lunes, 27 de agosto de 2012

Soy quién sabe

Tengo un grave problema del cual antes de olvidarme, deseo comentar. Estuve varias veces borracho, perdido por ahí sin saber quién era. Anduve por las calles olvidadas bajo el efecto del alcohol. Me contaban lo que había hecho, un leve suspiro de la noche anterior me visitaba como visita al mar el viento. Recordaba entre risas y asombro lo que al día siguiente se convertía en anécdota. Anduve algunas veces bajo efectos de otras hierbas, y descubrí lo que desconocía de mí. Baile sin música, hablé sin razón; sufrí por musas perdidas y olvidé quién fui. Con el tiempo, estás costumbres bohemias fueron perdiendo ritmo y gracias, por lo que la curiosidad se volvió conocimiento y opté por un cuidado más diplomático y responsable. Con esta nueva posición nocturna empecé a bajar las dosis de adrenalina y de alcohol en mis venas. Opté por ausentarme de ciertos compuestos que seguro no me llevarían a nada bueno y a los cuales no extraño, creo. Entonces empecé a tomar conciencia sobre los espectáculos que realizaba y de las acciones que podía cometer en un estado del cual no tenía ni control ni prudencia. Empecé a cuidarme de los demás y de mí mismo. Bueno, la madurez es una mierda que te vuelve más aburrido y a la vez te evita problemas que a la postre y con los años, pueden volverse errores irremediables. Pero sucede que a pesar de tantos cuidados y ausencias de la vida loca, uno sufre trastornos inevitables. Pasada la media noche, y aún sin una gota de alcohol paseando por mi organismo, pierdo noción del tiempo y del lugar. Es una estado inconsciente en el que me hallo y del cual recuerdo poco al día siguiente. No sé dónde anduve el fin de semana y tampoco sé con quién, no recuerdo las calles transitadas ni la música que escuché. Sólo sé que no bebí lo suficiente y que esa noche la muerte no me encontró. Pero mi memoria está tan jodida como la selección de fútbol; puesto que también he olvidado cosas básicas en la vida de este fugitivo que busca un lugar en cualquier lado. He olvidado que amo a Fito Paez y que su música me vuelve un loco feliz. He olvidado cantar sus canciones revolcándome en la cama; y gritando en un concierto íntimo para mí mismo. Olvidé lo delicioso que es leer un libro por las noches, en especial si es uno de Jaime Bayly. Olvidé lo bien que me hace leer porque tiene réplica posterior al escribir. Hablando de escribir, hace cuánto que no lo hago. Para ser un escritor hay que escribir, aunque sean las idioteces que adornan este blog, debo de ejercitar ese músculo invisible para fortalecer una costumbre que sirvió de terapia y me salvó de la locura varias veces. He olvidado lo increíble que es celebrar un gol en la hora cuando el tipo antipático que siempre nos roba unos minutos nos viene a decir que se acabó el tiempo y saber que la apuesta se queda con nosotros. Lo delicioso que es caminar por las calles cantando como loco o mirando a la gente pasar. Olvidé lo rico que es tomar un café tibio en casa antes de dormir. Lo bien que se siente estar en absoluta soledad con todos durmiendo y yo asaltado por un pensamiento extraño que puede terminar plasmado en papel. Arranqué de mi memoria las tertulias adoradas sentados en grupo por las noches hablando de esos secretos que no sé guardar y riendo a carcajadas de la vida, que por muy miserable que se presente, siempre arranca sonrisas. La radio junto a la cama. El libro que no puedo escribir. La moda loca que nadie comprende pero que siempre me gusta lucir. Los pasos improvisados en el pasadizo. Las noches de desvelo donde no me tienta ver la televisión. Dormir de corrido diez horas. Escribir poemas que morirán antes que yo e incluso con menos gloria. Un gesto de cariño. A mi madre. He olvidado quién soy y me he convertido en quién sabe. Antes la muerte era un final perfecto y temía con furia loca a lo que hoy viene a ser la vida, una vida que mal llevo porque quizá maduré y no me di cuenta, porque si me daba cuenta, probablemente me mataba. Dejé de ver el futuro con optimismo para refugiarme en un pasado glorioso que nunca volverá. Ese es el primer síntoma de que algo ya no anda bien y que los estragos del camino andado son irremediables quizá. Me olvidé de tantas cosas que hoy me cuesta acordarme del tipo bonachón que se enamoró del día a día y veía el mañana como un regalo inmerecido del cual sólo se podría sacar provecho con una sonrisa sincera. Quiero morir viviendo, morir con una sonrisa, morir escribiendo, burlarme de la vida, morir durmiendo, morir amando. Quiero acordarme de esto mañana, y si puedo estar borracho, mejor. Quiero traer de vuelta a ese niño que solté de la mano y se perdió en una avenida transitadísima y de mucho cuidado. Quiero reír sin complejos. Que las arrugas, la caída de cabello, los achaques me visiten todos juntos si quieren, pero que nunca, nunca; me abandone esa conchudez con la que llegué al mundo, me pasee elegante y que los envidiosos llaman suerte. Tengo un problema en la cabeza que me impide ser quien soy y me obliga a ser quién sabe.  Si mañana me muero creo que será porque me olvidé de que estaba vivo.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Pekeña

Nunca le escribieron una carta de amor, a pesar de creer haber estado enamorada tres años de su vida. Fue maltratada por aquel hombre que supuestamente la amaba y nunca le escribió una carta, sobre todo a esa edad. Tenía diecisiete años aproximadamente y perdonó infidelidades que ella prefería ignorar. Al parecer no sólo entendió que es mejor soportar algunas cosas para llevar la fiesta en paz, sino también, se acostumbró a la situación. Se acompaña de un oso tuerto, con cara de buen tipo. Lo engríe como si fuera su hijo y de hecho, me ha confesado muy segura de sí, que no se lo regalaría absolutamente a nadie que no fuera sangre de su sangre. A pesar del caos en el que vive en su cuarto, la facilidad con la que se encierra por días en su habitación sin salir a comer y la flojera que la caracteriza para servir al próximo, es una chica muy capaz. Lo sé muy bien porque la he escuchado levantarse muy temprano a pesar de haberse acostado muy tarde o haber sido victima de un insomnio muy jodido la noche anterior. Se levantaba con una fuerza de voluntad que admiro para ir puntal a sus clases de idioma. Tiene un aspecto de niña buena, de hecho, nunca he visto ese brillo que guarda en sus grandes ojos, un brillo especial que realza su mirada. Tras esa niña encantadora de metro cincuenta con vuelto pendiente, también hay una fierecilla aparentemente indomable que sabe defenderse y que puede sustentar con pruebas fehacientes las mil maneras en que puedes morir. Aquella pequeña señorita de mirada angelical proporciona unas cachetadas certeras que ya sé esquivar. La Pekeña tiene un sentido del humor ácido, como me gusta a mí. Hace chistes crueles y a pesar de que el amor de su vida le proponga matrimonio no duda en mandarlo a morir a pesar de arrepentimientos nocturnos que a veces me sabe confesar. Aquella pequeña señorita de dientes de conejo, se sabe mujer y por lo tanto vende muy bien aquello que ha desarrollado con mayor prontitud y amabilidad. Tiene un grupo de secuaces amigas que han sabido invadir mi hogar y se han hecho de un espacio en mi guarida. Nunca pensé vivir con la Pekeña. A principios de año y por casualidades impensadas la necesidad la hizo aterrizar en este cuarto piso desde donde escribo estas líneas, por ende la obligó a compartir el mismo espacio que este ermitaño social. Su reinado en la anterior casa se vio modificado y lamentablemente su independencia se vio mancillada por mi presencia. Ha llegado a botarme sin asco de su habitación. A huir a refugiarse lejos de esta su morada para respirar un aire que no esté contaminado por los inquilinos que la rodean. A pesar de algunos malos tratos, también hemos llegado a compartir charlas de madrugada, tertulias entretenidísimas. Me ha cocinado refunfuñando su bondad. A limpiado sin ganas alguna mesa que andaba sucia buen tiempo. Me ha odiado cuando he comprado algo que para ella no era necesario para la casa o cuando faltaba a mis clases de inglés. La Pekeña llegó para entretenerme los días, para alegrar mi soledad, para consolar mis ausencias. La Pekeña ha llegado para dar otro punto de vista, para entretenerme haciéndome renegar. La Pekeña se ha metido en algunos problemas que ha sabido resolver con inteligencia y también a librado batallas que ha ganado con bríos (o felicitaciones públicas como le gustaría que le dijeran). Ha sufrido de amor conmigo pero nunca por mí. Ha matado su tiempo sin poder matarme aunque a veces sí quería. La Pekeña se a levantado tantas veces temprano para ir a clases de francés que ha terminado yéndose a Francia y abandonándome en este país aún más pequeño sin ella. Eso si, ha dejado la puerta de su habitación con llave (para que no usemos su cama para amar, porque tiene el colchón indicado para eso), la promesa de pagar igual los meses que se va ausentar, la amenaza de volver pero sin regalos. La Pekeña es para mí como mi esposa después de veinte años: parábamos juntos, discutíamos mucho, íbamos de compras, nos reíamos de vez en cuando, era mí copilota en el carro, dormíamos separados y jamás nos besábamos o teníamos sexo. Un perfecto matrimonio de dos décadas. Varias veces me señaló como su hermanito, y la verdad que así también me acostumbré a quererla, a verla como parte de mi familia. Mi madre que pocas veces se equivoca en el tema, se pronunció a favor de que viviéramos juntos, según ella porque se sentía más tranquila con su presencia y sus cuidados (como si la conociera). La Pekeña a partido a Francia con toda esa magia que la rodea. Se ha llevado a su oso de peluche tuerto y sus cachetadas por la noche. Ha dejado su cuarto cerrado y cubiertos sucios en la cocina. No sé si llegó a recibir una carta antes de irse, si alguien le dedicó algunos párrafos en una misiva breve o si llegó a leer estas pequeñas líneas. No sé si esto cuente como una carta y si me dará entre sus recuerdos ser el primero que se dirigió a ella por medio de palabras escritas. Me hubiera encantado hacerlo a mano y que se llevase este miserable presente en papel, pero la despedidas no me gustan y menos con resaca. Por eso: “Je vous souhaite bonne chance. Je me demande Voya.”