lunes, 9 de junio de 2014

El camino a ti

Desde pequeño, mi peinado presentaba una raya al costado que me hacía ver bien portadito. Mi santa Madre me tomaba de la mano y todos los domingos, con una alegría divina, me llevaba a misa de las seis de la tarde en la catedral. Yo a mis siete u ocho años, no entendía absolutamente nada de lo que hablaba ese viejito con faldón; no tanto por algún tipo de falta de comprensión, sino porque estaba tan venida a menos las energías de ese señor, que a las justas podía descifrar una palabra. Nos sentábamos usualmente del lado derecho de la catedral, la cual recuerdo levemente lúgubre y apacible. Recuerdo que me sentaba al lado de mamá y poco a poco iba entregándome al sueño más delicioso que Dios me pudiera dar. También recuerdo los codazos disimulados y certeros que mi madre me aplicaba cada vez que el padrecito pedía que se pongan de pie y las veces en que me sujetaba antes de colisionar con el suelo adormitado en plena plegaria. Mi santa Madre no desistía en la idea de mi devoción somnolienta y sin falta me tomaba de la mano los domingos por la tarde y me llevaba puntual e incansable a dormir a misa, de seis a siete. Con los años y como si se tratara de temporadas, mi madre empezó a frecuentar un grupo franciscano en una iglesia nueva, a donde indefectiblemente también me llevaba. En este nuevo refugio religioso se reunían días de semana, u horas antes de la misa con todas las viejitas bonachonas que pellizcaban mis cachetes encogidos. Como un par de señoras más arrastraban a sus devotos hijos, formaron un grupo de franciscanitos los cuales dormíamos todos juntos en un salón apartado. Como aquel grupo religioso colindaba con lo social, hubo alguna rencilla tonta o mal entendido que obligó Mamá a mudarse de iglesia. Esta vez se hospedo en la Vicaría a la que pertenecíamos por ubicación geográfica. Allí donde de muy niño me bautizaron, ahora hacía mis talleres para mi primera comunión y posterior confirmación. De la primera comunión recuerdo que siempre fui el niño educado, rubiecito, siempre modosito y bien peinado. También recuerdo aquella tarde donde el diablo me poseyó  y al gordito risueño de clase le moví la silla antes de que se sentara y se fue a dar de culo contra el suelo. Nadie se rio. Para esto mi coordinadora fue franca espectadora de mi acto innoble que sólo se me perdonó por no haber tenido un prontuario que pudiera respaldar dicho acto. Igual se me conminó a confesarme y contar lo sucedido. Mis confesiones siempre eran las mismas: No tomé la sopa. Desobedecía a Mamá. Pequeñas mentiras por ahí. No recé antes de dormir. Todo de paporreta tenía el valor de un Padre Nuestro y tres Aves Marías. Ese discurso lo arrastré varios años, creo que hasta los dieciséis o diecisiete años. Hasta que una tarde cualquiera un cura que no conocía la tarifa de mis pecados me sentenció a una decena de Padres Nuestros, un número no menor de Aves Marías y a un Rosario completito que hasta ahora debo. Por culpa de ese inescrupuloso padrecito, no me volví a confesar un muy buen tiempo. No podía presentarme moroso ante los ojos de Dios. Ya en la confirmación y en los últimos años de mi educación secundaria, asistía a aquella Vicaría los sábados y domingos más a hacer vida social y soslayar a las chicas bonitas que a nutrir mi fe quebrantada. De todas maneras debido a mi adoctrinada infancia, mis conocimientos religiosos eran los suficientes para sobresalir.  Ya en la vigilia, a tres días de consagrarme  en el sacramento de la confirmación, gané las elecciones municipales en mi colegio, con lo que me consagré primero como Alcalde Estudiantil y me metí una bomba diabólica asistiendo aquella tarde-noche en un estado deplorable a mi sita religiosa. Tuvieron que esconderme en el baño para que el padre, muy amigo de mamá, no me excomulgue del catolicismo. En aquel baño vomité más que cualquier poseído y al terminar, sin estar un segundo en la vigilia, me retiré a mi hogar a seguir muriendo. Mi Madre se enteró y quiso desheredarme. Al día siguiente me llevó a confesar y no me dejó utilizar mi ya recorrido argumento, debido a que ella dio una antesala detallada que me dejaba muy mal parado. El cura que nos recibió en su oficina, pidió a Mamá se retirara para tener una conversación cara a cara con el pecador. Mi Madre se retiró en contra de su voluntad y aquel padre iluminado por el Espíritu Santo, me miró con una sonrisa despreocupada y me preguntó: -¿Hijo, crees en Dios?-  A lo que no demoré en contestar: - Si padre -  Entonces te jodiste – me respondió y entendí todo. Este último domingo me senté en la última banca de la iglesia, cabeceé un par de veces y recordé con nostalgia como inició mi camino en busca de tu amor: Siempre de la mano de Mamá, casi en contra de mi voluntad, pero siempre retornando. Probablemente regrese todos los domingos, a la misma hora, tan puntual como los sábados en aquella discoteca de moda; por el mismo camino que tantas veces me llevó a ti.