miércoles, 26 de diciembre de 2007

La esencia de la navidad

Abre los ojos, tiene algo de sueño aún pero igual se levanta emocionado. Manuelito corre a tomar desayuno, saluda a todo el mundo: - ¡Feliz Navidad! – le sale del corazón. A sus siete años se siente motivado con una fuerza admirable. Saluda a sus casi doscientos hermanos. Está feliz aunque sabe que quizá no reciba regalos, aunque no conozca a sus padres, aunque esté en aquel orfanato. María llena las paredes de la habitación con su sonrisa. Sus ojos grandes se muestran con más vida que cualquiera. Recibe la visita de sus padres, hermanos, amigos. Los abraza y besa con un cariño asombroso. Ella es preciosa, joven, es alegre y emana una paz única, algo que comparte con todos en su habitación. Está contenta por disfrutar una navidad más, trata de hacerlo con la mayor de las intensidades, sabe que es la última, que le quedan dos meses de vida. Emilio ha trabajado incansablemente. Se ha esforzado con unas horas extras para poder regalarle a sus hijos un celular a cada uno. Está totalmente exhausto, pero le pone una memorable actitud a sus labores. Su jefe lo llama, es víspera de navidad. Le comunica que lo han despedido, que posiblemente no le paguen, las obras se han cancelado. Llega a casa entre sollozos disimulados. Sus hijos lo abrazan, dicen que lo aman, que lo quieren mucho, que él es su héroe y el mejor papá del mundo. Emilio ahora llora, lo hace de felicidad. Leonardo se levanta tarde, un poco malhumorado. Come panteón con flojera. Tiene un trabajo al que sabe debe acudir puntual. La idea de hacerlo lo pone furioso. Piensa incansablemente en los regalos que podrá recibir, en todo lo que puede ahorrarse en comprar con su propio peculio। No le gusta mucho navidad, no ve el porqué de estar feliz si no desea estarlo; el porqué de los regalos si no quiere regalar nada a nadie. Ve como un niño inquieto entra a su trabajo, el niño mira aquel viejo árbol navideño con un cariño único, con una emoción intensa y sonríe। Leonardo lo atisba contrariado. De pronto, una gorda con voz gruesa dice: - Manuelito, apura vamos. Nos esperan en el orfanato. - Leonardo escucha absorto. La gorda ahora mira a Leonardo, le explica que debe regresar al niño. Lo sacó para comprarle un regalo, como le pidió su hija María, que ella, la Sra. Gorda, es una voluntaria de la campaña “Adopta un niño por un día.” Leonardo queda sorprendido, viendo al niño tan feliz, a la Sra. tan bondadosa. Leonardo pregunta por qué María, la hija, no lo sacó personalmente. Ella responde, algo acongojada, que su hija está internada, que sólo le queda dos meses de vida, que éste es el regalo que ella pidió, que adopte a un niño por la navidad. Manuelito sale corriendo, aún eufórico, coge de la mano a la Sra y la jala gritando ¡Feliz Navidad! Leonardo esta pasmado, se siente un tonto. Voltea la mirada, ve como un hombre algo sospechoso mira la vitrina de celulares. Inés sale apuradísima a atenderlo y le ofrece de todo. El hombre se ve feliz, dice que más rato regresa, que va a comprar un par de celulares para sus hijos, que están locos por esos aparatitos, lo dice visiblemente emocionado. Está apurado, es obrero de una constructora y debe apresurarse, quiere hacer un par de horas extras. Promete nuevamente regresar. Inés, también emocionada por la futura venta lo anima. Leonardo está contrariado, ve al hombre feliz yendo a su trabajo, donde seguramente lo explotan, todo para dar regalos. Leonardo odia trabajar casi tanto como obsequiar cosas con su dinero. No sabe que pensar. “La Navidad es más que un regalo, un brindis y una noche buena. Si quieres un regalo tengo un abrazo, si quieres un brindis tengo un beso afectuoso, si quieres una noche buena: ¡FELIZ NAVIDAD!”

Veinticuatro de diciembre

Escucho algunos gritos y risas que me obligan a levantarme. Es víspera de navidad, no quiero empezar el día fastidiándome aunque me fastidien los demás. Me doy un baño raudo, apuro mis acciones y me apresuro a la casa de Sofía, que quiere ir de compras. El inminente y despiadado calor carcome mi endeble espíritu navideño. Me sofoco a plenitud y me encuentro ofuscado entre el mar de gente, que como buenos peruanos, a última hora acuden a sus obligaciones. Sofía, como buena mujer, se demora una eternidad en comprar sus regalos, pienso que pasaré navidad en ese mercadillo plagado de gente. Yo no compro nada, no regalo nada a nadie, me declaro el más conspicuo de los tacaños. Al ver tantas personas enardecidas por comprar un futuro regalo, pienso que Papá Noel no está trabajando como debe, él, que sólo labora una vez al año, debería ser el primero en salir de compras. Llego a casa con un dolor de cabeza atroz, sabiendo que debo ir a trabajar, debo ser explotado también en vísperas de navidad. Llego a mi trabajo, me siento en el mismo escritorio esperando que el tiempo sea benévolo y transcurra de prisa. Inés, mi compañera de trabajo, vacía las vitrinas, vende ya trece celulares y yo la veo infatigable trabajar, repartir los folletos y repetir incansable el mismo verso del vendedor; es buena, es capaz de convencerme a mí de comprarle uno. Sólo vendo dos celulares, les di el doble de obsequios que debería dar, algo que no está permitido, todo sea por vender. Me siento satisfecho con eso, Inés también, con los veinte que vendió. Mi jefa nos regala un par de panteones respectivamente, me quedo sorprendido, reviso la fecha de vencimiento, aún son consumibles, me sorprendo más aún, con lo tacaña que es (casi tanto como yo), debe ser el efecto de la navidad. Camino por las calles semidesiertas, son las diez de la noche. Llego a casa, cansado, cansino. Mis primos llegan, la familia se reúne, algo me entristece, sé que no es como antes. La navidad no me gusta, me entristece, me pone melancólico. Para disfrutar de la navidad hay que ser niño, cada año que pasa me aleja de ese estado privilegiado. Los recuerdos me persiguen, mis karmas, mis miedos. Tengo ganas de llorar, no sé exactamente por qué. Ya no me emociona lo que me puedan regalar, menos lo que yo regale, porque no regalo nada. Reparten los obsequios llamando uno a uno a los integrantes de la familia. Por primera vez no me apetece abrirlos, los llevo a mi habitación y los dejo abandonados. Entiendo de pronto que basta con que estemos todos sanos y juntos un navidad más, ese es el mejor regalo. Los veo a todos y tengo temor de perderlos, miro el pavo y sé que me quedé con ganas de comer más, no lo hice por vergüenza. He llamado a todos mis amigos, temprano para que no haya problemas con la red, los saludo con cariño, no sé porqué. La navidad me pone susceptible. Abrazo a mi madre, quiero pasar a su lado un millón de navidades.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Anécdotas

Camina atenta, suspicaz ante la presencia de cualquiera, tratando de no ceder ningún tipo de ventaja. Avanza algo preocupada por algunos problemas que la aquejan, pero aún así, enseñoreada. Se dirige a cancelar el pago de seguro médico, está próxima a la puerta, la espera una sala grande y oscura, con gente desconocida, sentada e impaciente, somnolienta por aguardar tanto tiempo. Está a punto de entrar cuando de pronto, inesperadamente se golpea, se coge la frente, parece sorprendida, empieza a palpar debido a su ceguera, es un inmenso ventanal ligeramente polarizado; la gente la mira extrañada desde adentro, algunos por respeto, aguantándose la risa. Ella ahora está inquieta preguntando con las manos, a modo de juego, por dónde se ingresa. La gente descifra sus movimientos, quieren ayudarla, les gusta el jueguito, señalan al costado del ventanal, una puerta que también es de vidrio polarizado, está abierta. Ella ríe avergonzada, ingresa con cuidado, no quiere más sorpresas. Ya es diciembre, ella trabaja incondicionalmente para su parroquia, es jefa de zona. Le ha tocado repartir algunas prendas donadas por la aduana, lo hace con alegría y entusiasmo, tratando de favorecer a los más necesitados. Llega donde una conocida suya, deja una prenda para ella, para su hija, y para su esposo, un hombre lisiado, sin piernas, en un momento de descuido, le deja un par de medias. Después de algunas hora, y tras un par de carcajadas por la desavenencia, regresa presurosa a disculparse, muy avergonzada. Sale corriendo de casa, seguro es una urgencia. Se ha puesto lo que ha encontrado, un jeans gastado que se quitó presura la noche anterior para dormir. Se ha olvidado que dejó las pantis dentro del pantalón que está usando. Las pantis cuelgan por la basta de su jeans, la acompañan cuadras de cuadras. Un caballero amablemente acusa su infortunio. Ella se muere de la vergüenza, recoge presurosa la larga panti que ha seguido su andar. Estamos cenando: ella, mi prima y yo. Mi prima me pregunta si terminé de leer el libro de Jaime Bayly, yo le respondo que si, que ya lo terminé. Ella quiere participar de la conversación, dice que yo he leído varias obras de Bayly, entre ellas: “No se lo digas a mami”. Yo lanzo una carcajada y pienso que no le acierta a nada, la quiero mucho. Llego cansado a casa, como siempre, cansino. Voy a verla antes de dormir. Ingreso a su habitación, la veo echada, también cansada. Siento que la amo más que a nadie, que a pesar de nuestras discusiones, la adoro. Ella me mira – hijito, llegaste – me dice también muy amorosa. Me cuenta su día, sus aventuras, producto de su ceguera o algún lapsus temporal que la aquejan. Me río sin complejos de sus historias, me encanta que me cuente sus anécdotas cuando no son reflexivas ni tienen que ver con religión. – Te adoro mamá- pienso en secreto – no te decepcionaré – Ella me mira, sabiendo que quiero escuchar más. – Te cuento la última – me dice traviesa: Ayer estuve dándole duro con el matamoscas a una pepa de papaya.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Trabajando

Mi dulce sueño es interrumpido abruptamente por las mañanas, por la inútil idea de asistir a un polvoriento instituto a intentar aprender algo. Llego a casa agotado, cansado de fingir ser un alumno promedio, tratando de ocultar mi mediocridad. Llego con la alegría que significa reencontrarme con mi cama y entregarme al sueño. Sintiéndome así de inútil, me siento bien, sé que no tengo que fingir nada, sólo ser como soy. Hoy mis días son agobiantes, sigo asistiendo resignado a clases; ahora por las tardes, aún más resignado, trabajo. He postergado el ejercicio que me hace más feliz: dormir. He canjeado este delicioso acto por la esclavizante labor que significa trabajar. Trabajo medio tiempo, mi intelecto no da para más. Soy asesor de ventas (eso dice mi carné) de una empresa de telefonía muy conocida: Telefónica. A base de exageraciones y falsa amabilidad, trato de convencer a personas incautas y crédulas. Me gusta la idea de recibir dinero por mentir y ser hipócrita. Personalmente me parece pésima la señal ofrecida por esta empresa, se satura con facilidad la red y la triplicacion de las tarjetas de recarga son mermadas con la triplicación de cobros que hacen por llamada, evento del que los usuarios no se dan cuenta muchas veces; por eso yo, uso Claro, la competencia, que tampoco es muy buena, sólo menos negligente. Me obligan a ir en camisa y corbata, una idea que no me desagrada del todo, me siento importante y competente, es un excelente disfraz para mi inaptitud e inoperancia. Me ubico en la puerta, con una sonrisa falsa dibujada en el rostro y aún con mi peinado irreverente, mirando a la gente pasar apurada, esclavizada igual que yo al rigor de la rutina, siento vergüenza de ser uno más del montón. Después de convencer al comprador, le doy la mano y pienso en secreto: “Espero que vuelva pronto, que le roben el celular o que lo pierda en una tertulia cuando se encuentre embriagado.” A pesar de que todo el mundo tiene aquel aparatito ruidoso, la venta no es mala. La gente es distraída, volada, juerguera. Son cinco largas horas las que me adormezco en mi labor, los ladrones pasan y esperan que me distraiga, mirándome con recelo y suspicacia, sin saber que siempre ando distraído y que los considero mis aliados en la consigan de conseguir compradores; me ofrecen celulares robados, perfumes, MP3, pensando que soy el dueño. Las vendedoras ambulantes, en especial las de pan, me han pedido encarecidamente retire mi vehículo, porque no las deja ocupar su espacio y trabajar cómodas, me río, no tengo ni bicicleta. Paro todo el día ocupado, entre estudio y trabajo, ya no duermo bien, no me alcanza el tiempo, ya no puedo escribir ni leer, me siento mal conmigo mismo por caer en la rutina social, convencido de que la vida no es fácil y de que no pretendo mantenerme en pie de guerra. No quiero ser esclavo del dinero, lo odio por serme esquivo, por causar tanta infelicidad. Mi madre anda contenta, me ve con otros ojos. Sofía reniega, cree que es el pretexto perfecto para dejar de verla, para caer en tentaciones. Quiero que termine el mes, que me despidan por mis bajas ventas y me paguen aquella ínfima cantidad acordada. Quiero llegar a casa, mirar la cama con la misma felicidad de antes y dormir sin que nadie me moleste

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Irreverente

Se demora una eternidad, ha tirado toda su ropa sobre la cama. Yo atisbo su parsimonia y la envidio en secreto por tener tanta ropa bonita y moderna. Sofía está emocionada porque vamos a salir, como pocas veces hacemos. Quiere estar linda para mí y para los chicos guapos que podamos cruzar en el camino. Se maquilla despacio, con calma, apelando a su buen gusto, siempre tan guapa y regia. Yo no me demoro cuando me visto, lo primero que encuentro está bien, sólo basta que me sienta cómodo. He cambiado de peinado, todo tirado hacia un costado, sé que me queda horrible, que me veo peor que con aquella raya al medio, aquella que muestra un cuero cabelludo rojizo, quemado por el lacerante sol de esta ciudad, mostrando mi futura e inevitable calvicie. Mi cabello es un desastre, tan renuente, desaforado, chúcaro e indócil. Sofía se ha comprado una máquina laciadora, me tienta usarla y ponerle fin a mis problemas. Observo intranquilo aquel aparato, me aventuro, lo conecto y empiezo a docilizar mi cabello. Me siento tan maricón laceándome el cabello que ciertamente es lacio, pero rebelde, disfrutando cada pasada. Sonrío coqueto al espejo. Ahora Sofía me observa callada, algo juguetona, seguro también pensando que soy un poco afeminado. Sofía termina de cambiarse, después de hora y media, se ha puesto un pantalón jeans apretado, uno que no quería ponerse pero adora. Mientras la veía cambiarse pensaba en que está un poco gordita, no se lo digo. Yo termino de lacearme, lo hice rápido y desproporcionado. Por fin salimos, ella tiene hambre, compramos dos sándwiches, yo no puedo comer grasas, ando un poco mal, como con gusto. Aquel local se ha inaugurado recién y los dueños son nuestros conocidos, hacen un sorteo que sospechosamente gana Sofía adjudicándose otro emparedado; la envidio otra vez. Salimos saciados luego de comer, yo algo ahíto de tanta grasa. Llegamos al pub, uno muy concurrido, irónicamente no hay mucha gente. Van a tocar rock de los ochenta en vivo, eso me animó a salir. Los mozos ven cómo entramos, uno de ellos se ríe mirándome, le comenta algo a su compañero, también se ríe, como ellos otros dos mozos. Sé que se ríen de mi peinado, yo también lo haría. Sofía pide un trago: Amor en Llamas; yo una jarra de cerveza. El grupo hace su aparición, no es muy bueno, me decepciono. El trago se demora una eternidad, por fin lo traen. Sofía lo prueba y no le gusta. Ha pasado una hora, el grupo sigue tocando canciones del gran Fito Paez, las cantan peor que yo y pienso que si Fito los escuchara, se arrepentiría de ser músico. Sofía va al servicio, aprovecho y llamo a uno de los mozos, se acerca y le pregunto si mi peinado se ve gracioso. Él se ríe sorprendido, sabiéndose culpable de algún comentario, da una sonrisa tímida y me dice que está bien. Pregunto de nuevo: -¿Qué te parece?- Vuelve a sonreír, elegantemente contesta: -Me gusta, es irreverente.- Ahora sonrío yo contento, sé que lo detesta y que me veo pésimo. El mozo se retira y se acerca su compañero. Él me conoce, me pide mi número. Se lo doy amablemente y siento que el laceado me ha hecho tan maricón, me contento dándole mi número a un hombre. Sofía regresa del servicio, desea fumar. La cajetilla no está, la buscamos por todos lados. Le digo que sólo se me acercó el mozo a pedir mi número. Sofía lo conoce también, lo acusa de haber robado la cajetilla, comentando de paso, que tiene una hija no reconocida, una bebé idéntica a él. Yo confirmo que esta ciudad es un puterío y odiando al mozo aquel, deseo fume los pocos cigarros que quedaban, y muera con cáncer al pulmón por miserable, Sofía asiente. Pagamos y nos retiramos. Ella mirando feo al mozo ladrón y yo sintiéndome un tonto, un distraído por dejar que burlen mi presencia tan fácil, luciendo contento mi peinado irreverente.

martes, 13 de noviembre de 2007

Taxi de media noche

Estaba algo nervioso en aquel taxi. No quería que Rebeca conociera mi casa, viera como entro agazapado a mi hogar, menos con su madre en el mismo taxi. Salíamos de la verbena de su colegio. Andaba un poco melancólico porque no la pase como esperaba. Rebeca no se alejó de su mamá toda la noche. –Déjeme aquí nomás señito, no se preocupe- logré decir menoscabado por la circunstancia. La Sra. no puso mucha resistencia debido a que no era muy tarde, 12:20 a.m. -¿Estás seguro?- preguntó. –Si Sra., además, prácticamente estoy en el centro- alegué, ahora con nimia seguridad. Me despedí amorosamente. Volví a mirar el reloj, 12:30 a.m., -complaceré a mi madre- pensé. –Llegaré temprano para que no se moleste.- Logré distinguir algunos taxis estacionados, recordé que no es seguro hacer uso de esas móviles, así que decidí, de una manera sorprendente, ser responsable y tomar el taxi que detenido al frente, aguardaba la luz verde del semáforo. Levanté el brazo y el taxi se detuvo. Abrí la puerta (que estaba sospechosamente abollada) y me senté aún triste en el asiento delantero, con la cabeza bien gacha, ensimismado en mi melancolía. El recorrido era corto, diez cuadras a lo mucho. Revisé suspicaz mi billetera, tan sólo me acompañaban unas monedas (como siempre), respiré aliviado, bastaba para pagar la carrera. El corto recorrido me mantuve distante, sólo logré comentar con el taxista (con los cuales suelo conversar con confianza) que tener enamorada te deja misio, mejora el corazón pero perjudica la economía. Llegamos a la puerta de mi hogar, le di una moneda de dos soles, puse un pie fuera del auto, el taxista me detuvo: -flaco, es falso- dijo, me devolvió el dinero. Atisbé la moneda: -está buena-le dije desconfiado y comenzó todo. Un tipo salido de la nada, me empujó y se sentó sobre mí bruscamente, otros dos tipos, en segundos, se acomodaron en el asiento posterior y cogieron mi brazo izquierdo, me disminuyeron instantáneamente, dejándome más inútil que de costumbre. No podía creerlo, reía sorprendido, buscando alguna cámara indiscreta de Tinelli, -debe de ser una joda- pensé mientras el auto avanzaba. Reaccioné, -no me lleven lejos, aquí les doy todo lo que tengo- dije apresuradamente. El auto pasó por la comisaría, cerca al Teatro Municipal sin ningún apuro. El tipo sentado encima de mí, presionaba mi cuerpo contra el asiento, lograba ver incómodo como íbamos camino al hospital por aquella avenida testigo de mi secuestro. De pronto entendí que ni Superman ni Batman juntos me iban a salvar, era hora de apelar a su corazón, hablarles de amor, de morales, de Dios; cosas de las que yo también desconocía. –Brothers, las cosas no están fáciles para nadie, la situación nos perjudica a todos. No sean así pues brothers, yo tampoco tengo dinero y no ando echándole la culpa a otros, lastimando al prójimo, esa no es la solución brothers. Dios lo sabe, Él te está viendo, tengo una mamá que me espera (si es que llego, pensaba) ¿Uds. no tienen mamá?, vamos brothers, déjenme acá, les doy lo que quieran y no pasó nada,- argumentaba. Hablaba y hablaba. Ellos estaban callados, creo que no eran tan malos, que no pensaban hacerme daño, hasta que hablé y cambiaron de decisión. – ¡Cállate mierda!- dijo uno, aburrido de mi sermón político, moralista y religioso. –Revísenlo- indicó. Me sacaron la billetera, sólo tenía dos soles, sentí vergüenza. El celular que recién me había comprado estaba muy pegado a mi entrepierna y no lo detectaron. -¿Celular?- me preguntó. –No tengo- respondí inmediatamente. –Quítale el anillo- volvió a indicar. Era un anillo barato, algo usado, pero era regalo de mi padre, era “mi” anillo. –No- les dije. –Mi papá, me lo regaló, por favor, él falleció hace dos años y es un recuerdo suyo- mentí. –Ya, OK- dijo el ratero bondadoso. –Te voy a regalar el anillo concha tu madre, que se te pierda nomás huevón- me dijo. De pronto el que me revisaba halló el celular: -Tiene celular- dijo fuerte. – ¡Mentiroso de mierda!- me gritó, tirándome una bofetada. –Quítale el anillo por mentiroso- ordenó furioso. Yo reía sabiendo que definitivamente, no era mi día, mientras me quitaban el anillo por mentiroso. Llegamos detrás del hospital, un callejón oscuro de tierra, con una acequia casi vacía. Me bajaron, me revisaron rápida y efectivamente. Uno de ellos intentó derrumbarme, inexplicablemente no pudo. –Tu camisa- ordenó. Resignado le entregué aquella camisa negra que me encantaba, sabiendo que a ese cholo no le iba a quedar bonito. Mientras me despojaba de la prenda, enterraba mis zapatillas Vans, nuevas aún. No me pegaron, seguro les di lástima, además me había portado bien. Subieron rápidamente al vehículo, el chofer era cómplice. No logré ver la placa ni a ninguno de ellos, sospechaba convencido que eran cholos resentidos, a los que mi camisa no les quedaría bien nunca, así se bañaran. Salí corriendo desorientado. Cogí un taxi, lo revisé mil veces. –Concha su madre- dije lamentándome. –Llévame de frente a mi casa- ordené desconfiado.

lunes, 5 de noviembre de 2007

El hombre más feliz del mundo

Esta ciudad pequeña y vacía se ha prostituido tanto que me incita a huir de ella con premura. La gente anda dibujando una sonrisa muchas veces fingida en aquellos labios que se conocen muy bien entre sí e intentan olvidarse. No aguanto la obligación de asistir a ese instituto polvoriento que acoge la derrota de no ser un triste universitario. La carrera que estudio es asquerosa y aprendo más leyendo tonterías que escuchando las interminables clases durante estos tres largos años. Me fatiga levantarme temprano, oyendo a mi madre indignada por mi copiosa pereza, la que me domina todo el día. Llevo una vida de perdedor y por lo menos en esta situación me siento el mejor de todos. Cada día me veo más feo, eso ya es un abuso intolerante. Mi cabello nunca para en su sitio, se rebela ante cualquier intento de dosilizarlo. Mi cuerpo lánguido se ha vuelto inútil a cualquier ejercicio, no sólo mi juventud mental se ha oxidado. La poca plata que pueda tener me vuelve avaro, mezquino, cicatero conmigo mismo y me prohíbe complacerme a plenitud. Mis días son monótonos, abrumadores. Estoy lejos de ser el tipo bonachón y querido por las chicas dispuestas a dar algo más que su amistad, estoy lejos de encajar en este circo impío. Mis amigos andas borrachos, peleándose por un par de culos que van de mano en mano cada fin de semana y nunca se entregan a mí. No me siento cómodo en ningún lugar, en ninguna situación. Leo como loco y al terminar el libro de turno, no me acuerdo ni de un puto personaje. Sólo quiero dormir, esperando que este ejercicio me agote para cansado, seguir durmiendo. Presiento con excesiva certeza que esta ciudad también se ha aburrido de mí y exige que me vaya. Soy un prisionero de mi propia cárcel, un esclavo de mi apatía, de mi pesadez. Mantengo el sueño intacto de sacarme la lotería y malgastar todo el dinero viviendo un par de años escandalosos justificando mi pasividad actual. No tengo ganas de bañarme, sé que me volveré a ensuciar y no hay nadie que quiera olerme con pasión, con desespero. Podría ir al gimnasio, pero ver aquellos cuerpos musculosos, fornidos, esplendidos puede deprimirme y convencerme que durmiendo puedo soñar el cuerpo que quiera. No quiero navegar en Internet, odio la hipocresía de la comunicación en línea, la frialdad de las palabras, las miles de fotos personales que circulan tratando de convencer al mundo de que son bonitos y felices,cuando no son ni uno, ni otro. Odio la computadora, basta que la toque para que presente un desperfecto por alguna negligencia mía, recordándome nuestra relación árida, áspera, insoportable. Mantengo mi página (que tan sólo es un miserable blog) por el compromiso de que la gente que aún muestra algún interés por mí, se aburra leyéndola y me olvide. La soledad es celosa conmigo, me obliga a acompañarla como su amante y yo encantado gozo satisfaciéndola, ya que no me exige que me levante de la cama. No pretendo ser el hombre más feliz del mundo, presiento que sería más aburrido que ser Leonardo Dosantos.

martes, 30 de octubre de 2007

El ocaso de tu sonrisa

Recuerdo con claridad las veces que hablabas por celular con tu mamá, la facilidad con la que tramabas un par de mentiras para excusar alguna falta tuya, o bien para complacer uno de tus tantos caprichos. Hilabas con destreza asombrosa un ardid en tan sólo unos segundos, con mucha naturalidad y coherencia. Yo te miraba anonadado, perplejo; admirando tu capacidad inventiva, tu arte de mentir. Tienes un sentido del humor envidiable; tu compañía es tan grata como escucharte sonreír, tan dulce y risueña. No sólo eras mi enamorada, también eras una amiga cariñosa y engreidora, mi amante embravecida, la mejor compañía del mundo. Pasábamos el día acostados en tu cama, conversando de estupideces, de tonterías que originaban carcajadas aún más tontas. Podíamos quedarnos horas abrazados horas sin decirnos nada, tan sólo sintiendo nuestros cuerpos calientes bajo tus frazadas. A ratos te amaba con excesiva fuerza, con ternura, la cual nunca demostraba en demasía porque te ponías a saltar como un conejito, creyendo que todos los días serían iguales. Siempre trataste de engreírme con el mayor de los desprendimientos, con aquella alma altruista y bondadosa. Me has dado los dos mejores regaos materiales que puedo tener: la almohada de Homero Simpson, al que bien sabes que adoro; nunca la uso, porque no quiero humedecerla con fluidos bucales, los cuales desprendo incansable todas las noches. Y también me obsequiaste el libro que con desesperación quería leer, de aquel escritor al que trato de imitar sin descaro, con aquella dedicatoria tuya tan afectuosa, amorosa, así como eres tú. Cometí el error de serte infiel, aprendí que no vale la pena, a pesar del éxtasis del instante, a la postre, es no sólo vergonzoso sino banal. Regresamos por cosas del destino, las mismas que un día me acercaron a ti. Conozco cada milímetro de tu cuerpo. Aquel par de piecitos que haces gruñir con tanta gracia, aquellas piernas lindas de las cuales siempre te jactas. Tus nalgas poderosas que vi muchas veces contenidas por los jeans que formaban tu figura. Aquel abdomen “chelero” que conserva aún una cintura envidiable, tus senos, hechos a mi medida, ligeramente uno más grande que el otro. Tu sonrisa siempre infinita y contagiosa. Tu voz dulce, que por teléfono es deliciosamente sexy. Tus ojitos grandes y expresivos, con los que derramaste muchas lágrimas inútiles y absurdas por mi culpa. Jamás tuve la intensión de estar contigo, me parecías una loca engreída y tonta. Nunca pensé que duraríamos tanto tiempo juntos, divirtiéndonos tanto. No imagine siquiera el hecho de regresar a tu lado después de mi comportamiento chapucero y desleal. Y aunque me entristezca y sorprenda un poco, nunca pensé terminar así contigo, con un rencor casi del todo injustificado. Calmaste mis expectativas de manera sobresaliente, no puedo asegurar lo mismo de mi persona. Me enseñaste muchas cosas lindas, y algunas también, que nunca quise aprender: los celos, rencor, desconfianza; cosas de las que ahora me río de una manera ambigua. No esperaba que me mintieras de una manera tan admirable, así como lo haces con tu madre. No fue grave, pero fue una mentira. Detesto las mentiras, las detesto más de lo que pensé, porque si me quisieras no me esconderías nada, al menos así es como yo entiendo el amor, quizá de una manera equivocada. Tú eres muy linda, no mereces estar con un ogro como yo, aburrido, apático, pusilánime. No quiero cortarte las alas. Tú eres libre, eres mujer de quien tú ames, a pesar de ser a veces un poco tonta e infantil. El ocaso de tu sonrisa deja un recuerdo maravilloso, inquebrantable. Yo te quiero muchísimo, por ratos te amé. Tú me querías menos de lo que pensaste, lo sospecho. Por ser linda como eres, te pretendieron chicos lindos, guapos, más que yo por supuesto, divertidos: un cantante afeminado, un policía dantesco y aquel chico revoltoso al cual no puedes olvidar del todo. Yo te comprendo y te apoyo en la idea de aventurarte, eres linda. Siempre dije que te parecías a tu madre, hoy lo aseguro, ha influenciado mucho en ti, mucho más de lo que tú crees. Ambas son fantásticas, simpáticas, pizpiretas; las adoro. Me refugiaré sinuoso, sin ningún tipo de encono, por el contrario. Ya dejaste huella en mi camino aún incierto. Te agradezco todo, cada risa, cada lágrima, pidiendo perdón por mis exabruptos. El ocaso de tu sonrisa para mí, será el resplandor de un nuevo día para otro. Eres la mentirosa más linda de todo el mundo, y no puedo negar que te quiero mucho… Sofía.

martes, 23 de octubre de 2007

Don Bruno y su Familia

Don Bruno ha cumplido setenta años. Lo celebra con su familia en un tranquilo lugar campestre al que acostumbra ir. Se ha reunido con su amada (de una manera discreta) esposa, tres de sus cuatro hijos y dos de sus nietas. Basta que se junten tres integrantes de la familia para desatar una conversación belicosa y controversial, no importa cual fuera el tema, ellos se esmeran en volver cerril la conversación. Don Bruno como ya es sana costumbre, empieza a relatar las historias que siempre se hacen presentes en toda reunión familiar; mientras su esposa Elsa, toma deliberadamente la jarrita de vino que un compadre les ha obsequiado amablemente, todo esto, para impedir (en un acto de amor y desprendimiento) que su esposo se entregue al vórtice del alcohol. – Karina siempre fue histérica – cuenta Don Bruno con respecto a la menor de sus hijas. – Cuando teníamos la peluquería, salía ella toda exhibicionista en toalla, a sus ocho años, y mirando con una dosis de ira y galantería a la gente que también la observaba, se quitaba el paño diciendo aún con cólera: poto, poto; eso quieres ver, mira pues… poto, poto y se iba victoriosa. Incluso de menor edad, cuando bebe, de su cuna gritaba impaciente: chupón… chupón… ¡chupón carajo!, quiero mi chupón, impaciente. – Si no fuera por aquella histeria de la cual he sido mudo testigo más de una vez, la ahora Sra. Karina, sería todo amor. Con una ligera sonrisa, Don Bruno da paso a los cometarios sobre su hija Lorena, la mayor de los cuatro hijos, mientras Doña Elsa, su esposa, con el vasito de vino en la mano se ríe sospechosamente de todo. – Lorena siempre fue sentimental. Cuando hacíamos concurso de canto entre nuestros hijos, ella a la mitad de la canción (siempre romántica) se echaba a llorar por ser ésta algo melancólica.- menciona Brunito: - Y cómo es él, en qué lugar se enamoró de ti…- y las lágrimas brotaban por sus mejillas de la sentimental Lorena, interrumpiendo así su participación musical. Entre Karina y Lorena se encuentra Denisse, otra morena guapachosa que desde niña pretendía aires de diva. Don Bruno hace mención a la presentación que él le hacía: - Y ahora con Uds… la única, la grande, la magnífica; traída desde un país lejano… la bellísima… - Mientras esta prolongada pausa hacía efecto, Denisse se arreglaba el cabello nerviosa, era hora de salir a cantar y sólo faltaba que la llamaran. Don Bruno continuaba: - …la bellísima… ¡Lorena! – La pobre Denisse, que siempre fue celosa y melindrosa, renegaba ofendida. Don Bruno después de tanto esfuerzo, también llego a tener un hijo, el menor de todos. Se llama Martín, y desde muy niño asumió su papel de varón con extrema pujanza y exageración. En alguno de aquellos interminables viajes que hacen a la capital, fueron a visitar a la hermana de Bruno, una tía desconocida para Martincito. Para llegar a casa de la querida tía, tuvieron que pasar por una de esas intransitables calles por causa de avezados delincuentes. Martín haciendo gala de su hombría, determinó ir último dentro de la comitiva para cuidar las espaldas de sus familiares, cuando de pronto voltea presuroso y ve a una morena acercándose con rapidez y suspicacia. Martín asustado vocifera: - ¡papá!, ¡papá! Una negra fea nos está siguiendo -; sin saber que esa negra fea era su tía que iba en busca de un saludo. Ya a estas alturas de la conversación, la pobre Doña Elsa era victima de los estragos del licor, a pesar de que sus nietas acompañaron su labor con un par de copas. Las nietas, que ya son unas guapas jovencitas, también guardan un par de historias. La hija de Karina decía cuando era menor, que su mamita era la mujer más bella del mundo. Alguna vez le insinuaron de una manera áspera que su madre era una negra, a lo que ella respondió con suma gallardía y donaire que su mamita querida no era negra, era marrón. Y así entre historias que cumpleaños tras cumpleaños se han contado sin tregua, la familia Pizarro celebra el onomástico de don Bruno. A pesar de que todos andan un tanto locos, constituyen una de las familias más elocuentes y divertidas que me ha tocado conocer. Siento con temor, que encajo sin problema.

martes, 9 de octubre de 2007

Lindos gatitos

A punto de dormir, los ojos enervados por el trajín del acontecer diario se rinden. Lentamente los párpados se dan encuentro y así, de la manera más sublime y placentera, consumo el maravilloso acto de sosiego. Poco después, empieza el concierto felino. El patio de mi casa fue escogido para llevar a cabo aquel encuentro apasionado, candente, tórrido, lujurioso entre aquellos dos gatos que parecen asiduos lectores del Kamasutra. Aquel par de animales enardecidos, maullaban como desgraciados, afiebrados por aquellos placeres carnales de los cuales hacían un uso excesivo. Despierto irritado, molesto, estoy exhausto por lo poco que pude haber hecho durante el día y me veo perturbado por un par de gatos aficionados al sexo. Aquellos alaridos duran poco más de veinte minutos, diez veces más de lo que pudiera durar yo y ahora reniego de envidia. Muy cansado, algo inquieto por tremenda muestra de perseverancia, me convenzo de que todo esto es parte de la naturaleza, así regreso a mi dócil posición. Me encojo, me enredo entre las sábanas aún calientes y acurrucadito, emprendo nuevamente aquel profundo sueño. Tres minutos después, los gatos ya descansaditos, retoman con bríos su encuentro incandescente, parecen ya no gatos sino leones. Me imagino que la gata debe de fingir por el maullido interminable, mientras se revuelcan ahora por el techo de mi casa, la cual se ha convertido en el lugar preferido de los gatos para cogerse de una manera incansable. Mi hogar es un hostal clandestino y gratuito, es el santuario del sexo felino. Aquellos gatos deben de andar de luna de miel. Noche tras noche se desviven por sus placeres. No puedo creer que gocen de tanta energía. Si no fueran los mismos gatos, han de haberse pasado la voz: - Hay un lugar perfecto, donde nadie se queja del excesivo derroche de lujuria, del goce desmedido.- Pronto todos los gatos se turnan y hacen largas orgías próximas a mi techo. Son los gatos más arrechos del mundo. Noches en las que llegaba por la madrugada, más cansado de lo habitual, los gatos desgraciados me esperaban, como si mi presencia los excitara, y así, cuando me encontraba presto a dormir, iniciar su interminable festín. No sé si me acostumbre o los gatos se aburrieron de hacerlo en mi casa, pero desaparecieron de repente. No fue mucho el tiempo que pasó, cuando una noche me pareció oír a la gata indecente. La gata no sólo había escogido mi patio para satisfacer sus deseos, sino también para traer al mundo más gatitos insaciables. Sus pequeñas crías, salían a tomar baños de sol, todos conchudos y relajados. Al verlos por primera vez, toda esa inexorable rabia guardada se transformo en ternura. Las pocas veces que lucían su adorable presencia, se estiraban libremente, se lamían unos a otros y jugaban como los niños que eran. Alguna vez cruce mirada con la gata libidinosa, quien me observo con temor, como pidiéndome encarecidamente que no dañara a sus crías. Después de todo, la gata lujuriosa, ahora era madre. La más feliz con el acontecimiento natal era mi sobrina Katia, quien encantada los miraba y tomaba innumerables fotos. Engreímos juntos e indirectamente a los gatos hasta que mi tío Félix, los halló en medio baño de sol y determinó su destino. Félix es un hombre de avanzada edad, estricto y duro por la vida militar que alguna vez llevó. Su palabra es ley en la casa, y la ley decidió que los gatos desaparecieran por las pulgas que pudieran traer. Luego de un par de días él mismo desapareció a los pobres gatitos que si bien no fueron sacrificados, los mando lejos de casa con métodos poco ortodoxos. Mientras mi tío cogía a los indefensos animalitos con la rudeza de un proletariado, yo me hallaba en mi cuarto, consternado por no poder defenderlos. De la manera más cobarde, nunca pude salir a recriminar el trato tosco que recibían. Esa misma noche, escuche a la gata maullar. Lo hacía muy despacito, muy entristecida, melancólica; seguro buscando sus mininos. Aquella noche triste, tampoco pude dormir.

martes, 2 de octubre de 2007

Mi primera vez

A cierta edad, la curiosidad promueve el ejercicio de nuevas experiencias, de nuevas anécdotas que conllevan de una manera pícara y arriesgada, el contacto directo con el sexo opuesto. Leonardo siempre ha sido torpe con las mujeres. Desde sus inicios en el jardín, cuando andaba enamorado de Melanie, aquella niñita linda que corría feliz por el patio, luciendo esa carita dulce, aquella sonrisa encantadora, aquel cuerpecito libre de pecado que tanto le gustaba ver agitado de cansancio. Leonardo se acercaba tímido, sumiso, enamoradísimo a sus seis años de edad. Melanie muy traviesa y despierta, abusaba de la delicadez de Leonardo, correspondiendo a su amor, con los mejores golpes que su inocente repertorio permitía, los cuales aplicaba, como el más rudo de los varoncitos. Golpes muy certeros, arañones criminales, que dejaban hecho un mar de lágrimas al pobre Leonardito, que a pesar de todo, entre sollozo y sollozo, la quería mucho más. Leonardo terminó el jardín magullado, herido, dolido; no sólo por las zurras vigorosas que le aplicaba Melanie, sino también, porque se llevaba consigo aquel secretito que nunca pudo compartir con su aguerrida compañera, ni canjearle cada golpe por un besito igual de vigoroso. Ya un poco más grande, pero igual de torpe, Leonardo se ve invadido por el incontrolable deseo de besar a sus compañeras. Con once años de edad y aburrido de pedir “piquitos” bajo la suerte de una botella caprichosa que gira sin compasión, con la misión de otorgar poder; Leonardo experimenta su primer beso con lengua. El añejo Teatro Municipal guarda este secreto. Raptado por cuatro compañeras, sin resistencia ni oposición alguna, abusaron nuevamente de la delicadez del pobre niño. Se turnaron para besuquearlo sin piedad. Mientras una realizaba el facineroso hecho, otras dos cubrían a la pareja, dejando a la restante como “campana”, aguardando con paciencia su turno. Tres de ellas, debido a su comprensible inexperiencia, lo besaban dándole “piquitos” e intentando abrir sus boquitas de rato en rato. Eulalia, la mayor de las cuatro, introducía en su boca, algo que el ingenuo Leonardo ignoraba, desconocía, y lo movía con destreza y habilidad. A pesar de que Eulalia era un nombre horrible y ella una mujer poco agraciada, besaba magistralmente. Leonardo durmió invadido de temor. Debido a su ignorancia, creyó haber contraído el virus del sida, por el hecho de haber estado con más de una mujer. El tiempo siguió pasando, los besos que Leonardo robaba y se dejaba robar, lo convertían en un tontuelo picarón. A pesar de ello, nunca pudo besar a varias de las chicas que atraían su atención. Leonardo, entre beso y beso, experimentó el toqueteo, el rozamiento de su piel con la piel vecina. El ambiente, allá al sur de su cuerpo, empezó a agitarse, y cual volcán inactivo, despertó. Con un poco de suerte, Leonardo tocaba de una manera poco inocente a las chicas amables que permitían el acceso de su mano traviesa. Conoció así, de una manera natural, la preciosa anatomía femenina. Nunca pudo llegar a calmar ese instinto animal que invadía su cuerpo. Las chicas se negaban a sobrepasar los límites que Leonardo, muy anarquista, quería transgredir de todas maneras. Los amigos de Leo, contaban con entusiasmo, emoción y orgullo, sus primeras experiencias cóitales, de una manera detenida y detallada. Así, uno por uno, iban descubriendo aquel placer carnal que estremecía la curiosidad de Leonardo. Con diecisiete años, Leonardo terminaba el colegio, aún no conocía lo que era el sexo. Andaba desesperado, intranquilo, con un par de condones en la billetera que estaban más cerca de vencer que de ser usados. Había planeado de todo. Intento violar de una manera discreta a su enamorada de turno. Estaba descontrolado, ansioso y al mismo tiempo avergonzado de su comportamiento y en especial, de no lograr su prometido. Es así, que una noche de verano, en una fiesta por el onomástico de uno de sus mejores amigos, Leonardo conoció el sexo. Aquella especial primera vez, fue total y absolutamente catastrófica. Leonardo sabía que estaba a punto de perder la castidad, y parece que el pánico escénico lo invadió. En ese momento sólo se le paraba el corazón, lo demás parecía desentenderse del asunto. Aquel condón guardado en la billetera, fue prácticamente desperdiciado. Leonardo trataba de moverse, de hacer lo que tantas veces vio por televisión. Su organismo no respondía, no se le paraba por completo. La linda chica con la compartió aquel bochornoso momento, experimentaba también una de sus primeras veces. Ella no alcanzo ni la más ínfima de las excitaciones, pero igual gemía por una especie de obligación o simplemente por pena. Aquella desastrosa primera vez, genero una especie de trauma en Leonardo, quien pensó que no servía para esos menesteres carnales. Posteriormente, y con mucha práctica, llego a colmar sus expectativas, la de las mujeres, no lo sabe. La primera vez de Leonardo no fue como el imaginó. No fue con amor, como él de una manera cursi había soñado. No fue placentera, como de una manera algo morbosa había imaginado. No fue especial, como de una manera ilusa había pensado. Leonardo siempre fue y será torpe con las mujeres, torpe consigo mismo. Leonardo a vivido poco y cree saber mucho, se avergüenza de contar su primera experiencia sexual, esa que toco a su puerta a los dieciocho años (aunque él diga que lo hizo de una manera precoz). Se avergüenza de que no se le haya parado como debía, de haber desperdiciado aquel sagrado condón destinado a ser el primero. Todos aquellos bochornosos recuerdos, ahora de una manera irónica, le dan risa. Leonardo sabe que todo tiene su primera vez, que después habrá revanchas. Leonardo espera una próxima experiencia, la espera ansioso, impaciente; aunque con el sospechoso temor, de que tampoco le será favorable.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Otra vez, casi Papá

Cuando niño (en edad), ansiaba el hecho de ver a mi padre. Aquel personaje indescifrable que aparecía de vez en cuando a mitigar de alguna manera, aquella ausencia que yo, inocentemente, no percibía en su totalidad. Las ocasiones en que solía presentarse, no eran sino, para engreírme, llenarme de ropa fea y barata (muy barata) que en verdad detestaba; para complacer mis más extravagantes gustos y luego de engreírme y satisfacer caprichos, desaparecer como desaparece el sol por la tarde, irremediablemente. Recuerdo con gusto aquella única vez en que me hizo llorar por interrumpir su juego de billar, alzó sólo un poquito la voz, y yo, que desconocía aquel lado arisco de su persona, me puse de una manera incontrolable a llorar. Aquella vez lo asalto la alarmante urgencia de ser un buen padre y consolar mi agónico sollozo. Hecho un payaso empezó a hacer maromas y gestos que también descubrían su lado patético, aquel que descifré a los cuatro años y que aún recuerdo con lucidez. Mi padre con el pasar del tiempo, fue apareciendo con menor fluidez, con pausas más prolongadas; también con apariencias distintas: cabello largo, corto, sin cabello; a la moda, mal vestido, juvenil, elegante (creo que huía de la policía). Es difícil recordarlo con cierto criterio. Mi padre tampoco tuvo un buen padre. Vivió prácticamente solo desde los doce años, quizá por eso su alma es así de libre, descomprometida de toda responsabilidad. Mirarme al espejo es mirar a mi padre. Es inexorable, innegable el parecido físico y quizá, lamentablemente, el parecido psicológico entre él y yo. Pasé muchos días del padre, sin padre, talvez todos. Muchas premiaciones y actuaciones con aquella silla esperando ser ocupada. Muchos días familiares sin el núcleo de la familia completo. Mi querida Madre llegó a matarlo alguna vez, de forma literaria claro, para adjudicarme algún beneficio del cual no logro acordarme. Mucho de él anda ahora conmigo: gestos, pensamientos, entre otros. Y a pesar de todo, también el gran ejemplo de lo que no se debe hacer como padre. Estuvo lejos de ser el mejor, pero tampoco estuvo cerca de ser el peor de la historia. No le guardo ningún rencor, total es mi padre. Cada vez que se comunica conmigo manda algo de dinero(es mayor la cantidad de tiempo en cada envío que el dinero). Eso complace mis expectativas actuales con respecto a su labor paternal. Ya no tendrá que limpiarme y cambiarme de pañales, ni tampoco preocuparse con mayor énfasis en mi alimentación, notas, sueños o futuro. Con todo lo vivido, ya me dejo una lección encomiable. Mi juventud totalmente irresponsable (quizá producto de algunos genes sospechosos), vigorosa en algunos pasajes, confundida y alocada, me ha llevado muchas veces al sobresalto. Aquella droga camuflada como experiencia y denominada sexo, se ha convertido en un juego delicioso y suspicaz. Más de una vez he dormido con la certeza, de que en el vientre de Sofía, el destino está tramando algún tipo de lección genética. Más de un mes que aquel visitante escarlata no acude como de costumbre al encuentro del despreocupado andar de Sofí. Lo que asalta a mi cabeza es el temor, el conflicto entre lo moral y lo inhumano. El miedo a tener que contárselo a mi pobre Madre, que antes de morir de un ataque cardiaco, sentiría que su misión como madre ha fallado. Tener que deshacer aquellos sueños, que no pasan de ser sólo eso, sueños que ciertamente están lejos de cumplirse debido a mi mediocridad, me preocupa. Todo ya estaba listo, planeado; incluso conversando con la mamá de Sofía, que tomó con una calma plausible tan delicado asunto. Me iría a vivir con ella, comenzar una vida de sacrificio, de alegre sacrificio. Trabajar no sólo para ganar dinero, sino también para garantizar el bienestar de mi futura familia, de mi futuro hijo. Todo esto encajaba en un proyecto de vida más real al que tenía; que con todas las dificultades del caso, muy dentro de mí, me ilusionaba. Era una manera más verosímil de planear un porvenir, un futuro. De una manera inesperada empezaría desde ya aquel juramento que traigo tatuado en mi mente y corazón: Ser el mejor Padre del mundo. Aquel risueño pensamiento se dilucidó con el análisis de sangre al que fue sometida mi pobre Sofí, que casi muere desangrada. El hecho de alguna manera indirecta me desilusionó, y sé que a Sofía la desangrada, y a su mamá también. Ahora aquella irresponsabilidad, aquel temor será controlado y postergaré indefinidamente el deseo sincero de dar con amor aquello que no pude recibir. Mi temor ya no es ser padre a esta edad y sin dinero, ahora temo ser estéril. Otra vez, casi me convierto en papá, el mejor papá del mundo.

martes, 11 de septiembre de 2007

Crónicas de una Relación

Sofía dice amar a Leonardo, Leonardo anda confundido por la vida. Sofía posee un círculo social envidiable; a donde va, encuentra a alguien con quien conversar, a algún conocido que con un cariño, quizá fingido, la recibe gustoso. Leonardo no tiene muchos conocidos, él no conoce a nadie, no recuerda a nadie; sólo cuenta con tres o cuatro amigos y uno que otro compañero de aquella promoción fragmentada a la que pertenece. A Sofía la llaman para salir, para hacer planes para algún fin de semana oportuno, para gozar de la energía que la juventud otorga sin desmedro. Leonardo recibe llamadas equivocadas, algún mensaje afectuoso de alguno de esos tres o cuatro amigos que por compromiso, suelen acordarse de él. Sofía es dueña de un pasado escandaloso para la gente que la envidia, para las personas que andan al día con los chismes (que no es poca). Leonardo es un tipo socialmente descuidado, no interesa mucho lo que haga o deje de hacer. Sofía y Leonardo se conocieron hace tiempo. Él ha asistido a todos sus cumpleaños festejados en está ciudad, sin ser debidamente invitado. Ella lo recibió en sus fiestas, sin percatarse de su presencia. Sofía andaba ilusionada por un muchacho que cordialmente la despojó de su delicada flor. Leonardo sufría por su primer amor, por aquella Srta. que aún visita sus recuerdos. Ambos despechados, por caprichos del elocuente destino, consolaron penas juntos. Ella asegura conoció el amor junto a él. Él confirma que el sexo es sublime, sobre todo con cariño. Contra todo pronóstico, la relación se prolonga aún sin fecha definida de caducidad. Sofía ha cambiado mucho por Leonardo, por el amor que jura tener incondicionalmente hacia él. Leonardo también ha cambiado, ya no es el arriesgado soñador que solía ser antes de conocer a Sofía. Sofía aún es una mujer caprichosa, engreída por su madre que paga muchas veces, su ausencia, con regalos. Leonardo es terco, cree saberlo todo, tener siempre la razón. Ella se entristece porque Leonardo se muestra indiferente, insensible, insoportable. Leonardo se enoja porque la ve muy infantil, inmadura, fuera del prospecto de mujer que también cree tener. Sofía recibe mensajes de sus galanes, de sus ex, de jóvenes aventados que desean ser dueños temporales o momentáneos de su persona. Ella no da pie a los jóvenes galanes, pero tampoco deja la puerta cerrada, la deja entreabierta, para ser acortejada indirectamente, para ser vista de reojo. Leonardo sabe da la situación, se enoja, se irrita, no le da interés al hecho de que su enamorada busque otro tipo de compañía, el también la necesita a veces; le fastidia quedar como tonto. Sofía prudentemente desconfía de él, al menor sonido del celular de Leonardo, voltea la mirada un tanto inquieta y sospechosa, quizá sea alguna amiga cariñosa del pasado, o peor aún, del presente, que busca inquietar a su amor, a aquel hombre que quisiera ser la mitad del tipo que cree que es Sofía. Leonardo desconfía también mucho de ella, conoce su pasado, el cual de una manera irónica contribuye al cariño que le tiene. Él la conoce mejor que muchas personas, mejor que muchos de sus propios familiares. Ella lo ama por eso, porque valora el hecho de ser querida por lo que es. Leonardo no está seguro de lo que siente por ella, cree amarla, pero después se decepciona de sus actitudes y calla. Ella no calla nada, un día lo endiosa y al día siguiente le reprocha su actitud arisca, áspera. Él confía de que ha fin de año se irá lejos, cambiará de aires, dejará todo en el pasado y no desea comprometerse con nadie. Ella dice verlo como el amor de su vida, supuestamente está dispuesta a todo. Él le creía, ahora se mantiene incrédulo. Sofía no sabe muchas veces lo que Leonardo siente, lo que Leonardo sabe y cobardemente no dice. Leonardo conoce a Sofía, no es preciso que ella le cuente todo. Leonardo espera que ella termine de desligarse de sus manías, de sus malos hábitos, de aquel mundo banal al que él la ve sujeta. Cuando Sofía lea esto puede que se enoje, se moleste. Dudará de lo que siente hacia él, pensará en complacerlo y concederá una de las tantas promesas que ya concedió sin mayor compromiso. Él le creerá, sin haber aprendido aún lo que es el rencor, olvidará todo. Otra vez creerán con certeza estar enamorados, creerán ser felices y volverán al círculo vicioso que la costumbre otorga. Ella seguirá linda como casi siempre sabe estar. Él tratará con la fuerza de siempre, quererla un poco más, porque él en verdad la quiere mucho, se preocupa de una manera copiosa por ella, y le importa en demasía lo que le pueda pasar. Sofía sabe que Leonardo ya le falló una vez, tiene miedo, quizá por eso se comporta así, quizá por eso es tan descuidada a la hora de actuar. Ambos se guarda secretos, ambos creen ser sinceros y al mismo tiempo creen que pasan desapercibidos. Ambos se celan, a su manera, a su estilo. Ambos buscan el bien común y se equivocan bastante. Sofía dice lo que piensa, muchas veces llorando. Leonardo calla, no dice nada, sólo escribe.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Sonrío y asiento

Hace dos semanas que no escribo, mantengo las ansias de hacerlo, mas no la inspiración necesaria. Ando preocupado por la falta de ideas que ya no asoman a mi desorientada cabeza. Luego me tranquilizo y digo: - Quién carajo está esperando que vuelva a escribir – Sonrío dentro mío y asiento con la cabeza. Podría tomar el camino que muchas veces seguí y dejar radicalmente de escribir. Por primera vez titubeo, tambaleo en tan desafortunada idea. Ya me hice un espacio en la web y me da cierta tristeza despojarme de aquel capricho mío. He pasado dos largos días en casa con la imperiosa finalidad de llevar a relato, alguna aventura, anécdota u opinión referente a cualquier tema; a lo sumo, he culminado esfuerzos con la tentadora idea de masturbarme, lo cual demuestra un alto grado de independencia. Posteriormente declino, no me siento independiente. Es poco probable que alguien reclame la ausencia de un escrito mío, salvo que sea el sitio web que me acoge, y extienda algún tipo de cobro por no hacer uso de sus servicios. Ayer me pase escuchando toda la tarde a los Sres. Cortez y Cabral, en aquellas rítmicas y jocosas exposiciones de su arte. Ambos son unos genios, me siento minimizado, desvalorizado ante tamaña muestra de sabiduría. Me río de aquel humor tan elegante del que hacen uso y me quedo dormido. En mi segundo día en casa, por la tarde, ando cansado de tanto dormir, de tanto no hacer nada. Procuro no cansarme pensando en tan agotadora situación y decido descansar. Ya son las once de la noche y por mi mente no asoma ni el vago recuerdo de alguna tertulia vigorosa, escandalosa, comprometedora; de esas que le gusta a mi público imaginario. Ninguna situación hilarante. Acudir a mi imaginación no es muy buena idea, dado que me estaría resignando a los brazos de Morfeo. Algún tipo de desesperación me aqueja, tengo la sublime necesidad de agregar un texto a mi humilde y desolada página (digo página porque blog suena feo) y de pronto pienso: - Como vas a rellenar tu página con estupideces – Posteriormente me auto respondo: - Ya lo has hecho en cuatro oportunidades, una quinta no desentonaría- Nuevamente sonrío y asiento con la cabeza. Aquellas personas que amablemente leen mis relatos (muchos de ellos por pura amistad, otros por curiosos), deben de sentirse miserables al no tener algo mejor que hacer. Me solidarizo con ellos y pido las disculpas del caso por no preocuparme por lo que escribo y por no dedicarme a cosas más productivas, como dormir por ejemplo, si bien no es muy productivo, no jodo a nadie. Tengo algunas ideas en mente, no sé como expresarlas. Me gustaría ser más sincero, más crudo en mis relatos, más controversial, más imprudente. Lamentablemente, se me hace difícil ser así debido a la pizca de moral que mi madre, con bastante ahínco, ha sembrado en mí. Sé que es una batalla perdida, hoy tampoco lograré alguna historia bonachona, ando medio pusilánime, absorto por mi destacada mediocridad. Trato de escribir mis desafortunados comentarios hasta obtener una cantidad de líneas razonables, pronto llegaré a mi objetivo y me sentiré aún más inútil. Ya es más de media noche, la fatiga causada por aquella débil esperanza de ser inusualmente creativo se amalgama con mi dejadez, con mi falta de optimismo, y así colabora con la esencia de mi inexorable flojera. La idea más brillante del día tocado a mi puerta con especial lucidez: - Andas perdiendo tu despreciable tiempo en tratar de escribir cosas interesantes conociendo tus limitaciones literarias, no seas obstinado y no exijas tu debilitado intelecto, labores hostigosas que perjudiquen las horas de sueño que deben de ser conciliadas. Mejor descansa de aquel fallido intento de hacer algo y duerme, si es posible no te despiertes.- Nuevamente me auto respondo: - Soy un genio, tengo toda la razón del mundo. – Me siento bien, siento que no hice nada y no tengo la obligación de hacerlo puesto que nadie me lo exige. Sonrío, asiento la cabeza y fácilmente quedo dormido.

martes, 21 de agosto de 2007

Mi ojo está rojo

Mi ojo está rojo, me asusto un poco, creo que puede ser algo grave. Tengo un examen tedioso, de él depende mi vida, pero mi ojo está rojo, puede ser una buena excusa. Voy a clases, no me gusta mi carrera, tengo miedo, creo que la prueba va a estar difícil. El Profesor se hace el loco, a pesar de llegar tarde (muy tarde)no se molesta, creo que ya se acostumbró, entro y cierra la puerta. Dudo un momento antes de excusarme, quizá y ni se acuerde de la prueba, quizá si la doy ahora un alma piadosa me ayude, quizá no. La prueba se suspende, dice que es para el viernes, tengo tres días más para esforzarme, o para seguir confiando en mi suerte, no voy a aprender nada. Salimos al receso, me pongo mis gafas negras, mi ojo está rojo y no quiero que lo vean. Ahora tengo que exponer, no quiero quitarme las gafas. Recibo un mensaje de mi enamorada, quiero verla. Termina la exposición, hablé estupideces, me alcanza para aprobar; un curso menos. Le respondo a mi amor, le digo que la extraño, que quiero verla, dudo que me crea, para ella soy un “antiromántico”, no le miento, quiero verla. Llego a casa, sigo preocupado por lo de mi ojo, se lo digo a mamá: - Mi ojo está rojo, parece que la pequeña hemorragia se está extendiendo. Mi madre se preocupa, se asusta, cree que voy a morir. Ya almorcé, comí poco, aún tengo hambre, me voy a dormir. Escucho mi nombre, alguien me llama – no jodan, estoy durmiendo – Es mi madre - Vamos al oculista – me dice aún preocupada. Ella me acompaña, hace tiempo que no salimos juntos, me habla de Dios, dice que me he alejado mucho de Él. Yo tengo vergüenza, siento que la gente está aterrada al verme así, con mi ojo rojo. Me hago el chino, no abro bien mis ojos, no veo bien. Llegamos al oculista, espero una hora. Miro a mi madre (todavía chino) y veo que ha envejecido. Ya es mi turno, mi madre se desespera, pregunta una cosa, se para a ver no sé qué. Se ha vuelto muy impaciente, cree escuchar mi apellido, se vuelve a parar. Por fin entramos, mi madre me acompaña. El doctor se muestra afable, nos saluda cordialmente. Mi madre no se aguanta, le cuenta que su amiga Lula lo recomendó. El doctor se siente halagado, habla también de Lula, dice que es una mujer muy optimista, nada tonto, sigue la conversación. Han pasado unos minutos, siguen hablando, mi madre usa al oculista de psicólogo. Por fin me atiende, pone sobre mis delicados ojos aparatos raros, sólo es una luz, me dice que lo mío es normal. Mi madre interrumpe. Siguen los exámenes, empieza a probar mi vista. Pone letras de diferentes tamaños, me encanta el reto, trato de adivinar si no veo bien, fallo poco. Más pruebas, me hecha unas gotas, me introduce de manera sutil una pequeña herramienta al ojo. Dice que no duele dado a la anestesia. La anestesia no hizo efecto. Parece que terminó, me conversa, sigue conversando con mi mami, ya se aseguró una clienta. Me entrega unas gotitas, me dice que mi ojo seguirá rojo dos semanas más. La anestesia recién hace efecto. No siento mi ojo, le pregunto si podré usar la computadora con normalidad o debo de dejar los estudios, se ríe, - todo normal- me dice. Salimos, aún siento vergüenza por mi pobre ojo, psicológicamente estoy mejor, ya no me duele nada. Mi madre dice que se comprometió con Dios, que vayamos a rezar un rato. Si ella se comprometió ¿por qué voy yo? Acepto, vamos a orar un rato. Me engaña, me llevó a misa. Estoy enojado, no me gusta ir a misa, menos con engaños. Empieza la homilía, hablan de San Ignacio. Me aburro, veo a las señoras de edad sentadas bostezando; sus maridos las acompañan, ellos duermen. El padre habla mucho, nunca entiendo. Ya va a terminar, el otro curita se anima, el sermón se prolonga. Mi madre se da cuenta que estoy molesto, me dice que salgamos. Me llega un mensaje, mi amor me reclama. Por fin se acuerda de mí. Salimos de misa, tengo sueño. Mi madre parece complacida a pesar de la abrupta salida. Le comento que voy a ver a mi enamorada; se fastidia, no le cae muy bien. Se acuerda que la acompañé brevemente a misa, me la debe, acepta. Acompaño a mamá a casa, quiere comprar café, también pan; mejor lo hago yo, no quiero que incite una de esas largas conversaciones con la señora de la tienda. Se hace tarde, sólo veré a mi amor una hora y media, me parece poco tiempo. Mi ojo sigue rojo, aún tengo vergüenza. Me apuro, creo que voy a llegar muy tarde. La he querido ver todo el día.

jueves, 16 de agosto de 2007

Cuéntame qué hice

La desesperación de los quince años incita (de manera vertiginosa muchas veces) a querer experimentar situaciones que aun no corresponden. El alcohol y los romances furtivos son tentaciones no menores para jóvenes suspicaces y aventureros. En mi caso, por la torpeza ejercida y el tímido respeto a las buenas costumbres, decidí postergar experiencias para años venideros. Mi madre siempre me dijo que si adelantaba hechos, después me aburriría, buscaría nuevas cosas que sacien mi curiosidad (muy sabia ella). Hoy, a los veinte años, estoy más curioso que nunca, con algunas dudas ya saciadas y otras aún pendientes Este último fin de semana y debido a mi pobre cultura alcohólica, he brindado, de manera imprudente, un espectáculo beduino, bochornoso; del cual aún no termino de enterarme. Lamentablemente llevo un putito algo tristón, que toma fuerza y goza de extroversión cuando es vigorizado por líquidos elementos efervescentes; aquellos que lo inducen a comportarse poco temeroso, poco tímido y discreto. Si alguna vez alguna idea aventurera cruzó por mi mente con cierta vergüenza y pudor, en estado alcohólico el consumo con gallardía sobresaliente. Por el contrario, tardo mucho tiempo en asimilar la hazaña, debido a la amnesia inoportuna que acompaña los estragos post la aventura. Hay mamá, no tomaste previsión en ese sentido, me postergaste de vicios prematuros, pero también me condenaste a insuficiencias para asimilar los efectos del alcohol. Soy lo que popularmente se conoce como “pollo” (y no es por alusiones físicas personales… ¿o si?) y brindo uno que otro espectáculo pintoresco a amigos íntimos, y bochornoso a amigas, que deseo también, sean íntimas. Gracias a la suerte que me acompaña, cuento con amigos resistentes a los brebajes estimulantes, amigos fieles y adiestrados en el arte del beber, amigos que por sobre todas las cosas saben donde dejarme cuando me pongo mal, amigos que conocen la opinión de mi madre con respecto a libar. Con el alcohol como guía mediático en mis actos, colmo expectativas juergueras, bohemias y también masculinas. Me someto a su voluntad esperando que alguien, posteriormente, se someta a la mía (antes de entrar al éxtasis total del alcoholismo). Compruebo que hay señoritas que comparten ciertas teorías o por lo menos son “pollas” igual que yo. Y por último, renuevo la confianza en aquellos que no dudan en proteger mi integridad física, la moral seguramente ya fue ultrajada y minimizada sin mayor oposición. Lo que llama mi atención particularmente, es el derroche de dinero por diversión. No interesa si estamos en extrema pobreza o algún tipo de recesión-, el dinero si no aparece se crea, y así como viene se va. Así suba al taxi con dinero, en el camino se disuelve inexplicablemente, eso dicen los amigos encargados de protegerme. Al día siguiente del incidente festivo, sugiero acudir al Internet para comunicarme con víctimas, victimarios y público en general que pueda facilitarme algún tipo de información sobre lo sucedido, sobre mis actos. No me gustaría cruzarme con alguien y desconocer lo que dije o hice; si fuera hombre sería vergonzoso y no me perdonaría tal descuido, si fuera una señorita… prefiero desconocerlo. Recuerdo vanos asaltan mi cabeza: risas, aplausos, bailes, una que otra frase, besos furtivos, malos ratos en el baño y por último, el desvanecer en mi cama, con las mismas prendas, con la alegría mezclada con el cansancio y el olor a cigarro, abrumándome los sentidos. Alcanzo a dar las gracias a Dios, casi por inercia, por llegar no tan sano y salvo a casa. Empiezo a limpiar mis recuerdos, me sonrío por lo sucedido sin acordarme bien ya, lo que he hecho. Lentamente, sin apuro ni reproches, el sueño alivia el mareo y me quedo sumido en el sueño.

lunes, 6 de agosto de 2007

La Teoría Dosantos

Escribir la Teoría Dosantos no es tarea sencilla ni mucho menos. No goza de un orden ni una idea estricta, por el contrario, roza la rebeldía, el liberalismo, la Alineación a la derechalocura de ser feliz. La vida está netamente hecha para disfrutarse, no para estar preocupándose por vicisitudes inoportunas y virulentas. Justificar a ambos lados Porqué no puedo darme un gustito hoy, si mañana puede que ya no esté, que algún energúmeno al volante, interrumpa mí día a día; que algún accidente siniestro o negligencia (que puede ser propia) nos sometan a la temida muerte. Esto sería doloroso si estuviera ejerciendo esta Teoría tan poco comprometedora, de lo contrario hasta podría parecer un favor. Es que en verdad, la vida es corta y la muerte eterna. Y si la vida es corta imagínense la juventud… Ente los 18 hasta los 25 ó más años, uno está en la obligación de vivir a plenitud, a divertirse olímpicamente y a reunir experiencias para contarles algo a los nietos (si es que quieres tener hijos). Qué vergüenza llegar sin relatos, tener que inventarlos o peor aún, no saber que consejo dar a las futuras generaciones que confusas, busquen respuesta en tu persona. Pues en esta vida se aprende de todo, de lo bueno y también de lo malo, y de lo malo se aprende para no olvidar. Uno puede hacer uso del libre albedrío a diestra y siniestra, siempre y cuando tratemos de no dañar a terceros, por lo menos no hacerlo irreparablemente, porque hablando con sinceridad, es difícil portarse mal y no agraviar a alguien. La Teoría Dosantos roza de una manera coqueta y subliminal con el “alpinchismo”, con el no me importa”. Hay que ser un tanto escueto de conciencia para aceptar esta Teoría tan risueña y cándida, porque no se acepta el pensar mucho, sólo lo necesario y conciso, para no crear confusiones morales que dañen el propósito. La Teoría Dosantos enaltece a la mujer, ya que gracias a ellas es que se ideó, porque la Teoría Dosantos es feminista. Pues una mujer es quien la inspiró, la aceptó, la condimento y ensalzó, brindando vida a un sin fin de hipótesis inconclusas y extravagantes. La Teoría Dosantos aconseja: - Si la jodiste, jódela bien- y disfruta del incidente si es que se presenta para el goce. La Teoría Dosantos no es para irresponsables, está orientada para gente inteligente que sepa asumir el precio de la despreocupación y la pizca de conchudez que requiere. Quizá y esta Teoría sólo sea comprendida y aceptada por el hombre que la escribe (un Dosantos) porque él solo crea parámetros mediáticos al asunto. La Teoría Dosantos puede ser flexible al gusto del que la use, sin omitir lo ya dicho. Lo único que impide el uso de esta técnica de vida es el amor, aquel peligroso y fuertísimo adversario, aquel sentimiento infame y voraz que altera todo, que confunde, que ilusiona. Mientras este extraño e inefable sentimiento me sea esquivo, adoptaré mi Teoría con el mayor espíritu emprendedor e incansable. De lo contrario me someteré a él de una manera sumisa y cansinamente, me volveré su fiel esclavo. Porque La Teoría Dosantos no sólo se ve minimizada y esclavizada por el amor, sino que también lo respeta por ser este infinitamente poderoso. El que no tiene un poco de loco no tiene nada de sano. Y para aceptar esta Teoría retorcida y un tanto confusa, hay que ser un orate comprometido, comprometido con la felicidad del momento, con la sonrisa pícara dibujada en la cara a pesar de adversidades, con la sinceridad del caso, con el eterno buen humor. Es mejor arrepentirse de lo que hiciste a arrepentirte de lo que no llegaste a hacer, pues la curiosidad del supuesto, te atormentará toda la vida, mas aún cuando está no se vuelva a presentar

domingo, 5 de agosto de 2007

Ellas dicen que soy un PUTITO...

El hecho de que me consideren un Putito es un honor para mí. Aquel tipo torpe, tonto, poco interesante (como suelo ser) se convertía literalmente en un pendejito con gracia. Todo esto en alusión al perrito de La Flaca, que era capaz de moverle la cola a cualquier ladrón furtivo que pudiera ingresar a casa de su dueña, y sin pensarlo dos veces, acompañarlo como cómplice del delito. Sin acotar algún comentario malintencionado, La Muñeca acompañaba lo dicho tan sólo con una sonrisa pícara y al mismo tiempo asertiva, corroborando de una manera dulce aquel adjetivo calificativo con el que me bautizaban. Aquella noche era sin duda, la noche de los apodos y apelativos; puesto que antes de calificarme como Putito (con mucho cariño), me hablaban de su jefa (que desde hace una semana atrás se había convertido en mi ex jefa) como la más perra de las perras. Este altísimo honor se lo había ganado, sin duda alguna, por el maltrato y abusos que brindaba a sus nobles trabajadores, y también, por la manera tan escandalosa de mover el rabo, regalando aquella sonrisita sospechosa y tratando de este modo, coquetear a cualquier hombre que goce de un poquito de gracia, y claro, tenga una billetera auspiciosa y generosa; como si éste fuera el amo y ella (como dicen mis ex compañeras y ahora amigas) La Perra. La Muñeca cumplía un mes más con su galán, con aquel baterista (desconocido para mí), que nunca dejaba ver su rostro cuando iba a recogerla en aquella ostentosa camioneta; aquel baterista que sumido en su profesión se encontraba lejos de ella en algún concierto importante haciendo gala de su arte. La Flaca por su lado, cotejaba un par de opciones para aquel fin de semana tan poco prometedor para mi persona. Mientras me deleitaba con los comentarios y ocurrencias tan graciosas e hilarantes que ellas disparaban sin reparo sobre su jefecita (a la cual le debió arder la oreja toda la noche), recibí una llamada de la última integrante que faltaba para concretar la aventura próxima de esa noche. La popular Perita se afiliaba al grupo, con aquella figura extremadamente lasciva, proporcionaba una dosis extra de adrenalina y la posibilidad de graduarme de “amante” o Putito como ya me habían bautizado. La invitación imprevista de La Flaca al cumpleaños de una “amiga”, repercutió en el interés de mi Muñequita y la Perita, quienes aceptaron gustosas. Yo pasé de ser un aburrido opositor a materia completamente dispuesta. Antes de asistir a la reunión era necesario engreír al estómago, degustar alguna merienda que garantice la fortaleza para las horas venideras. La Flaca nos llevo a comer unos anticuchitos de alpaca. Era realmente gracioso ver a la Muñequita sentadita, aún en traje de oficina y bajo ese look tan original y exótico, en aquella banquita, en aquella esquina, expuesta a aquel ambiente tan opuesto al acostumbrado. Linda ella, complaciente y cómplice del momento, sobrevivió al imprevisto, mientras que La Flaca y La Perita devoraban como fieras sus respectivos platos, ya acostumbradas y hechas caseritas del consumo de la pobre alpaca (que fácilmente pudo haber sido perro). La Perita desde que se unió al grupo apeló por el papel de hacerse la interesante, para lograr algún objetivo poco cándido que tenía en mente referido a mi persona. Llegar a aquella fiesta significó para mí, aterrizar en un planeta desconocido personalmente. Al ingresar me asaltó la duda sobre si nosotros (La Flaca, La Perita, Mi Muñequita y yo) éramos los normales o los diferentes; puesto que éramos los únicos heterosexuales. Salude a todo el mundo con respeto aunque también con mucha admiración. Había mujeres muchísimo más masculinas y varoniles que yo, y un tipo al que no sabía si darle la mano o brindarle un beso cálido en la mejilla para presentarme. Con mi figura delgada y con mi nuevo corte de cabello (al que todavía no me acostumbro) fácilmente podía ser confundido como colega de aquel tipo de anaranjado, aquel que me causó dudas al momento de saludar. Como en toda reunión concurrida, el alcohol se hizo presente y facilitó la comunión de los asistentes, quienes ya envueltos en el éxtasis de la noche, no dudaron en mostrar sus mejores pasos en la improvisada pista de baile. El acoso de La Perita no se hizo esperar, de una manera acelerada y vertiginosa dio rienda suelta a sus encantos (que no eran pocos) para inquietar mi tranquilidad, mi sosiego, y también mi morbo. Hizo de todo un poco, pero para mí, aquella noche extravagante no tenía otro foco de atención que no fuera mi Muñequita (digo mí por puro capricho, porque sólo yo puedo llamarla así, o por lo menos decirlo con ese cariñito especial) Ella es la amalgama perfecta entre dulzura, ternura, y rebeldía sin causa, locura elegante y cautivadora. Aquella mirada tan inexplicable, inefable, tan coqueta, tan peligrosamente inofensiva. El verla conversar, reír, caminar, tomar y bailar era un verdadero gustito, me inspiraba ser un tipo bonachón y querendón. Ella tan pequeña, tan linda (lindísima) tan dulce, me causaba una ternura enardecida, afiebrada. Sus comentarios tan perspicaces, acomedidos; como aquel que me hizo cuando vio a La Perita –Tiene bonito cuerpo, “la ley del pescado nomás”- y yo, muriéndome de la risa. La verdad nunca pensé salir con ella (por lo menos no pensé estar ahí), y ahora me sentía el hombre mas feliz de la fiesta (aunque también era el “único”) Todo estaba bien hasta que me sacó a bailar con ella, la poca habilidad que podía tener en el baile se perdió en mi nerviosismo. No atinaba ni un solo paso y era aún más torpe. Las manos me sudaban y me sentía aquel niño de doce años que tímido (o mejor dicho intimidado); no sabía que decir o hacer. Ella lindísima como siempre me dijo: bailas como mi papá. (espero que tu papi no baile tan mal) En la brevedad del baile, ella me nalgueo más veces de las que lo hizo mi madre, y yo, encantado, feliz de la vida hecho ya un putito. Ella ya inducida por el alcohol disfrutaba más que nadie de la tertulia. Aquella noche me hizo un juramento que prometo hacer respetar. Me juró que en la próxima vida, se casaría conmigo (una tentación al suicidio). No pretendo morir pronto, pero esperaré ansioso la próxima vida. Si no fuera por la presencia de La Perita, que me hostigo toda la noche, hubiera podido disfrutar con tranquilidad la compañía de La Muñequita, hasta me hubiera dado tiempo para reivindicarme con alguna otra pieza de baile. Lastima que lo de putito se me salió y termine mojando mis labios en los de La Perita, peor aún, La Muñequita fue el único testigo de aquel hecho tan escandaloso. Aquella noche, en medio de aquella fiesta gay, sumergido en el bullicio, adormecido por el alcohol (de una manera muy leve) viví momentos de romance (y no con el tipo de anaranjado que confesó que quería que yo le fuese prestado), momentos de profundo e inevitable encantamiento; por aquella Muñequita traviesa, rebelde, tierna. Aquella que no se cansa en afirmar que su jefa es una perra y que en sus tiempos fue brava. Aquella que me confesó que desea tener un hijo. Aquella que me dio el gustito en aquel juramento. Aquella que me nalgueo con destreza. Aquella que lamentablemente me vio en medio de mis pendejadas. Aquella que se ha ganado mi respeto y un cariñito sincero y muy especial. Por ahora no más noches gay (gente linda por cierto), no más alcohol barato ni romances imaginarios. Salimos de la fiesta juntos y dejamos a La Flaca primero, aquella que se bailó rico toda la noche. A La Muñequita que regenero al tipo de anaranjado con su encantadora presencia y me brindó momentos dulces (aunque no lo sepa). Y por último a La Perita que se cree la más rica del huerto. Llegué cansado a mi cama con la tonta idea de relatar esta maravillosa noche. Y cerré los ojitos, con una sonrisa pícara (como la de La Muñeca) dibujada en el rostro y la certeza de que era un PUTITO…