lunes, 23 de marzo de 2015

I.- Me encanta como bailas

A mis treinta años siento que he vivido bien. Soy una mujer realizada, independiente. Trabajo en un banco donde he sabido resaltar no solo por mis piernas. Con más de nueve años laborando he encontrado cierto grado de estabilidad a pesar de las envidias. Jamás pretendí ser una santa. Me he tirado un par de canitas al aire, y algunos compañeros también. Pero siempre he tenido el buen tino de escoger a mis cómplices de momento, con los que comparto un buen vino, un buen rato y ya. Nunca he pensado en ser mamá o tener una familiar, quiero disfrutar un ratito más de los bueno de la vida. Mi madre, que reza incansable por mi bienestar, está pidiendo una nieta linda como yo. Lo que no sabe es que en mi plan de vida a corto plazo, busco algo que no sea nada corto ni delgado, quiero algo que me llene de verdad, busco vivir. Todo estaba bien hasta que llegó a la agencia en que trabajo Kevin, un chico de sonrisa fácil, coqueto él. Con toda esa pinta de peloterito de Alianza Lima, fue ganándose espacio en la agencia, destacando por sus ventas, por su buena onda. El mocoso ése con veinticinco primaveras reguetoneras se metió media oficina en el bolsillo a punta de buen humor. Desde el principio me di cuenta que con discreción me mirada el poto al pasar, que se acercaba con cualquier excusa a mi oficina sólo para conversar un ratito. Aquella noche en la discoteca, en una de esas reuniones laborales, el muy atrevido se animó a sacarme a bailar una salsita, quizá creyendo que no me iba a defender. Se llevó una gran sorpresa al ver que esta gringa sofisticada tira su rico dance, que trae el sabor en las venas. Ese fue el momento donde quedó prendado, donde se llevó el olor de mis cabellos rubicundos hasta su propia almohada donde empezó a soñar conmigo. Debo admitir que el chico bailó muy bien, y un chico que baila bien, para bien o para mal, siempre llama la atención. Ayudados por la rutina empezamos a conversar un poco más, a almorzar juntos en la oficina con los muchachos. Él siempre riéndose de mis chistes, prestándome una atención particular. Yo haciéndome la rica, arreglándome el cabello, metida en mi celular y en mis conversaciones triviales. El mocoso me empezó a llamar los fines de semana, preguntándome por los planes que tenía. El muy vivo sabía de mi independencia, de que vivía sola, había escuchado de algunas aventurillas que había tenido por ahí (claro, siempre sin confirmar) y se ofrecía de manera muy sutil a ser una de ellas. Yo siempre he tenido un as bajo la manga, algún amigo cariñoso que entiende mis códigos y se preste para romance sin compromiso. Un fin de semana cualquiera salí con las locas de mis amigas, todas regias y alborotadas nos fuimos a tomar unos piscos sours a un huequito que me encanta. Con dos vasos ya bailábamos bachata apretaditas. Nos fuimos al salsódromo del centro bien entonaditas. Él estaba ahí, y me vio a penas entre al local. Parado con unos amigos en la barra no me quitó los ojos de encima y se acercó algo dubitativo al rato, se aproximó con todo su equipo de fútbol. Me sacó a bailar, sentí su mano apretando mi cintura, su respiración en mi cuello. Me cantaba las canciones al oído el muy vivo, y yo cerraba los ojos. Su pierna entre mis piernas, como buen salsero, moviéndola con ritmo. Primera vez que sentí al muchacho como un hombre. Kevin aplicaba sus mejores pasos de baile, intentaba sorprenderme, como el chibolo que es. Me mordió la oreja, me dejé. Sentí un bulto elevarse entre paso y paso de baile. Nuestros cuerpos bailaban salsa, pero pedían reguetón. Mis amigas estaban aburridas, no eran hinchas de ese equipo de fútbol con los que había venido. Me llevaron al baño, querían ir al local de la esquina donde tocaban música electro y se horneaban gratis. Me fui con ellas, sin muchas ganas de irme. No me despedí de Kevin, sólo le mandé un whatsapp que decía: me encanta como bailas.

lunes, 16 de marzo de 2015

El sueño de las letras

Alguna vez lidié con la loca idea de vivir de las letras, de vivir de mi imaginación perturbada, del ocioso arte de escribir. Desde muy pequeño, desde mis épocas más tiernas, me entregué a unos versos confundidos escondidos en un cuaderno rojo que todavía guardo con la inútil esperanza de que en un momento póstumo, sean más que recuerdo. Allá, en el lejano dos mil siete, cuando era flaco y en el amor creía; inicié la recapitulación de mis historias entreveradas, de la remembranza irónica y desordenada que almacenaba en mi cabeza. Mis aires de escritor se afianzaron cuando un años después, por el dos mil ocho, decidí escapar de casa y vivir solo, con la idea de dormir en un colchón alojado en el piso, de almohadas mis libros piratas, libros que todavía cobijan mis sueños extraviados entre sus párrafos. Caminaba muchas cuadras para cortar la peluca rubia que llevaba en la cabeza, tratando de dar forma a mi bisoñé bohemio, de izquierda a derecha, cubriendo mi frente, al mejor estilo de Bayly. Y es que leía todos sus libros, miraba todos sus programas. Me parecía genial la idea de ser como él. Sentarme dos horas, hablar de mí, siendo yo la noticia y teniendo mis propias exclusivas. Burlarme de todos, especialmente de uno. Decir un par de estupideces que diviertan a la gente y dormir hasta las tres de la tarde todos los días. Todo este círculo vicioso estaría mantenido por un sueldo nada despreciable que seguiría alimentando esta rutina fascinante. ¡Yo quería ser como Bayly! Y en innumerables ocasiones he recibido el comentario halagador de imitarlo muy bien. Entonces me dediqué a mal alimentar mis ganas de vivir fácil, de ser el centro de la atención y de vivir de mi propio escándalo. Escribí de manera afiebrada muchos años. Con el transcurrir del tiempo, este interés de ser escritor pasó a segundo plano y la terapia sanadora de contar mis cosas y burlarme de todo fue ganando terreno. Escribí sobre la rutina, lo cotidiano. Escribí sobre varias amantes furtivas que recapacitaron en su idea de compartir fluidos. Escribí sobre algunos amores que no prosperaron. Sobre el fútbol. Sobre Dios. Sobre mi Madre. Ahora, tras haber recorrido varios caminos que llevo en mi interior, he perdido el rastro de ese sueño infausto de ser escrito y dedicarme a las letras. He perdido en ese camino azaroso la pluma mágica del delirio y la brújula pícara de los recuerdos valiosos. Ya no seré como Bayly, estoy convencido. Pero algunos párrafos afortunados encontrarán asidero en el tiempo. Soy un muchacho frustrado por mil razones, una más será las ganas de escribir aquel libro soñado, leído, expuesto en alguna vitrina de cualquier librería en la sección de oferta por sus minúsculas ventas. Mi baúl de los recuerdos ha sido saqueado por el tiempo y todo está desperdigado. Hago honor a las memorias de un desmemoriado, ya sin ningún afán sádico de por medio. No sé si baste para complacer la vanidad encomiable que albergaba mi corazón por dejar algo antes de partir, pero me divertí mucho en el intento de ser importante a mi manera. Saldré a caminar más, me esforzaré por grabar momentos nuevos y me esforzaré el doble por recordar algunos otros. Compraré un boleto al mundo de las letras y ultrajaré algún libro inocente. Todo por ser ese personaje antojadizo que quise ser con poco éxito. Hoy empiezo la vigilia por encontrarme. Buscaré a Bayly en los libros y en la tele. Quizá me encuentre un poco a mí.