miércoles, 26 de diciembre de 2012

La mueca del payaso


Tengo que admitir que he robado mil veces una sonrisa y me he sentido dichoso por el hurto aquel. Tengo que confesar que tengo cierta facilidad para dibujar en rostros ajenos algo parecido a un gesto de felicidad. Tengo un humor coqueto que ha sabido encontrar un público discreto pero fiel. Me gusta ver a la gente sonreír y más cuando soy yo quien provoca esas sonrisas.  La astucia que tengo para decir estupideces o para rendirme a hacer el ridículo ha contribuido enormemente a este oficio noble de recolectar sonrisas. Ha sido tan natural el proceso de convertirme en un payaso social que a veces, cuando intento forzar aquel esbozo alegre, tiendo a defraudarme, a caer en un engaño atroz que me regresa a la posición de bufón sin gracia. El tiempo ha ido opacando la virtud de ser gracioso, ha vuelto a este payaso amable en un tipo de sonrisa mustia y de hábitos longevos que poco a poco lo condenan a estar parado frente a un teatro vacío. No sé en qué momento me creí la idea de ser un tipo bonachón y cándido frente a un público cada vez más exigente. Lo cierto es que durante ese trayecto decadente, he engañado a otras personas que a veces esperan el espectáculo de siempre, a este payaso que no conoce otra mueca que no sea la de la pena. Alguna vez me definí como: “el hombre más feliz del mundo” sin imaginar la distancia enorme con respecto de la realidad. Para que el resto me conozca, primero tengo que conocerme yo, descifrarme y entender que a pesar de tener ligeros destellos, soy la sombra que camina en la luz. Duele entender que uno no es quién cree ser y duele más defraudar a los que creyeron que también era así. No todo el público al que me debo genera en mí esa satisfacción necesaria para despertar con ganas de contagiar alegría, pero existe sí, un puñado de personas a las que siempre me gustaría ver mostrando el arco invertido en sus labios, luciendo una sonrisa enorme que se contagie. Cuando veo que ese grupo mágico ya no desea los servicios de este pobre payaso, pienso en la jubilación; pero cuando soy yo quien provoca algún tipo de desconcierto e induce a algún tipo de malestar, pienso en exilio. Los seres humanos, todos; hemos venido con un propósito a la tierra, con la misión de ser felices. Yo complico esa teoría y la reduzco  sólo a una posibilidad. He adoptado la torpe manía de volverme chato en momentos de regocijo, en ser parco cuando esperan un comentario alentador. Soy un espectador envidioso de los que saben contagiar alegría y ya ni intento iniciarme en aquella travesía. He comprado todos los boletos para viajar  solo en un tren que aparentemente no me llevará muy lejos, pero me llevará sin retrasos ni pasajeros que cambien el rumbo. No soy compañero de viaje, contador de historias, payaso con gracia, escritor de cuentos. No soy imán de alegrías, ladrón de sonrisas, maestro de gracias, ni mago de fantasía. Estoy dejando el albergue solitario para construir un asilo que acompañe los años que vendrán antes de encontrarme más cansado de lo que ya estoy. Todavía me quedan algunas presentaciones antes de que el circo de la vida quiebre. Todavía puedo reciclar algunos chistes chapuceros y sacar algunos conejos del sombrero para deleite de un público incauto que a veces sabiendo, se deja timar por este payaso triste. Mi estado natural siempre fue el de la melancolía y la tristeza tonta. Siempre he regresado cabizbajo a mi colchón a buscar consuelo, siempre he contribuido a la vorágine desatada en mi cabeza que imagina que todas mis conclusiones son escuchadas por las víctimas de mi descontento, creando conversaciones imaginarias que me convencen de que todo al final estará bien. Debo de cumplir con gallardía  estas últimas funciones, debo salir a la platea de un teatro en ruinas a domar a un público exigente que siempre quiere más e intentar satisfacerlos. Debo concederme algunos desatinos más para deleite de los que tienen la sonrisa fácil y sobre todos de aquellos que saben hacer escarnio de mis derrotas, que por lo menos, los llevan a un retozo sincero. ¡Oiga caballero! ¡Todavía quedan funciones! No se pierdan lo último que he guardado, que siendo sincero es lo mismo de antes, sólo que al revés. El payaso triste al final de su función, ya detrás de las cortinas, y con la luz apagada, muestra la única mueca que conoce; es que aunque lave, no borrará. Eso es todo…

miércoles, 5 de diciembre de 2012

No quería matarte

Sólo se hace un moño chapucero en el cabello y está lista para ajusticiar a aquellos que trasgreden los límites que ella ha establecido. Me ha dejado bien en claro que ella no mata por diversión, ella mata porque es inevitable y a veces hasta lamenta tener que hacerlo. No sé cuantas víctimas lleva en su haber, sólo sé que no miente y que obedece a una orden casi divina. Tiene una pequeña libreta negra donde deja entrever una escueta lista de futuros difuntos a los cuales no puede brindarles la dicha de la vida por muchos días más. No me permite husmear entre aquellos que enfriaran pronto, sólo me concede el gusto de enterarme de algunos pocos que incluso conozco. La primera en su lista es la Pequeña, mi compañera de departamento. La sicaria me explica que tendrá que matarla porque no sabe saludar. – Más de una vez me ha dejado con el “hola” pendiente de respuesta. Eso no se hace. – me explica. La matará porque no sabe saludar y encima porque se permite posturas que no le corresponden. Desde que la sicaria visita mi morada, tengo que admitir que no ha recibido el trato cordial que se merece, por lo tanto, y cumpliendo su destino asesino, procederá a aniquilar a mi compañera de departamento. Procurará que su final se rápido he indoloro. Ella no goza viendo a sus víctimas sufrir, le basta con saber que no volverá a verlas. Entonces, sutilmente incurrirá de puntillas en la habitación de su presa (la cual duerme todo el día), se cerciorará de que siga dormitando, tomará con delicadeza la almohada (instrumento que ha escogido para no desmerecer a su presa) y la asfixiará con denuedo. Lo hará con mucho cuidado y delicadeza, no quiere fracturar su cuello y dejar huellas. Es más fácil de lo que piensa, casi juraría que su víctima seguía durmiendo mientras procedía a quitarle la vida. No obtuvo ningún tipo de respuesta a su crimen. No hubo resistencia. Mira a su víctima ya convertida en cadáver y nota una leve sonrisa. – Maté a la desgraciada mientras soñaba algo bonito – se dirá a si misma antes de partir del lugar dejando todo intacto. Antes de descubrir el cuerpo de la Pequeña pasarán un par de semanas. Todos los que vivimos con ella pensaremos que sigue durmiendo y si no necesitáramos cobrarle el alquiler, no advertiríamos de su deceso. La número dos en su relación es amiga de la primera víctima. Nunca olvidará cuando entró a mi sala, y sin que sea advertida escuchó el comentario lapidario que hoy la lleva a cumplir su misión: - Leonardo, por fin llegaste. No habrás venido con esa… hola…” Enterándose de la peor de las maneras de la enemistad que ejercía sobre ella. No dudó ni tuvo que esperar otra señal, la muerte de Penélope era cosa de días. Para asociar la amistad de sus dos víctimas, escogerá el funeral de la Pequeña para dar muerte a Penélope. La arrojará en una de las cavidades del cementerio (cavidad que sospechosamente se encontrará disponible) Cuando ella pase desconsolada por la muerte de su amiga íntima, recibirá un ligero empujón, el cual la conducirá a su última morada. Casi ni gritará al momento de la caída, sólo levantará la mirada y antes de castigar la falta con algún otro comentario desatinado, recibirá la descarga de kilos de tierra que sepultarán cualquier acotación extra. – Cállate perro – musitará la asesina mientras se sacuda de una responsabilidad pendiente. Quién encontraría una víctima en el camposanto, donde reinan los que no viven. Jamás encontrarán el cuerpo de Penélope. Jamás le llevarán flores. – Si no te gusta saludarme, no te daré oportunidad de que te despidas de nadie – comenta la asesina mientras ensaya una sonrisa. Está a punto de contarme como mandará a mejor vida a su tercera víctima, una chica que procura hacerse de una fama de puritana, de señorita de implacables costumbres. En sus ojos veo un brillo especial, como si esta labor en especial le causara un placer superior a los otros dos encargos pendientes. Ella es una profesional en el arte del asesinato, pero podría jurar que en esta tarea hay una mezcla de placer. Mi mirada se fija tratando de escudriñar sus gestos, esto hasta que advierte de mis aspavientos y regresa a su estado más sereno. Sabe que ha hablado de más y entiende que su misión ha tomado un nuevo curso. No podrá llevar su misión a cabo si me entrometo en su camino. No quiere correr riesgos. Me mira esbozando una sonrisa y saca su pequeña libreta. Anota algo. Me dice que tiene hambre y que lamenta no proseguir con sus relatos salpicados de muerte. Me arroja una mirada que me desbarata todo, no sólo es de cuidado, es también preciosa. - Tu mirada me mata – le digo intentando encontrar algún tipo de respuesta. – Lo sé – me responde antes de aceptar una par de shots de tequila.