lunes, 26 de noviembre de 2018

La celebración de todos los amores

No me gusta usar terno todos los días, me siento atrapado, prisionero, amordazado por una correa que somete mi vientre en expansión oprimiéndolo sin piedad y una corbata que ahoga mi libertad, que asfixia lo poco que me queda de juventud. Por eso mi look ligero, con una camisa blanca sport, sin corbata que la adorne y un blazer marrón que más sabe de discotecas que de misas. Tampoco me gustan los matrimonios, las nupcias. Siento nervios al escuchar el intro con el que lentamente la novia se acerca al altar, donde circunspecto el novio espera parado, cegado de “amor”, como un sentenciado al paredón. Rezando con la fe que el fútbol otorga, pido para que el partido de River y Boca se vuelva a suspender, no quiero perderme tal acontecimiento futbolero; rezo mientras ingreso por primera vez a aquella iglesia. Es inevitable no pensar en mamá cada vez que entro a una capilla, recordarme pequeño corriendo entre los santos pasadizos, siendo pellizcado en los cachetes por todas las señoras que conformaban el taller de oración de mi madre. Jugar a las escondidas entre santos y cruces, dormirme en la liturgia. Mamá siempre me dijo que me ganaba el derecho de pedir un deseo cada vez que ingresara a una iglesia nueva, claro está, mi deseo es ver el clásico argentino, la final de la Copa Libertadores, y como es mucho pedir que pongan una TV en aquel santuario mientras algunos se casan, opto por rogar que el partido se suspenda, que me esperen. Me ubico muy adelante, en la zona vip de aquel templo que hoy celebra no uno, sino cinco matrimonios. Es una ceremonia comunitaria, inédita para mí. Entienden que si ver a una novia entrando al ritmo del piano despierta mis alergias, ver entrar a cinco me invita a una taquicardia. Por el respeto y cariño que les tengo al Sr. David y la Sra. Antonia lo soporto. Ellos llevan en su haber más de cincuenta años de casados civilmente, dos hijos que ya les han regalado nietos y mil historias que juntos han sabido sortear. Ella de blanco, visiblemente emocionada; él con la sonrisa de siempre, la de un tipo bonachón. El cura es un italiano de sonrisa franca, de semblante sencillo y amigable. Su liturgia es una de las más bellas que he escuchado, una de las pocas donde no me he dormido. – Hay regalos que Dios nos ha dado, uno de ellos es la vida. Todos los días debemos dar gracias a Dios por tener una nueva oportunidad para ser felices. Como consejo, dejar las pantuflas debajo y en el centro de la cama, para que en las mañanas, en el ejercicio de buscarlas, nos arrodillemos y aprovechemos la oportunidad para orar. Otro regalo de Dios es el amor, el amor de verdad, no el de Disney; ese amor que te invita a buscar la felicidad del prójimo, con paciencia y desinterés. Y la familia, donde siempre estaremos cobijados en amor – predicaba. Felicitó a cuatro de las cinco parejas porque eran de avanzada edad y explicó que nadie debe casarse por compromiso, sino por amor. Y casarse a los setenta años no trae consigo ningún tipo de dudas, ningún tipo de carga que no sea la bendición de Dios y la promesa de acompañarse hasta el final. Dicen que nosotros los humanos tenemos dos fechas importantes que celebrar: el día en que nacemos y el día en que descubrimos para qué hemos nacido. Y para esto segundo, es indispensable hacer uso de los valores, o sea, de las cosas que tienen valor: amar por ejemplo. Disfruté cada palabra, porque no habló de religión, habló de Dios, de ese Dios que te quiere ver feliz, de aquel Dios que no castiga, un Dios muy distinto al del que habla la mayoría. Salí poco antes de que se terminen de tomar fotos, detrás de la primera pareja de esposos. Afuera todas las familias juntas (las de los cinco agasajados) esperaban con arroz en mano, bandas de música, serpentina, juegos artificiales y toda la hora loca anticipada. Fui premiado cual novio, felicitado, abrazado y salpicado por todo lo que me arrojaban. Nunca antes tan cercano al sacramento del matrimonio huí despavorido. Ya en la recepción y azuzado por un par de piscos sours, me dejé llevar por aquellos dos tórtolos de avanzada edad y me conmoví con cada gesto de amor: con sus palabras que hablaban de la bendición de estar ahora sí en la gracia del Señor, del pequeño baile que prepararon de manera tan tierna y del bouquet que lanzaron para cumplir con las costumbres. Los músicos ingresaron al ritmo de boleros, interpretando todo con guitarra y cajón. Quién diría que Micaela me regalaría a un mes de su llegada la pieza de baile más linda de mi historia, cogiendo con su pequeña manito mi dedo pulgar y recostando su cabecita en mí regazo. Yo era el novio enamorado.
No tenía ganas de ponerme el terno, y me vestí como quise. No quería asistir a otro matrimonio y disfruté de todas las ceremonias: La del cura italiano y su estupendo sentido del humor y la de dos gallardos amantes. No pensé bailar y Micaela me llevó danzando a las nubes. No quería que se juegue la final de la Libertadores y todavía no tiene fecha, ni estadio, ni garantías. Todos celebramos el amor a nuestra manera, y aunque no sea una de sus finalidades, también lo sufrimos.