La niña de abajo sin ninguna duda, debe odiarme. Debe odiarme a mí y a mi añeja cama; y por ende, a mi compañera de tertulias. Me debe de odiar por escuchar patinar las rueditas de mi silla a horas impensadas, por escuchar que jalo de la bomba del baño por las madrugadas, por lo mal que toco el piano a altas horas de la noche, porque pongo música rara, porque me río solo, porque me río acompañado, porque no me mudo, me odia con todas sus vísceras y algo más, debe de estar planeando algo para dejar de odiarme. Estoy casi seguro de que Penélope me odia; me odia porque estuvo muy cerca de mí, porque fui galante y caballero con ella, porque la hice reír mucho y ella a mí; debe de odiarme porque no le prometí nada pero seguro pensó que todo era explícito, me debe tener mala saña porque compartimos un vino con el que terminamos brindado nuestro alejamiento, un brindis por la aspereza con la que hoy me trata, todo porque no la llamé ni le miré la cara ni le prometí cosas que le hubieran encantado que le prometa, porque no le hice caso cuando de manera muy evidente trató de sacarme celos y cuando de manera muy elegante, empecé a virar mi barco hacia otros vientos. Penélope me odia porque no pudo quererme como quería y porque soy un tipo muy renuente para ella. Lorena, la hija de la dueña de casa, me odia: ella me odia porque tengo muchos amigos que me quieren, y porque esos muchos amigos tienen la sana costumbre de visitarme, tienen la insana costumbre de que sea los fines de semana por la noche, y la manía incontrolable de reírse como en su casa. No es mi culpa que viva solo y que tenga amigos que deseen atenuar mi soledad. Ella me toca la puerta, me dice que saque a todo el mundo y se va con cara de disgusto. Presiento que me odia más porque no la invito a las fiestas improvisadas que hago. Por suerte su mamá, dueña de casa, no me tiene tantos anticuerpos; debe de ser porque le pago puntualmente, y sobre todo, porque cada vez que entro en falta le compro un par de perfumes o colonias que la deja muy contenta. Entonces ella feliz, yo huelo rico y Lorena me odia sin chance de poder sacarme de su casa, claro, por ahora. Chana me odia, lo sé porque no saluda a nadie que me conozca y desecha todo lo referente a mí. Chana fue una enamorada con la que pasé muy buenos momentos y con la que me divertí de verdad, lamentablemente las cosas no se dieron y procedió a borrarme de su vida como un dibujo feo se borra de la pizarra y ahora, aunque vivimos en la misma ciudad, no la veo nunca y presiento es porque no quiere acercarse a este ser que huele a perfume mal comprados y de corazón voluble que un día dijo hasta aquí no más para el bien de todos. Ella me odia y seguro cree que nunca la quise, si es así, estás en error mi querida Chana, aunque de nada sirve, igual me vas a odiar. Mónica me odia porque no le aplaudo sus gracias y porque no entiende que como amigo suyo que me consideraba y por el cariño que le tengo, no puedo mentirle. La mejor forma de demostrar mi cariño será siempre con la verdad, y lamento Mónica que no tengas correa suficiente para distinguir la realidad del mundo aquel donde has decido vivir, donde quieres a los que te dicen que eres una reina y odias a los que no están contigo. Si me odias, bien por ti, a este paso sólo te falta pelearte con Europa del Sur y el norte de África, después te has pelado con todo el mundo, y para seguir siéndote sincero, has perdido todas. A ti si te deseo suerte y espero que la popularidad que supuestamente tienes, no termine por alejarte de todas las personas que en verdad te queremos, besos. También me odian hombres: Kevin no sólo me odia, debe querer verme muerto y si es posible, ser él quien provoque mi deceso. Kevin me odia porque su enamorada me tiene cariño, porque antes salíamos, porque lo saludo con una sonrisa amable que no sabe recibir como se debe y porque sospecha que estoy detrás de todas sus peleas amorosas. Kevin no estará tranquilo hasta que desaparezca y por eso quiere apresurar mi despedida. También deben de tener cierto encono conmigo algunos que fueron mis amigos acérrimos y con los cuales no me comunico por pura flojera. Lo lamento, si los viera compartiría con Uds. un buen pisco sour y una larga charla. Me debe de odiar mi profesor de piano que viene desde el otro lado de la ciudad para enseñarme la misma clase semana tras semana debido a que no practico o simplemente, soy un negado para la música. Por último, deben de odiarme con mayor efusividad las personas que no nombré porque no me acuerdo de más almas que quieran envenenarme con sus malos deseos. Por lo tanto, deben de odiarme por despreciarlos, ignorarlos y no prestarles atención. Pero por suerte, existe aquella memorable frase que dice así: “El odio está a medio paso del amor”.

miércoles, 17 de agosto de 2011

La marcas que quedan

La marca que tengo en mi espalda, a la altura de la cintura, marca de la cual desconozco su origen pero no es de tamaño inferior; seguro producto de alguna mala caída provocada por el fútbol. La marca que tengo en el labio inferior producto de una mordida de un animal pequeño y agresivo, el cual me mordió sin reparos y ahora me hace lucir una cicatriz en forma de uve que me acompañará toda la vida y me hará desconfiar de los pequineses. Las marcas de pelotas en la pared del patio de mi casa en Tacna donde me ponía a jugar solo pateando el balón una y mil veces contra la pared que ahora luce una decoración poco ortodoxa pero deportivamente elegante. La marca que tiene el “Loco” en la frente, un poquitito más arriba de la ceja derecha, producto de una vehemente salida mía para cortar un ataque aéreo que terminó en gol y también con un corte y sangre que no merecía menos de dos puntos y unas disculpas que gracias a los dioses del fútbol fueron aceptadas. La marca que dejé en los lugares donde estuve: algunas buenas, donde quedé como un chico humilde, educado y atento; otras no tanto, donde di la imagen de chico creído, parco y arrogante. Las marcas que dejan un encuentro fortuito: una noche en los juegos mecánicos donde ella creyó que yo era su guardaespaldas, una noche de tertulia y un beso robado por condescendencia a su prima que se besaba metros más allá, aquella vez que no me invitaron a un cumpleaños y la pasé mejor que mucho invitados y coquetee con la cumpleañera. Las marcas más profundas que dejan las despedidas: cuando la chica del los juegos mecánicos se fue para no ser nunca más la misma, la vez que le confesé a una enamorada que no me porté del todo bien y no me perdonó nunca (como debe de ser), la vez que me di contra la pared por querer de más y ser más apasionado que coherente. Mi primera experiencia sexual. Mis primero tres besos. Mi primera enamorada. Mi última enamorada. Las palabras de mamá. Las muestras de amistad de valor incalculable para entender que importante es tener un amigo. Las muestras de cariño que me hicieron sentir en momentos verdaderamente especial. Las zurras de mi madre. La decepción del fracaso. Las muertes que nos alejan de las personas que queremos. Las arrugas en mi piel. Los nacimientos de personas que en verdad dan un vuelco total de nuestras vidas. La marca que deja el dulce de los aplausos y las loas cuando eres bueno. La hiel saboreada cuando no te acuerdas una poesía en medio auditorio o el sin sabor al aceptar que no lograste lo propuesto. Los penales que fallé que nos ponían en instancias decisivas o que nos hacían de un campeonato más. Vivir solo. Mi padre. Ver tantos limosneros y presentir que ese será mi destino. Zinedine Zidane, Fito Paez, Jaime Bayly, Homero Simpson, Michael Jackson, Freddy Mercurie, mi madre. Una pelota de fútbol, una camiseta, un perfume, un lugar, una persona, una palabra. Marcas que dejan un beso, un abrazo, un te quiero. Huellas que quedan después de una separación sin despedidas, de un cruce de palabras con alto calibre de despecho, las acciones que nunca debieron ejecutarse. Hay marcas de guerra que quedarán en nuestra piel y quizá nunca se vayan y nos recuerden cada vez que las observemos alguna caída, gresca, mala decisión. Aquellas marcas que nunca pasarán desapercibidas y que serán parte de nuestra anatomía hasta que la muerte nos encuentre o hasta que encontremos una buena crema cicatrizante. Las marcas imborrables que dejan los momentos, momentos que probablemente nunca regresaran, para bien o para mal. Las huellas que marcan nuestras vidas producto de alguna palabra que resuena en nuestra cabeza, producto de una acción que recordamos de vez en cuando y repetimos una y otra vez como comercial de televisión. Las marcas que dejan los recuerdos imborrables y no hay cremita cicatrizante que las borre, sólo el tiempo se encarga de empolvarlas para revivirlas cuando la muerte se aproxime y pongamos en la balanza si tuvimos el buen gusto de saber vivir. Y nos iremos con miles de marcas, con huellas imborrables, y partiremos con cicatrices y recuerdos. La vida está llena de detalles que de una u otra forma nos hacen ser mejores o peores individuos. Las marcas que llevo conmigo, en la piel o no, son parte de una vida que de vez en cuando, me llevan a esos momentos que siempre recuerdo con nostalgia.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Mis últimas semanas

Los fines de semana son violentos, volcánicos, agresivos. Salgo con un grupo de amigos que se han vueltos unos caníbales a la hora de divertirse, unos vikingos a la hora de libar, unos energúmenos a la hora de bailar. No somos muchos pero somos buenos y el público que hoy nos acompaña se ha percatado de eso y nos brinda su atención. Hay gente que nos mira de reojo, hay gente que nos mira sin temores, hay gente que nos coquetea, que nos pide con la mirada que las saquemos a bailar, que nos observan con asombro o con temor; hay mucha gente alrededor nuestro y no pocos nos prestan atención y la bulla nos confunde a todos. No somos populares pero al parecer parecemos y la gente nos cree así y nos alienta. Los fines de semana la paso rodeado de gente nueva, de gente desconocida, de gente que no se pierde una fiesta, con gente alegre que se desconoce entre el humo y la música. Yo me desconozco, a veces me posee el galán de discoteca trucha o el tipo ganador que nunca fui pero parezco y ya, soy otro. Los lunes son largos y cansados; después de tanto trajín juerguístico y fiestero, el cuerpo pide reposo, pero no hay tiempo, debemos de volver a la realidad laboral que nos esclaviza y nos da de comer: lunes, no llegues nunca. Los martes un poco más adaptados al hecho de trabajar, esperamos el final del día para poder jugar nuestras famosas pichangas, que cada vez son menos famosas porque poco a poco empiezan a desaparecer los participes y terminaremos jugando tres contra tres cualquiera de estos martes: “¡la pelota no se mancha!”. Miércoles y jueves debemos de recuperar el tiempo perdido y ponernos al día en el trabajo. Por las mañanas aprovechar y lavar toda la ropa acumulada de la semana, tratar de limpiar el muladar que es mi cuarto e intentar no gastar el dinero que más adelante me puede hacer falta: Dios, estos días no nos desampares, son los únicos en que intentamos producir. Viernes por la mañana: clases de piano. Mi profesor me cree una bestia, siempre tengo cara de sueño, toco por inercia y claro, siempre toco mal, él (mi profe), debe de creer que soy un pastrulo con conciencia artística. Por la tarde planificamos lo que será el fin de semana, dónde terminaremos, con quiénes saldremos. Los fines de semana se han vuelto agotadores y lascivos. No son los mismos sitios, no siempre la misma gente, no siempre los mismos horarios. Mi cuerpo sabe que dejará la actividad vital pronto y parece apresurarse a envejecer y deteriorarse. Llego siempre de madrugada, cada vez más tarde. Parezco no tener sueño y no puedo dormir si no está por amanecer. Llego a casa, desfundo el piano, y toco con los ojos cerrados por largos minutos; toco “Para Elisa” y seguro Beethoven me odia y también mis vecinos pero yo toco lo poco que puedo, lo poco que he aprendido, seguro mi profesor estaría fascinado con mis habilidades musicales bajo el efecto del alcohol. Me paro, hago una venia para un público inexistente y nuevamente coloco la funda sobre el instrumento. Me pongo lo que encuentro y me dispongo a dormir. Todos los domingos me enfermo, no es resaca, es una enfermedad crónica y dominical la que me aqueja. No salgo a la calle, generalmente no almuerzo, no veo a nadie, sólo duermo. Me despierto para ir al baño, prendo la tele y el sueño me gana nuevamente. Duermo cada tres horas y luego descanso. No toco el piano, no entro a internet, no leo absolutamente nada; sólo duermo y descanso. Me siento enfermo, siento que muero los domingos, extraño mucho a personas que están muy lejos, que no veo hace mil, me arrepiento de mis pecados, de las veces que parecí abyecto. Soy el único presente en mi propio velatorio y a través de mi ventanal veo el sol morir antes que yo. Las semanas transcurren con pocas novedades. Siento mi salud deteriorar cada vez más, algo en mi estómago no está bien. Ya no sólo creo que moriré en mayo, ahora creo que será un día domingo, un día domingo en que sólo quiera dormir, en donde sólo me interese descansar; y a tanta insistencia, encontrarán puerto mis ruegos y terminaré descansando en paz; un domingo, un domingo cualquiera (de mayo por supuesto). Los últimos fines de semana, al parecer, son mis últimos fines de semana.

miércoles, 27 de julio de 2011

La verdad de las cosas

“La verdad no le gusta a nadie porque la mayoría de las veces no dice lo que quieren escuchar”. La verdad de las cosas es que el tiempo pasa y nos hacemos más viejos y generalmente no hacemos nada para mejorar o tan siquiera para que nos recuerden (no con cariño, tan sólo el hecho de que nos recuerden después de fenecidos). La verdad de las cosas es que con el tiempo nos volvemos más torpes; a pesar de las experiencias y caídas tendemos a empeorar. La verdad de las cosas es que nadie cambia para bien. La verdad de las cosas es que nada dura para siempre: el amor se desgata y generalmente se acaba, las amistades tienden a perderse con el tiempo o la distancia, el dinero se hace humo o termina apoderándose de ti, la salud se quebranta sin que te des cuenta, la muerte siempre triunfa. La verdad de las cosas es que hay siempre alguien mejor que tú. La verdad de las cosas es que tenemos tanto miedo de caer mal que terminamos siendo unos amigos mediocres que callan todo lo que tienen que decir por temor a quedarse sin amigos. La verdad de las cosas es que tu compadre se quiere comer a tu enamorada y no dudaría hacerlo si la encuentra borracha. La verdad de las cosas es que tu enamorada estaría encantada de que alguno de tus amigos le haga el favorcito. La verdad de las cosas es que la Coca – Cola me está matando y me muero si no la tomo. La verdad de las cosas es que la mayoría de la gente no se casa por amor, se casa por costumbre, por ilusión o por temor de quedarse solo. La verdad de las cosas es que tienes Facebook para que la gente crea que eres feliz , pongas “me gusta” cuando comenten a tu favor y los odies en secreto cuando cuelguen una foto donde sales terrible o te dejen un comentario donde no quedes bien parado. La verdad de las cosas es que es más fácil denigrar a los demás que intentar ser mejor. La verdad de las cosas es que la mayoría se siente feliz con la desgracia ajena. La verdad de las cosas es que nos encanta mentirnos a nosotros mismos para no dejar de sonreír. La verdad de las cosas es que el dinero no compra la felicidad pero te hace menos infeliz. La verdad de las cosas es que la vida es corta y no hay tiempo para lamentarse de los errores. La verdad de las cosas es que no tenemos el valor suficiente para decir una verdad, aunque esta sólo sea: te quiero. La verdad de las cosas es que preferimos no equivocarnos a acertar. La verdad de las cosas es que criticamos a todo el mundo y no hacemos nada por cambiar. La verdad de las cosas es que tus peores enemigos se encuentran entre la gente que quieres. La triste verdad es que nos vamos a quedar solos o rodeados de aquellos que también temen quedarse solos, y aguantaremos mentiras y callaremos verdades, esto si no tenemos el valor de afrontar las cosas, porque si somos sinceros, nos quedaremos solos irremediablemente. La verdad de las cosas es que lastimaremos más de una vez a las personas que menos queremos lastimar y es probable que nunca nos perdonen por tontos. La verdad de las cosas es que somos unos asesinos y nuestra víctima preferida siempre somos nosotros mismos. La verdad de las cosas es que hay poca gente inteligente que te quiere como eres. La verdad de las cosas es que a pesar de todo siempre hay más razones para ser feliz (no preguntemos cómo). La verdad de las cosas es que debemos ser agradecidos con los que nos quisieron y quieren, algo bueno debimos de tener. La verdad de las cosas es que hay que ser agradecidos con la gente buena pero intentar nunca deberles nada, puede que no sean tan buenos. La verdad de las cosas es que aunque me haga el malo extraño a mi mamá. La verdad de las cosas es que la soledad es la única presencia femenina que nunca te abandona. La verdad de las cosas es que siento el olor a muerte cada vez que me despierto y parece mi perfume natural. La verdad de las cosas es que nunca intenté caerle bien a nadie, traté de decir la verdad siempre y pelee por esa verdad; si me equivoqué y no pedí disculpas a tiempo, “Lo siento”. La verdad de las cosas es que cuando vivimos sin miedo a equivocarnos nos divertimos más y a veces no me divierto tanto. La verdad de las cosas es que no hay verdad más grande que el amor aunque parezca lo contrario. La verdad de las cosas es que este blog no lo lee nadie pero igual escribo. La verdad de las cosas es que hace semanas que no escribo y he perdido esas ganas mágicas que me poseían y sobre todo, he perdido el valor para decir la verdad de las cosas.

lunes, 18 de julio de 2011

Nunca jamás

Cómo vas a saber lo que es el amor si nunca te hiciste hincha de un club. Cómo vas a saber lo que es el dolor si jamás un zaguero te azotó la tibia y el peroné. Cómo vas a saber lo que es el placer si nunca ganaste un clásico barrial. Cómo vas a saber lo que es llorar si jamás perdiste un clásico sobre la hora con un penal dudoso. Cómo vas a saber lo que es el cariño si nunca acariciaste la redonda de chanfle entrándole con el réves del pie en el cachete para dejarla jadeando bajo la red. Cómo vas a saber lo que es la solidaridad si jámas saliste a dar la cara por un compañero golpeado sin fe desde atrás. Cómo vas a saber lo que es la poesía si nunca tiraste una gambeta. Cómo vas a saber lo que es la humillación si jamás te hicieron un caño. Cómo vas a saber lo que es la amistad si nunca devolviste una pared. Cómo vas a saber lo que es un orgasmo si jamás diste una vuelta olímpica de visitante. Cómo vas a saber lo que es el pánico si nunca te sorprendieron mal parado en un contragolpe. Cómo vas a saber lo que es morir un poco si jámas fuiste a buscar la pelota adentro del arco. Cómo vas a saber lo que es la izquierda si nunca jugaste en equipo. Cómo vas a saber lo que es la xenofobia si en ninguna cancha te gritaron "negro de mierda". Cómo vas a saber lo que es la soledad si jamás te paraste bajo los tres palos a doce pasos de un fusilero dispuesto a acabar con tus esperanzas. Cómo vas a saber lo que es el barro si nunca te tiraste a los pies de nadie para mandar la pelota sobre un lateral. Cómo vas a saber lo que es el egoísmo si nunca hiciste una de más cuando tenías que darsela al nueve que estaba mejor ubicado. Cómo vas a saber lo que es el arte si nunca inventaste una rabona. Cómo vas a saber lo que es la música si jamás cantaste haciendo equilibrio sobre un paravalancha. Cómo vas a saber lo que es el suburbio si nunca te paraste de wing. Cómo vas a saber lo que es la clandestinidad si nunca te tiraron un pelotazo para que te aguantes vos sólo a toda la defensa rival. Cómo vas a saber lo que es la injusticia si nunca te sacó tarjeta roja un referee localista. Cómo vas a saber lo que es el insomnio si jamás te fuiste al descenso. Cómo vas a saber lo que es el odio si nunca hiciste un gol en contra. Cómo vas a saber lo que es la vida, si nunca, jamás, jugaste al fútbol. Walter Saavedra

martes, 28 de junio de 2011

Los restos de su amor: Tarde

Verónica sale de la ducha con la toalla envolviendo su figura casi perfecta. Camina un poco por su habitación buscando algo, quizá su celular; quiere ver si no tiene alguna llamada perdida. Camina con agilidad y delicadeza, siempre en toalla, semidesnuda, aún húmeda y con el cabello mojado. Pasa mil veces frente a su enorme espejo; se detiene, se sabe preciosa y se anima a despojarse por algunos segundos del paño que la cubría y aprecia su desnudez. – Cuántas quisieran tener esta figura, y cuántos quisieran poseerla, sarta de pendejos – se dice antes de cubrirse de nuevo. Aún es temprano pero tiene escogida la ropa con la que saldrá a impresionar al público hoy. Quiere lucir sus piernas bien torneadas, por eso la faldita. Verónica está de moda y eso le gusta. Últimamente ha salido mucho, y a pesar de las risas y las miradas infinitas que se posan en ella, siente un pequeño vacío. Toma su ropa interior, es negra; se la pone sin problemas y se vuelve a mirar en el espejo. Se echa en la cama, siempre en ropa interior, está pensando en él, no quiere pensar en él, pero sabe que lo extraña: -Te odio Martín- llega a decir antes de quedar ligeramente dormida. El celular estalla, suena una canción muy conocida “Ojalá que te mueras” dice el tema. Es Gabriel, es el hermano menor de Martín. Ella mira el nombre y tarda en contestar. – Este maricón no es capaz de llamar de su celular – piensa y contesta. - Aló- dice con una voz dulce e inocente. - ¿Verónica? ¡Se mató cojuda, se mató! ¡Se mató por tu culpa! – logró entender entre quejidos y sollozos. - ¿Quién se mató Gabriel? ¡Por Dios, no entiendo nada! Cálmate, no me hagas asustar -. – Se mató Vero, se mató mi hermano, Martín. Mi hermanito se quitó la vida, está muerto, ¡muerto carajo! - Verónica se quedó impávida y no logró colgar la llamada, simplemente dejó caer el celular y se quedó inmóvil, congelada. Sus ojos se llenaron de agua, empezó a temblar levemente. De pronto vinieron mil imágenes a su cabeza: él sonriendo, él llegando a su casa, él desnudo en su cama, él diciéndole que la ama, él siempre con ella. – Es un error – piensa y coge el celular nuevamente. Gabriel sigue llorando desde el otro lado. – ¡Gabriel! escúchame Gabriel, no juegues así, ¿dime que mierda está pasando? ¡Pásame con Martín! – No entiendes huevona, Martín se mató, se metió mil pastillas y mi casa está llena de policías. Mi hermanito se mató, y fue por ti, se mató por ti Vero - Verónica cogió el primer jean que encontró, se puso cualquier chompa y salió presurosa, tenía todavía el cabello mojado y estaba en sandalias. Tomó un taxi, estaba llorando; el taxista sólo atinó a preguntar a dónde quería ir. No podía creerlo, no podía concebir la idea de que Martín fuera tan cobarde y la vez tan valiente de haberse quitado la vida. Lo había visto el fin de semana pasado, cuando se cruzaron en la discoteca, cuando ella bailaba con Ricardo, uno de sus mejores amigos. Ricardo estaba tomado, y ella sólo bailó esa canción con él, no quería exponerse más, porque no quería generar malos entendidos. Recuerda que Martín la vio y no dudó en tomar un trago y marcharse. No lo vio más, no le dijo que estaba guapísimo, que lo extrañaba un montón y que lo del baile fue sólo un mal entendido; no le dijo que todavía lo amaba y que lamentaba que las cosas estuvieran así, no le dijo que se había dado cuenta de que había cometido algunos errores y que se sentía terriblemente triste sin él. No le dijo tantas cosas, quizá esperando el momento oportuno para confesarle eso y más, pero ya era tarde. – Llegamos – dice confundido el taxista y ella reacciona del trance y sale volando, no ha pagado, el taxista no sabe bien qué hacer. A fuera de la casa de Martín se encuentra una ambulancia ya estacionada; un par de patrullas con policías conversando. Un pequeño cerco de seguridad no impide que Verónica cruce y logre ingresar a la casa. En la sala está Gabriel, sentado en el sofá, con los ojos rojos; la ve ingresar y corre a darle un abrazo: - está arriba – le dice. Suben corriendo y la escena se torna cada vez más tétrica. En un pequeño mueble la mamá de Martín se encuentra inconsciente siendo atendida por los paramédicos, más adelante su papá llorando conversa inconsolable con un doctor y un policía; pronto advierten la presencia de Verónica y a pesar de todo la abraza y estalla en lágrimas – ¡El huevón de mi hijo se mató! ¿Por qué? ¿Qué error cometí carajo? – Ella estaba destrozada, intentó entrar y ahora si se lo impidieron. Logró leer la frase en la pared: “Lo que encuentres aquí, sólo son los restos de nuestro amor.” y empezó a gritar como loca, a repetir incansablemente que lo amaba, que lo amaba más que a nadie. – ¡No pude ser! – resonó en casi toda la cuadra, en un silencio asesino. El papá de Martín intentó contenerla. – ¡Te amo Martín! ¡No me dejes amor, no me dejes sola! - Él ya estaba en una bolsa negra, ella quería verlo, no podía ser él. Se escuchó entre los llantos y los gritos la voz de algún policía o doctor inoportuno: - Tarde flaca, muy tarde – Lograron consolarla medianamente, lograron llevarla a la sala y le dieron unas pastillas para que se calme. Cuando se dio cuenta se imaginó a Martín ingiriendo esas pastillas malditas y esperó que fueran las mismas, en esos momentos también quería morir. Los papás de Martín y Gabriel no le dijeron nada, sabían que ella era una buena chica y que no resolvían nada buscando culpables. De pronto sintió un golpecito en la espalda, era el taxista. – Señorita, disculpe, son cuatro soles – le dijo algo nervioso. Ella lo miró con odio, tenía veneno en los ojos. De alguna manera, Verónica también murió aquella tarde de Junio.

martes, 21 de junio de 2011

Los restos del amor

Se mira al espejo, ve un pequeño brillo en aquellos ojos negros y rencorosos que ahora lo miran a él. Acaba de llegar de una reunión, acaba de derrochar algunas risas pero ya no tiene el dulce de aquella tertulia en sus labios; está furioso, está dañado. Golpea la pared con furia, no sabe a dónde ir. No hay nadie en la casa, pude hacer la bulla que le dé la gana e incluso puede llamarla a ella y decirle que es una puta, que no entiende cómo se enamoró de una puta que nunca supo querer. Se siente miserable y pese a todo el odio que lo invade logra distinguir en su pecho un poco de temor. Se quita la camisa, el vividí forma su cuerpo entrenado. Se mira al espejo nuevamente: frente a él hay un hombre alto (como de metro ochenta y cinco), de familia respetada y adinerada, de educación costosa, tiene veintisiete años y una vida por delante, sabe que hay señoritas que lo pretenden, que más de una está buenísima; ve frente a él un tipo que no podría pedir más, pero lo único que quiere, aquel capricho maldito no es suyo, lo que es peor, es de otro. Entonces golpea aquel espejo y lo parte en decenas de pedazos porque también vio a un hombre débil, a un hombre estúpido, a un hombre despechado y peligroso. De inmediato se dirige al cuarto de su papá, busca entre sus cosas intentando encontrar el arma que su papá atesora como un hijo más. Recuerda mil veces haber visto a su papá manipulándola, puliéndola con cariño y admiración, prometiéndole algún día heredársela a él, su hijo mayor. Ha buscado debajo de la almohada, en el velador viejo donde no hay más que basura. Ha buscado en el armario, entre los sacos donde hay billetes tanto en soles como en dólares, pero ahora eso a él no le interesa, el dinero no puede comprar lo que quiere. Se llama Verónica: ella es una chica guapa, muy popular en la ciudad por su belleza, por su cuerpo tentador y aquella sonrisa angelical. Él la conoció en la Universidad, ya en su último año. Ella recién ingresaba, recién aparecía en escena entre tanto lobo. La universidad privada donde estudiaban era más un círculo social que una casa universitaria. La gente se dedicaba a frecuentar más reuniones que las aulas. Por eso él se demoró casi ocho años en concluir aquella carrera que estaba de moda y que nadie entendía bien. Tuvo suerte, coincidió con ella no sólo casi en todas las fiestas, sino también en momentos claves. Él le lleva cinco años de diferencia, y para los veinte que ella tenía en esas épocas, la diferencia de edad sólo provocaba curiosidad. Entonces con un poco de confianza ganada, la invitó a salir, al cine, a las discos; la gente se acostumbro a verlos juntos. Ella sin darse cuenta cedió ante sus encantos, los cuales con el tiempo estaban exonerados de mala intención, porque él también se encandiló con la sonrisa angelical antes mencionada. Sólo tardaron unos meses en convencerse de que podía pasar algo especial entre ello. En efecto, fue genial. La universidad entera se rindió ante ellos. Él, hijo de un acaudalado empresario: guapo, atento, simpático. Ella, la chica más linda de la Universidad, inteligente, tranquila. Viajaron mucho, se tomaron mil fotos. Se escribieron cartas infinitas donde se prometían terminar juntos. Desplegaron el amor que se tuvieron por todos lados, se amaron con locura. Todo pasa por su cabeza como una película mientras se resigna a encontrar el arma de su papá. – Se la llevó este concha su mare – se dice. Pero como si el destino lo hubiera conducido a ese lugar, de soslayo, descubrió entre tanta basura junta en el velador, un frasco con pastillas para consolar el sueño. Entonces recordó que la loca de su madre no puede dormir tranquila porque no hace nada todo el día y por eso nunca está cansada, pero ella piensa que es el estrés de llevar la carga familiar sobre sus hombros. Coge el frasco y raudo se encierra en su cuarto. Ahora recuerda la pelea que tuvieron. Las cosas no habían estado muy bien últimamente. Ella había decido aparecer más en la escena discotequera de la ciudad. Usaba prendas coquetas que antes no solía usar. Él encontraba en las redes sociales muchos mensajes siniestros que lo atormentaban y sentía la alejaban de ella. Él también tomo su decisión: sabía que gozaba de un poder seductor con las chicas y no dudó en llevarse a un par a la cama, donde hizo lo que pudo, porque no lo hacía con quien él quería. Verónica le obsequió su virginidad una noche de verano, en la casa de playa donde había pasado situaciones similares. Él sabe que también se había portado mal con ella algunas veces, producto de los amigos, de el discreto acoso que recibía por parte de las chicas. Él se había portado mal porque sabía que ella estaba en casa y nunca lo iban a descubrir. “Él ladrón juzga por sus propios actos”. Entonces el la vio en la discoteca, bailando de manera coqueta con uno de sus amigos, con uno de su calaña. Ella ya no era la niña buena que conoció, ya no era ese ángel del que se enamoró. En su cabeza tenía todas las escenas íntimas vividas, pero ahora el personaje principal no era él. - Las mujeres tienen la capacidad de joder la vida de un hombre, saben como hacer daño – Como siempre tuvo lo que quiso, y ahora no era así, escogió no perder, tomó mil pastillas, tomó todas las que pudo. Antes de caer dormido alcanzó a escribir en su pared, con un plumón rojo que teñía la situación de un olor a muerte: “Lo que encuentres aquí, sólo son los restos de nuestro amor.” Y se dejó caer para nunca más levantarse. De esta manera, mató su amor por ella. (Historia acontecida noches atrás, en una habitación desconocida)

lunes, 13 de junio de 2011

Encanto francés

Tiene el cabello largo, rubio; abrazando su frente una cinta naranja que lo hace parecer un hippy algo arisco. Come con modales toscos para ser europeo y está vestido con prendas muy peruanas, muy coloridas para un tipo de pálidas facciones. De vez en cuando levanta la cabeza y mira a su hermosa hija hablar en un precioso francés y hacer gestos explicando lo acontecido como si bailara ballet, es una niña de diez años aproximadamente, que luce su encanto natural. Su esposa intenta retener a los dos más pequeños, un niño travieso y una niña adorable, despeinada, rubia y despeinada, que se posa frente a mi, que estoy en la mesa del frente y me mira. Yo quedo bobo y la observo con la mayor de las admiraciones mientras ella se mete la mano a la boca y me devuelve la mirada con una encantadora dulzura. Es una francesita preciosa en la cual veo la esperanza de tener una hija tan linda como ella. Hace un par de días me sometí a innumerables exámenes para descartar el hecho de ser estéril, el hecho de no poder cumplir con mi sueño de tener una pequeña rubiecita no tan afrancesada pero si preciosa y encantadora hija, que me quiera como sólo me pudiera querer ella, me preocupa. Los exámenes han sido variados y aparentemente en todos estoy normal. Me han sacado litros de sangre y me han hecho más ecografías que a una embarazada. He pasado todos los controles con normalidad, excepto el más importante, el que puede descartar todo inmediatamente. Me indicaron que tenía que hacer un espermatograma, o sea, me indicaron que por la mañana, al despertar temprano, tendría que hacerme un autoservicio y capturar aquel líquido pegajoso y llevarlo en un frasco esterilizado que me entregaron al laboratorio y dejar quizá a mis futuras generaciones para ser examinadas. Entonces me levanto y no haga absolutamente nada porque no tengo ni una pizca de líbido y no me parece lo más sano levantarte y masturbarte como loco intentando violar un frasco inocente. Entonces no puedo y ya abrí el puto frasco el cual inminentemente está contaminado y no sirve así como yo. Voy avergonzado a la clínica y hablo con el doctor y me dice que me dará otro frasco y que no me preocupe, que no me tense. Ese viernes por la noche bebo y amanezco algo borracho y aprovechando mi estado me empiezo a tocar pero nada, mis muestras van a salir con rastros de alcohol y no arrojarán una respuesta razonable, me dirán que tengo los espermas atrofiados, alcoholizados. Entonces decido no tocarme más (por ahora) y no voy a recoger ningún resultado. La pequeña francesa me mira y me hace los gestos más dulces que recuerdo últimamente y me enamora con su pureza y siento que es mi nena linda y me derrito más rápido que el milk shake que estoy tomando. Luego los tres francesitos acompañados de sus padres empiezan su retirada no sin antes coger los globos con helio que se encuentran en la entrada mientras se dicen cosas que no entiendo pero suenan lindas (porque el francés aunque no lo entienda es precioso). Los tres son felices jugando en la entrada de la pizzería donde yo tomo un shake y donde ellos agreden al vigilante con los globos, yo creo que piensan que es Humala e intentan colaborar con el país que los acoge por estos días. Mi pequeña francesita se ríe como un ángel y yo me siento feliz de verla jugar y muy dentro mío me propongo tener a la niña más linda del mundo y hacerla muy feliz con miles de globos con helio y jugar todo el día. Entonces recuerdo los exámenes pendientes y creo que voy a prender unas velas para estar a solas con mi mano derecha (la más hábil) e intentar generar un ambiente propicio para el romance y el placer. Aquella niña francesa y encantadora me ha recordado que es lo que en verdad añoro. Me ha recordado que los momentos más dulces e importantes de la vida están en las pequeñas cosas y seguro son los que están por venir, me ha transportado mágicamente a tiempos venideros donde amaré con fuerzas desconocidas. Aquel hippy rubio se aleja con su hermosa esposa y sus tres encantadores hijos. No llegarán a Francia a pie, pero yo despacito, cumpliré el sueño que anhelo.