lunes, 17 de diciembre de 2018

El misterio de la soledad

Llego a casa a cuestas: abatido, cansino. Arrastro mi cuerpo hasta la puerta del segundo piso, arrastro también una caja con víveres navideños que la empresa nos regala cada año con menos espíritu navideño. La puerta se abre despacito, como pidiendo permiso, y luego de doce horas de ausencia, como un golpe de energía, encuentro tus ojos mirando los míos, tu mirada iluminándome. Corres hacia mí abrazando mi pierna, dándole sentido a todo un largo día. Cumples con regalarme una dosis de purito amor y rápidamente abordas la caja misteriosa que he traído. Últimamente todos los momentos son futuros recuerdos, éste me lleva muchos años adelante, cuando tu memoria invoque las navidades en que papi llegaba con regalos a casa. Descubrimos el misterio que guarda ese cartón y tu emoción me embarga, me conmueve, tanta felicidad también me salpica. Es increíble como hace unos años atrás abría la puerta del departamento y encontraba oscuridad y silencio, donde sospechosamente era feliz, entre tanta ausencia, escuchando el eco de mis pensamientos; extrañando a nadie, esperando que me toquen la puerta para salir despojado de mi cama, donde pasaba el mayor tiempo del día. Lo mágico de administrar tu soledad era saber que escogías el momento preciso para estar acompañado, para llenar por antojo vacíos que de vez en cuando te aburrían. Luego de fumar ese porrito de compañía, de escuchar nuevas historias, de acompasar ritmos de poca costumbre regresaba como un oso en invierno a su cueva, a ese espacio personal donde recargaba pilas y me encontraba a mí mismo, me regocijaba. Hoy soy consumidor de otro tipo de soledad, de la soledad que no se escoge, de la que te rodea como la oscuridad rodea la noche. Es un problema de la humanidad siempre querer lo que no se tiene, añorar lo que parece imposible. Últimamente soy una ensalada de sentimientos que avizora cuatro paredes abrazándome. No sé si la adolescencia tenga una segunda etapa a los treinta y dos años, pero vuelvo a ser aquel chico de dieciocho que no sabe qué será de su vida de acá a diez años. En el silencio, en el abandono, uno siempre encuentra un momento de claridad. He revisado libros y escuchado historias que relatan que el optimismo no tiene caducidad, que los sueños llegan a cumplirse en menor o mayor escala y que sólo existe un tipo de cementerio. Son largas mis conversaciones internas, pero son pocas las respuestas en el soliloquio interminable de saber a dónde voy. La soledad no sabe de modas y se viste como le da la gana: a veces con los colores de la primavera, a veces con grises fríos invocando el invierno. Ezio ha encontrado entre las latas y sobres el paquete de papitas y su mirada es elocuente, es un pirata que ha descubierto el tesoro escondido. Nuevamente cable a tierra, regreso de mis cavilaciones y complazco tu deseo de invadir aquel botín. Soy tan feliz viéndote feliz que a veces creo que no hay más que vivir, que viviré para complacerte. Eres esa velita que ilumina el camino y aunque reconozco nuevamente que no sé hacia donde voy, tú eres el motivo por el cual sigo avanzando. Temo despertar una mañana y no tenerte cerca, no complacer mis expectativas de acompañarte. No sé si sabes que soy tu papá, porque a veces yo lo olvido. Yo te siento y me siento como ese mejor amigo, ese que escogiste tú, ese que escogí yo. Soy preso de la soledad y la dicha a la que tanto amor me ha sentenciado. Soy tu guardián solitario Ezio, aquel que es pagado con tu sonrisa, con una gracia tuya, de esa forma soy millonario. Amo estos momentos, en los que inexplicablemente me siento yo mismo. Los que me invitan a sentarme y escribir lo que una voz misteriosa me dicta, una voz que suena a mí. Debe ser la navidad que tiene la costumbre de atrofiar mis sentimientos, o el vino syrah que saboreo una y otra vez mojando mis labios, envenenando recuerdos. O quizá solo sea la soledad que abraza, que envuelve; la soledad celosa. He dedicado muchas noches a indagarte, a descubrirte: quizá solo seas tú otra vez, quizá solo sea tu misterio, soledad.

lunes, 26 de noviembre de 2018

La celebración de todos los amores

No me gusta usar terno todos los días, me siento atrapado, prisionero, amordazado por una correa que somete mi vientre en expansión oprimiéndolo sin piedad y una corbata que ahoga mi libertad, que asfixia lo poco que me queda de juventud. Por eso mi look ligero, con una camisa blanca sport, sin corbata que la adorne y un blazer marrón que más sabe de discotecas que de misas. Tampoco me gustan los matrimonios, las nupcias. Siento nervios al escuchar el intro con el que lentamente la novia se acerca al altar, donde circunspecto el novio espera parado, cegado de “amor”, como un sentenciado al paredón. Rezando con la fe que el fútbol otorga, pido para que el partido de River y Boca se vuelva a suspender, no quiero perderme tal acontecimiento futbolero; rezo mientras ingreso por primera vez a aquella iglesia. Es inevitable no pensar en mamá cada vez que entro a una capilla, recordarme pequeño corriendo entre los santos pasadizos, siendo pellizcado en los cachetes por todas las señoras que conformaban el taller de oración de mi madre. Jugar a las escondidas entre santos y cruces, dormirme en la liturgia. Mamá siempre me dijo que me ganaba el derecho de pedir un deseo cada vez que ingresara a una iglesia nueva, claro está, mi deseo es ver el clásico argentino, la final de la Copa Libertadores, y como es mucho pedir que pongan una TV en aquel santuario mientras algunos se casan, opto por rogar que el partido se suspenda, que me esperen. Me ubico muy adelante, en la zona vip de aquel templo que hoy celebra no uno, sino cinco matrimonios. Es una ceremonia comunitaria, inédita para mí. Entienden que si ver a una novia entrando al ritmo del piano despierta mis alergias, ver entrar a cinco me invita a una taquicardia. Por el respeto y cariño que les tengo al Sr. David y la Sra. Antonia lo soporto. Ellos llevan en su haber más de cincuenta años de casados civilmente, dos hijos que ya les han regalado nietos y mil historias que juntos han sabido sortear. Ella de blanco, visiblemente emocionada; él con la sonrisa de siempre, la de un tipo bonachón. El cura es un italiano de sonrisa franca, de semblante sencillo y amigable. Su liturgia es una de las más bellas que he escuchado, una de las pocas donde no me he dormido. – Hay regalos que Dios nos ha dado, uno de ellos es la vida. Todos los días debemos dar gracias a Dios por tener una nueva oportunidad para ser felices. Como consejo, dejar las pantuflas debajo y en el centro de la cama, para que en las mañanas, en el ejercicio de buscarlas, nos arrodillemos y aprovechemos la oportunidad para orar. Otro regalo de Dios es el amor, el amor de verdad, no el de Disney; ese amor que te invita a buscar la felicidad del prójimo, con paciencia y desinterés. Y la familia, donde siempre estaremos cobijados en amor – predicaba. Felicitó a cuatro de las cinco parejas porque eran de avanzada edad y explicó que nadie debe casarse por compromiso, sino por amor. Y casarse a los setenta años no trae consigo ningún tipo de dudas, ningún tipo de carga que no sea la bendición de Dios y la promesa de acompañarse hasta el final. Dicen que nosotros los humanos tenemos dos fechas importantes que celebrar: el día en que nacemos y el día en que descubrimos para qué hemos nacido. Y para esto segundo, es indispensable hacer uso de los valores, o sea, de las cosas que tienen valor: amar por ejemplo. Disfruté cada palabra, porque no habló de religión, habló de Dios, de ese Dios que te quiere ver feliz, de aquel Dios que no castiga, un Dios muy distinto al del que habla la mayoría. Salí poco antes de que se terminen de tomar fotos, detrás de la primera pareja de esposos. Afuera todas las familias juntas (las de los cinco agasajados) esperaban con arroz en mano, bandas de música, serpentina, juegos artificiales y toda la hora loca anticipada. Fui premiado cual novio, felicitado, abrazado y salpicado por todo lo que me arrojaban. Nunca antes tan cercano al sacramento del matrimonio huí despavorido. Ya en la recepción y azuzado por un par de piscos sours, me dejé llevar por aquellos dos tórtolos de avanzada edad y me conmoví con cada gesto de amor: con sus palabras que hablaban de la bendición de estar ahora sí en la gracia del Señor, del pequeño baile que prepararon de manera tan tierna y del bouquet que lanzaron para cumplir con las costumbres. Los músicos ingresaron al ritmo de boleros, interpretando todo con guitarra y cajón. Quién diría que Micaela me regalaría a un mes de su llegada la pieza de baile más linda de mi historia, cogiendo con su pequeña manito mi dedo pulgar y recostando su cabecita en mí regazo. Yo era el novio enamorado.
No tenía ganas de ponerme el terno, y me vestí como quise. No quería asistir a otro matrimonio y disfruté de todas las ceremonias: La del cura italiano y su estupendo sentido del humor y la de dos gallardos amantes. No pensé bailar y Micaela me llevó danzando a las nubes. No quería que se juegue la final de la Libertadores y todavía no tiene fecha, ni estadio, ni garantías. Todos celebramos el amor a nuestra manera, y aunque no sea una de sus finalidades, también lo sufrimos.

jueves, 4 de octubre de 2018

El ángel en la nube

Tengo la fuerte sospecha de que los ángeles desde el cielo se sientan en una nube y miran a la gente pasar, tambaleando sus pies desde las alturas, como quien se sienta en lo alto de un muro a ver qué hay del otro lado. Con la misma suspicacia de la sospecha anterior, siempre he creído que en el paraíso se maneja un sentido del humor ácido, pícaro, particularmente pintoresco y que nos miran a diario como si fuéramos una serie de Netflix, una serie inspirada en la comedia, con la que se ríen, se pegan y no pueden con la curiosidad del qué va a pasar. Así también, como en las series que miramos, ellos escogen dentro del tumulto de gente que observan, a sus personajes favoritos, a esos que aparentemente son más simpáticos o todo lo contrario; y conciben en su imaginación los posibles finales y/o desenlaces que estos pueden ofrecer, que se pueden dar. Maquinan las posibilidades, las historias, los momentos jocosos que ellos pueden regalar. Bajo esta teoría, alguna vez me comentaron que estos ángeles curiosos, son quienes escogen a sus padres, a sus personajes favoritos dentro de la serie en la que ellos serán a posterior protagonistas. Sólo imagínense que esta teoría de que tu hijo o hija te haya seleccionado desde lo alto de una nube, te haya escogido con todos tus defectos y virtudes, haya aceptado heredar esos rasgos que puedes llegar a odiar y te haya confiado su estadía en este mundo terrenal: ¿no es halagador? Ahora yo, que soy en cualquier serie emitida, por lo menos un personaje secundario, es quizá el mejor reconocimiento que pueda recibir en mi discreto paso por este mundo, el más honroso de los reconocimientos. Mi instinto paternal, siempre desenfocado, desde mi tierna juventud ha querido tener entre sus brazos una rubia inspiración de cabello largo y risa celestial. Ha visualizado a aquella niña rubicunda correr entre los jardines regalando una sonrisa mágica, contagiosa, milagrosa. Quería una niña que me diga papá y me tome del dedo meñique antes de salir a pasear al parque y perseguir ardillas como cuenta el libro en que el personaje principal describía a su hija con dulzura. Que si se le antoja hacerme el peinado con dos colitas y gratis pintado de uñas, lo haga; que repita el cuento donde es una princesa y aprovechar el pequeño lapso en que me concederá el privilegio de que yo sea su príncipe y que piense en mi primero cuando se tenga que bailar la primera canción de la fiesta. Siempre he creído que mi imagen varonil sólo resaltaría con la presencia de una pequeña niña y que si me tocaba niño no iba a tener el temple, la condición, el temperamento de encaminarlo, de darle una formación con carácter para que sea un hombre de bien. En cambio a la niña se le podía criar siempre con besos y abrazos, con cariños, con mimos, con simple y puro amor sin mayores condicionantes. Por suerte lo del pequeño no es tan real, Ezio me ha ayudado a romper ese paradigma y me educa a diario con sus ocurrencias demostrando que todo es más divertido así y que no importa si es hombre o mujer, lo que importa es que se haga con amor. Un niño continúa en calidad de angelito sus primeros años. Bajo la premisa de que antes de venir al mundo ellos nos atisban desde una nube y nos escogen como dadores de amor, tengo un compromiso lleno de fe, tengo un compromiso conmigo mismo a quien no puedo mentir. Puedo fracasar en lo demás: como pareja, como jefe, como amigo, como compañero y hasta como hijo (porque los hijos no somos lo que nuestros padres quieren) pero como padre no me permito el fracaso, no me permito el fallarles, el defraudarlos. Mi fidelidad a ellos es tanta que a menudo soy infiel conmigo mismo. No pretendo ser el mejor padre del mundo, sólo pretendo que ellos me disfruten y yo disfrutarlos y aprendan lo que tengan que aprender en base al amor, no guardarme ningún beso, ninguna caricia y recordarles a diario que los amo para que no tengan ninguna duda para cuando no esté. Los milagros pasan a menudo y quizá ni nos damos cuenta; yo mañana tengo una cita celestial, una reserva vip con un milagro, el que me invita a cumplir otro sueño más: conocer los rubios cabellos de un ángel llamado Micaela.

domingo, 23 de septiembre de 2018

Todavía hay tiempo

Totalmente de azul, con la camisa manga corta que su madrina le había regalado y una corbata del mismo color, se encontraba Felipe, mirándola callado como tantas veces cuando la hallaba parada en la puerta del salón de clases conversando con sus amigas a la espera de que llegara el profesor de turno. No sabe exactamente cómo sobrevivió tantos fines de semana esperando a que sea lunes otra vez y verla casi siempre radiante, con su sonrisa mágica, con aquellos ojos marrones tirando a rojos que miraba encandilado, llevándoselos luego en la memoria; con sus cabellos renuentes siempre peinados y su figura delicada. A sus doce años, la vida de Felipe había sido marcada por una niña de nombre María Fernanda con la que se motivaba cada lunes para ir al colegio. Odiaba las vacaciones o cada vez que ella enfermaba porque sentía que le habían quitado lo bonito de ese día. Siempre contaba con un pretexto sospechoso para acercarse y robarle una sonrisa, jugarle una chanza y/o recibir una burla cruel de parte de ella, que no sólo era bonita, también tenía un sentido del humor ágil y chispeante. Ese era su trato, el de una breve tertulia amena y audaz. Aquella noche no era tan diferente, él la buscaba con la mirada para sacarla a bailar, porque Mafer bailaba lindo y él se defendía. En su mano derecha, como un boleto a la felicidad guardaba su dulce secreto; no se perdonaba que le sudaran las manos y temía arruinar aquella hoja llena de tinta azul que había redactado para ella tantas veces, tantos días. Durante todo el año no lo había acompañado el valor de serle sincero y ya no pasaba solo por confesar sus sentimientos; ya se había convertido en una terapia, en un desahogo para que su conciencia no lo asesinara una de esas tantas noches en que dormía ensayando cada palabra. La fiesta de fin de año, la de promoción de primaria, se presentaba como el escenario perfecto para descubrir a Mafer todo lo que ella despertaba en él; de darle las gracias por hacerlo sentir vivo, por hacer de cada día el mejor de los días y sobre todo, por enseñarle de la manera más tierna y sincera lo que él creía, era amor. Felipe, a pesar de su cariño desmedido, siempre fue cauto y hasta orgulloso, nunca intentó delatarse ante ella y aunque a veces le dolía, sabía que debía haber días en que guardar distancia era lo mejor. No quería que sus compañeros se burlen, no quería quedar como tonto, quizá incluso temía a no ser correspondido. Los amores a tierna edad son casi siempre tan puros como agua de manantial, pero eso no los exenta del dolor. Caminó hacia ella, entre el pequeño tumulto de gente. Al principio y como casi en toda actividad, estaban los niños de un lado y las niñas del otro. Ya había transcurrido un muy buen tiempo y esa pared invisible se había derrocado para que así se formaran las parejas, se rompiera el hielo. Mafer, por su alegría innata, fue una de las primeras en salir a la pista de baile. Felipe, cauto, esperó casi hasta el final de aquella fiesta de despedida para nervioso, encontrar sus hermosos ojos marrones y sonreírle frenético. Con cara de tonto le tomó la mano antes de preguntarle si podía bailar con ella, recibiendo con otra sonrisa un sí que no supo descifrar. –creo que fue por compromiso- pensó. Tocaron una salsa de Jerry Rivera, excelente para la ocasión, precisa para Felipe que se defendía en el género. La letra decía: “amores como el nuestro quedan ya muy pocos, del cielo caen estrellas sin oír deseos” y Felipe pensaba que era Dios ayudándolo a tomar valor y darle sentido al momento. Mafer linda como siempre, delicada como ella sola, era una excelente bailarina, una excelente compañera de canciones y se presentaba más alegre de lo acostumbrado porque ella amaba bailar. Felipe la abrazó suavecito disfrutando cada segundo; respiró profundamente, casi como suspirando, y en una vuelta de baile, de esas pocas que sabía dar, la miró tan bonito que ella dejó de sonreír y cerró los ojos. Felipe sabía que no contaba con mucho tiempo, la pegó a él con extrema delicadeza y despacito, como susurrando al viento le confesó que le gustaba. No perdieron el compás, en aquel momento parecían la única pareja de baile en la pista y aquella canción infinita, inmortal. La magia que los rodeaba era tan notoria que hasta algunas profesoras evidenciaron tan lindo momento sin intención de entrometerse. Felipe prosiguió: - Sabes que me gustas, y si no lo sabías, ahora sí. Esperé este momento porque antes no tuve valor, discúlpame. – le confesó mientras ella disimulaba el momento para los demás. Su corazón latía un poco más fuerte. –No quería molestarte- prosiguió. –Para mí, eres lo más bonito del día. No me permito enfermarme y lamento cuando no te veo. Sólo quería que lo sepas – le confesó y cuando ella le clavó la mirada, esa que mantenía siempre firme y lo obligaba a bajar la suya, le respondió como en el ensayo que tantas veces se permitió, que a ella, él también le gustaba. Pasaron muchas cosas por su cabeza, muchas. Entre ellas la tristeza de no haberle confesado antes sus sentimientos. Se acercó sin el temor que lo caracterizaba, y logró encajar el beso soñado en frente de todos, sin importarle nada. Era su primer beso. Fue breve, fue eterno. Luego le regaló una sonrisa y le entregó aquel papel marchito, arrugado. Con una tristeza dibujada en su rostro, ajena al momento, la soltó mirándola esta vez sin bajar la mirada y le dijo adiós. Mafer se quedó parada a la mitad del salón viendo como Felipe se alejaba como el verano para abrir paso al otoño. Demoró en percatarse del regalo, de aquel papel mustio que tenía en su mano derecha y pronta se fue al baño a terminar de reaccionar. Sus amigas que habían sido testigos de aquel momento especial, la buscaron en el servicio y la encontraron sí: con los ojos llorosos, con la misiva en la mano que contenía por ambas caras la confesión de un pequeño hombre enamorado. Aquella carta delatora, entre tanto secreto romántico y tierno, confesaba que mañana muy temprano partiría lejos de la ciudad, a estudiar la secundaria en verdad, lejos de ella…

jueves, 6 de septiembre de 2018

Bésela ya compadre

Extraviados a nuestros quince años en el ombligo del mundo, entre calles húmedas y el frío de la madrugada; confundidos, extasiados, caminamos en busca del sueño de sentirnos libres. Un puñado de púberes embelesados conformamos el batallón de pipilépticos en busca de compañía. La promoción del 2003 “Salvatore Ferragamo” del colegio Maristas camina por la avenida el Sol cerca al centro cívico, atraídos por la música de una discoteca limpia de turistas, desierta de forasteros, vacía. Entonces nosotros, unos veinte muchachitos convencidos de nuestra habilidad cazadora, de nuestro instinto animal con las mujeres, nos miramos las caras, acompañados cada uno con una cerveza, acompañados unos de los otros en esa noche desolada. Enrico San Martín, con su metro noventa y tres, juega con su encendedor; lo prende por décimo segunda vez en absoluto silencio, mirando como las luces de colores aparecen y desaparecen en la pista de baila, aportando desde su esquina oscura una rayito de luz. El cabezón Joaquín Zavala, curtido en las noches de juerga, no pierde la fe, él sabe que no duerme sano, que no duerme solo, que la noche es virgen y él, el perfecto amante. Por mi parte, que viajé casi por casualidad, me siento complacido de estar lejos de todo lo conocido, intentando fumar un cigarro que no sé fumar, que a su vez, le dio sentido al jueguito de Enrico que prende su encendedor y lo apaga nuevamente. Dos cervezas, quizá tres; ¡qué importa si no bailamos! nos beberemos la vida y nos emborracharemos a la salud de los buenos amigos. Al cabezón Zavala no le convence nuestra iniciativa y ya por la quinta cerveza se nota su cara de preocupación. Tenemos albedrío en la oscuridad de la noche, la mesa llena de botellas de cerveza, los amigos que quizá no volveremos a ver pero no tenemos femenina compañía. Algunos compañeros de la promoción empiezan a bailar entre ellos, queriendo aprovechar la buena música de la discoteca y antes de que se pierda la fe, casi por un designio divino, una luz al final del túnel se hace paso y descienden de las gradas de la puerta principal pequeños ángeles rubios de cabellos largos, de carita perfecta, y de risa cautivadora. Las chicas lindas del colegio Pío Pío XII hacen su ingreso y se ubican frente a nosotros. Todos boquiabiertos, hipnotizados, con tremenda cara de estúpido por el milagro recién presenciado observamos como tanta niña bonita dejan sus carteras y abrigos bajo la atenta mirada de su tutora, que no es menos guapa. Recuperando la lucidez observo a todos en cámara lenta, babeando del asombro, incluyendo a nuestros profesores Ramiro Pachuca y "El Negro" Emilio Tapia, que no se pierden ni un solo viaje de promoción. Ambos miran atentos a la tutora del Pío Pío XII. Las chicas no pierden tiempo, en dos minutos se pusieron cómodas y ya están toditas bailando en medio de la pista. Enrico parece estar en otro lado, prende su encendedor en silencio por vez cincuenta apagándolo inmediatamente. – Gracias Diosito – le escucho decir al cabezón Zavala quien ya me está codeando para sacar a bailar a las dos más bonitas. Yo tomo otro sorbito de cerveza pensando en cómo iniciar la conversación, cómo parecer interesante, intentando ser el galán que nunca fui. Joaquín Zavala confía a muerte en ese primer contacto, no sólo es mi hermano del alma, es mi representante de confianza en momentos como éste. Me llena de valor, de optimismo, me dice que no hay pierde. Yo le creo. Ambos hemos visto a la chica alta, a la que baila desenfadada y aparenta ser más mujer que sus compañeras. Me acerco custodiado por el cabezón y me paro al costado de ellas, comparto la sonrisa más tonta que tengo y ellas, en un acto de piedad, me devuelven otra sonrisa juguetona mientras hago la incómoda pregunta: ¿bailan?
La niña desaforada dice sí con la mirada bien puesta, e inmediatamente el cabezón Zavala hace un aspaviento gritando – ¡genial! – y la toma de la mano por sorpresa acomodándola frente a él. Yo me quedo a la mitad de la pista, con mi cara de tonto frente a su otra amiga, a quién no había observado desde un inicio. Cruzamos miradas y perdí. La niña de estatura promedio me envolvió con una sonrisa dulce y llegó a la conclusión de que nos tocaría bailar a los dos. En aquella discoteca cómplice, ella y yo bailábamos cuánta canción nos pusieran, en un coqueteo sublime y encantador, nunca tanto como ella. Compartíamos sin reservas nuestros mejores pasos sin escatimar esfuerzo: un poco de merengue, algo de reguetón, una pizca de “ashe” (música brasilera) donde Joaquín se descocía, una salsita para juntar nuestras manos. Se llamaba Violeta, y era hija de una ex miss Perú; me contaba cosas de su colegio: el Pío Pío XII, muy reconocido en Lima. Me habla de sus compañeras, hijas de políticos, militares y artistas del medio; todas mezcladas con púberes que no tenían ni la menor idea qué iban a estudiar en la universidad. Me hablaba de su perro Lucas, de las fiestas a las que iba y de su mala suerte para el amor. Ella y yo teníamos eso que llaman química, y sentía que toda la discoteca los sabía, porque no dejábamos de bailar ni cuando los demás se sentaban. Enrico San Martín sigue ensimismado en la misma esquina de toda la noche, de pronto es interrumpido por una rubia preciosa que con cigarro en mano le pide amablemente la ayude a encenderlo. Enrico regresa a la tierra de un susto y en el intento 106 por prender el encendedor, falla; el aparatito de porquería no prende. La rubia hermosa se ríe acompañando la situación y esperando un nuevo intento; Enrico desesperado prueba por segunda, tercera, cuarta vez y sólo chispas. A ella ahora no le parece tan chistoso y mira confundida. Rápidamente otro galán se acerca, le ofrece el fuego de su encendedor, el cual regala una llama fuerte y erguida y se la lleva a bailar. Enrico triste, desorientado, por inercia vuelve a accionar el aparato, el cual esta vez funciona sin problemas, una llama se mostraba burlona de la situación. Los profesores Ramiro y Emilio le ofrecen otro trago a la tutora del Pío Pío XII quien se ríe de manera sospechosa. Yo la miro, ella me mira y parece todo consumado; es cuestión de tiempo para compartir aquel beso soñado. Como si fuera obra del destino, empieza a sonar una movida canción de Bacilos que entre su letra pegajosa dice: “compadre no pierda tiempo y bésela ya.” Nos reímos juntos y nerviosos mientras toda la discoteca: las princesas del Pío Pío XII, los delincuentes de mi promoción incluidos los profesores borrachos, la Miss acosada y el pobre de Enrico viudo de su encendedor coreaban: “¡Bésela ya compadre, bésela ya!” Quizá y ese instante de algarabía arruinó todo, porque nunca nos dimos el beso. La siguiente escena fue verla recoger su saco y cartera, revisar que sus cosas estuvieran en orden, sus compañeras completas (incluyendo a la Miss) y partir tan elegantemente como entraron. No recuerdo ni siquiera el beso de despedida en la mejilla.
Quince años después, con un espíritu festivo algo más endeble, inyectados por la alegría de unas copas de ron; con el gordo Joaquín todavía más gordo, la escena se repite. Frente a mí la chica más linda del lugar, con su sonrisa radiante, la respiración acelerada, la complicidad en el ambiente, mi mirada puesta en la suya y esa bendita canción, esa bendita canción como maleficio perpetuo, pidiendo que la bese y arruinando toda otra vez…

domingo, 29 de julio de 2018

La voluntad de los años

(Carta escrita el jueves 16.11.17, un día después del Perú 2 - Nueva Zelanda 0)
¡Perú vuelve a un mundial después de 36 años… 36! Cuánto tiempo ha pasado para volver a celebrar, 36 años es mucho tiempo. Generalmente consideramos datos cronológicos y de tiempo para resaltar malas rachas. Yo no tengo registro de algo que haya hecho más de 10 años, más allá de existir. Y puedo asegurar que la mayoría de Uds. tampoco. Ahora mismo no hablo de los años, hablo de la voluntad de hacerlo, de la vocación, de la pasión. Ayer llorábamos todos porque nuestra principal motivación estaba arraigada a un sentimiento, a común denominador que tenía que ver con el orgullo de sentirnos peruanos. Eso, eso es pasión. ¿Se imaginan hacer algo todos los días con esa intensidad? ¿Sentir a diario ese orgullo? Quizá y entonces, duraríamos 29 años con la camiseta bien puesta sin importar el peso del tiempo, porque no estoy hablando del conjunto de calendarios, estoy hablando de lo especial que nos sentiríamos teniendo un registro tan contundente.
Don Lucho, no se pasa tanto tiempo de casualidad en un sitio, y como dice la frase: no se cumple 27, 28, 29 años todos los días. Y otra vez no estoy hablando del tiempo, estoy hablando de la historia que encierra cada día. Las mil anécdotas que lleva consigo, los logros, los ascensos, los amigos. No puede pasar desapercibido un día así, porque no es cualquier cosa; sobre todo si hablamos del Banco, porque como bien dice Ud.: “lo único constante en el Banco, son los cambios” y cuántos cambios habrá experimentado Don Lucho. Si mi matemática no es mala, incluso tiene menos años de casado, lo que quiere decir que estos 29 años de Banco involucran temas personales: como el nacimiento de su hijo, formar una familiar, crecer como persona. Entonces, ya no son sólo 29 años: es parte de su vida, de su historia.
La grandeza de la empresa en la que trabajamos no tiene argumentos materiales y/o económicos más importantes que la calidad de personas que la conforman. Ud. Don Lucho, es un claro ejemplo de lo que digo, con esa ascendencia particularmente paternal, de cómplice de la situación cuando amerita y poniendo las cosas en orden si es necesario.
Volviendo a temas deportivos, si nos pone felices y contentos romper una mala racha de 36 largos años sin ir al mundial, y le damos una connotación melancólica por tanto intento fallido, porque no festejar 29 años de buena racha, regalarnos un abrazo y compartir una chelita. Darle la importancia que se merece a esta parte de su vida donde coincidimos todos nosotros.


lunes, 23 de julio de 2018

For once in my life

Cuando te recibí en mis brazos y sin tener mayor referencia de quién y cómo fui, sentí verme recién llegado al mundo, no te lo cuento por vanidad, es algo que todavía no entiendo. Aún tengo guardado tu particular llanto con el que te presentaste ese domingo por la mañana, confieso nunca había tenido en mis brazos algo tan puro, tan tierno, quizá y tan mío como tú tan cerca y es importante que sepas que fue el momento más mágico en mi vida hasta ese instante y que lloré acompañando tu llanto. Entonces puedo interpretar que tuvimos complicidad desde el primer minuto en que nos vimos, ese es un buen comienzo. No podía creer que fueras tú, porque no había tenido una epifanía tuya, mi imaginación nunca fue buena a pesar de ser un soñador. Intentaba descifrar tus ojos de gatito enojado, pues tenías dibujado el ceño fruncido como yo cuando me despiertan sin necesidad. Nunca te vi como mi menor, siento hasta hoy que eres ese amigo de toda la vida con el que siempre la pasamos bien, ese con el que estudiaste desde chiquito y le contaste tus más ínfimos secretos, y al que no traicionarías ni en un juego de mesa. Así te veo hasta hoy, que corres por toda la casa rayando las paredes, rayando los cajones, pintando mi mundo de colores. Entiendo que el tiempo pasa muy rápido, y no recuerdo en qué preciso momento empezaste a caminar y a decir papá o mamá reclamando por que cambiemos de canal, dejemos pasar al perro o no te quitemos tus crayones delictivos. Quizá como esos ejemplos después no recuerde tu primer día de clases, tu graduación de primaria, tus primeros goles y alguna travesura tuya que logró desquiciarme. Es que disfruto tanto el hoy que no me permito distraerme con cosas del pasado o preocupaciones futuras. Prefiero divertirme bailando contigo canciones de Bruno Mars y saber que no sólo intentas copiarlo a él sino también a mí y mis intentos de copiar a Brunito. Cada pasito nuevo que lanzas me llena de un orgullo caprichoso, de eso que incluso me hacen envidiarte con todo el amor del mundo porque nunca vi nada más lindo. Quién imaginaría que algo tan pequeñito iba a conquistarme al mejor estilo de Napoleón, que algo tan celestial iba a domar este corazón renuente, indócil, impuro, que parecía destinado a latir con fuerza pero sin sentido. Te apoderaste de mis noches haciéndome más viejo por dormir un par de horas. Que no contento con eso te ibas a adueñar del lado derecho de mi cama, del control remoto para ver a Luna o a Pepa. Que pasaría a ser tu copiloto cuando intento manejar el carro rojo que a veces me prestas para ir a trabajar. Mis libros secuestrados por tu curiosidad, mis zapatos y zapatillas divorciados entre sus pares. Mis cd’s de música vapuleados en mi ausencia y hasta te harías dueño  de mi tiempo, el que malgastaba a mi soberano antojo. De todas las dictaduras que he visto, eres la primera que sufro y sabes qué, no tengo ganas de huir, de abandonar esa realidad. A pesar de tener sueños, no soy un hombre de metas. De hecho no tengo asignado para ti ninguna obligación que no sea la de ser feliz. Intento forjarte  alas lo suficientemente fuertes para soportar los vientos más ariscos y chapuceros en tiempo de tempestad. Seguro que tendremos que caer un par de veces, pero verás que hasta ese dolor pasajero se convertirá en una gran carcajada después, como las que me regalas cuando no me aguanto las ganas y te bombardeo de besos sometiéndote a mi descoordinado ataque de cosquillas. Entenderás por lo antes expuesto que mis propias expectativas como guía no son auspiciosas, puesto que mi rigor es más endeble que una pluma al viento. Me he entrenado en el arte de congelar mis sentimientos, de gestionar mis emociones, pero contigo es imposible. Te cuento que este infame personaje ahora cruza la calle mirando por duplicado a ambos lados. No quiero perderme esa fascinante evolución de la que sigo siendo testigo, y menos de una manera tan tonta. Si me descuido y parto por un desliz, quizá mis cartas te convenzan de que sigo a tu lado, que hasta donde logré acompañarte estuve orgulloso que fueras tú y que me honrará hasta la eternidad de que me hayas escogido; sinceramente, yo nunca fui tan generoso, y mira que  estoy en base tres. Por ahora guardo el privilegio de tenerte como amigo y que a mi estilo, del cual me disculpo porque entiendo no es el más ortodoxo, te acompaño emocionado, tú agarrando mi índice derecho como cuando vamos a la calle. Siempre he necesitado de motivos para reencontrarme, hace mucho tiempo no sentía la necesidad desaforada de entregarme a las letras, creo que poco a pocos volveré a soñar que soy un escritor. Tengo ahora “el motivo” para retomar la terapia con la que me hacía menos insensible. Igual te seguiré conversando, contándote lo mismo que dejo plasmado en esta misiva cursi, porque sé que me entiendes, pero no quiero que te olvides en el tiempo que me haces feliz, muy feliz.
Puedo dar fe de que el amor a primera vista existe, que hay príncipes azules no sólo para las chicas románticas, y que los milagros se dan sin necesidad de que el cielo se abra y una luz te ilumine.
“Por una vez, puedo tocar/ lo que mi corazón solía soñar / mucho antes de que conociera / Ooh, ooh, ooh, alguien como tú / jamás se me hubiera ocurrido que hiciera mis sueños realidad” (For once in my life / Stevie Wonder)

miércoles, 28 de febrero de 2018

La narración de un hincha

Eras quizá, tan popular como el mismo fútbol, pero ni tú lo sabías. Y tu voz ya era la voz de la selección, sin que nadie lo proclamara. No recuerdo una pena compartida tan grande como ésta, que le duele hasta los que no saben nada de la pelotita y sus encantos.  Ese corazón inmenso con el que palpitabas cada partido, te falló a ti, y nos falló a nosotros. Convocado con exclusividad a un equipo santo, con partidos que no transmite ninguna cadena, sin repetición alguna que comentar. Somos tan de Peredo como tú de Farfán y quizá, no lo sabíamos. Y es que la noticia duele más que la propia eliminación por diferencia de goles, en la mejor versión de una selección que recuperó la fe. En un país de pocos buenos ejemplos, no sólo fuiste uno, sino que fuiste el mejor. Cada nota, cada enlace, cada recuento que te hace honores, es una patada a la canilla sin pelota. Veo tu foto, siempre con una sonrisa, y no puedo creer lo inmortal que te habías hecho, lo querido que te habíamos hecho, lo mucho que te echaríamos de menos si es que partieras a otras canchas. No me imagino un partido de Perú sin tu voz. Ya me dolía que el canal para que el que trabajabas no tenga los derechos para Rusia, y sentía que era una obligación patriótica que te prestaras a la causa de seguir acompañando a la selección a si fuera en otra casa televisiva. Créeme que tenía la seguridad de que iba a ser así y que ningún otro relator hubiera puesto objeciones, porque tu no transmitías partidos, transmitías emociones. El partido que nos llevó al repechaje lo vi desde otro país, donde no pude escuchar tu grito de gol, el: ¡La tocó!, ¡La tocó! que ahora repiten intentando minimizar el vacío de tu ausencia. Ese simple hecho de no saberte en la narración me hizo sentir de alguna manera incompleto, como un equipo con diez jugadores. Como cualquier amante de fútbol no se imagina un mundial sin Messi, un peruano no se imaginaba un mundial sin ti. Creo que más de uno escuchó la narración futurista, esa que no será,  donde con la emoción acostumbrada comentas que tuvieron que pasar muchos años para darte el gusto, para darnos el gusto de gritar un gol peruano en el mundial. Lanzando para el recuerdo una frase con el regreso de Paolo (que seguro ya tenías pensada), para invocar a la Mamacita de Jefferson, para pedirnos que paremos las orejas, para abrazarnos los más de treinta millones de peruanos a través de tu relato, a través de tu  voz, a través del tiempo. Con tu empuje, con tu corazón, con tu pundonor Daniel.
Vi a la casa de la selección colmarse por una sola causa, ya la única no es la de la selección. Escuché a colegas lamentar que se vaya el número uno, a niños imitarte. Tu trascendencia te dignifica, te vuelve una gloria del deporte peruano sin haberlo jugado, te convierte en leyenda. Estamos seguros que un gol más va haber, y donde estés, desde tu cabina en el infinito, estarás gritando ¡Gol Peruano!
Hasta siempre Daniel Peredo…