martes, 30 de junio de 2015

El amante maldito

He de confesar que estoy triste; amarte a ti nunca fue fácil. Hoy soñé despierto, nunca tan lejano de la esperanza ni tan cercano de la convicción. A pesar de haber sufrido tantas veces por nuestros tropiezos, y de haber ganado tanta experiencia por esas cosas que siempre fortalecen, hoy una penita insidiosa, punzante, sincera, me invade en medio de la tranquilidad de la noche. Decoré mi casa con tus colores y me adorné yo también,  convencido de todas las alegrías, con todos los boletos comprados para vernos felices. Pero no pudo ser, esta vez no fuiste tú, no fui yo; esta vez aunque suene mil veces trillado, fue el destino que sigue llenándonos de experiencias poco agradables para terminar de hacernos fuertes, para pulir expectativas.  Pero como dice la canción: amores que matan, nunca mueren. Yo he decido no morir de amor, porque de otra no me queda. Porque cuando el amor no tiene cura, no queda más que seguir amando, aunque en ello, se nos vaya la vida. Entonces, cada vez que te vea, vestiré los mismos colores. Cada vez que se entonen tus notas mi mano encontrará mi pecho. Cada vez que te caigas, nos levantaremos juntos. Y cada vez que nuestro amor entre en penumbras, y las dudas de siempre vuelvan a asomar, y los mal intencionados encuentren un motivo para lastimarte, nos agazaparemos en el tiempo para buscar una  nueva oportunidad de ser felices, juntos, siempre juntos. Soy el amante maldito que aún cree en nuestro amor tórrido y tormentoso. Soy todavía el esclavo de tus caprichos, pendiente de tus momentos. El enamorado eterno, sin arrepentimientos, sin excusas tontas, que hoy sufre orgulloso de su dolor, de nuestro dolor. Los amantes malditos, como yo, como muchos otros que andan detrás de Ud., he de sufrir de amor. Nos volveremos a ver, y será como la primera vez. Dormiré con mi tristeza, pero orgulloso de mi amor por ti. Hasta que mi corazón se canse de latir, y quizá un poco más de aquella posibilidad: Te Amo Perú...   

martes, 23 de junio de 2015

Coral

Rarísimo. Que estemos tú y yo en mi habitación, en tan cálido ambiente, solos. Tu presencia femenina ha caído de mil maravillas en la casa y yo he empezado a cogerte un cariño desinteresado, sin maldad, inusual: rarísimo.  Si he de aprovecharme de algo en esta, nuestra soledad casera, es de tu confianza y nada más. – Te pido las disculpas del caso, por si es que ya has tenido la desafortunada experiencia, de verme rascándome los genitales en la casa, y no por encima del pantalón de turno, sino metiendo mis delicadas manos en la entrepierna, de manera tan desagradable e intuitiva. No sé qué me pasa, ni en qué momento adopté manía tan impropia, pero me he sorprendido varias veces, con personas ajenas al departamento, en tan incómodo ejercicio, disculpa, en serio. Si me ves en tal situación avísame con toda la confianza del mundo, recuérdame que no está bien y que si lo hago, me lave las manos, por favor, te lo agradeceré. Cuando dormimos juntos, ¿ronco? Yo creo que no, pero no puedo afirmar eso, ¿es ilógico verdad?, ¡estoy durmiendo! Ya pues, dime. O quizá peor, me muero de la vergüenza. Quizá y tiendo a lanzar flatulencias, eso si no tiene perdón. Es que no sé qué me pasa, ando rejodido con los gases. Me hincho como globo y el pantalón me empieza a apretar y siento estallar. Despierto guardo compostura y me despojo del mal con discretas ventosidades, obvio que en absoluta soledad. Pero supongo que en la noche, en estado de inconciencia total, despojo literalmente, lo peor de mí. Si fuera el caso, y recurriendo a la confianza que empezamos a tener y a tu sinceridad, despiértame. Yo abro la ventana, recurro a cualquier aromatizante y asisto a un lugar adecuado  para aliviar mi pesadez. A pesar de esos impases que espero corregir te veo bien. Con las pocas semanas que tienes por acá, veo que has tomado de manera natural posesión de la casa. Estoy feliz de que sea así. Más bien, déjame felicitarte. He visto pocas veces alguien tan limpia como tú. Todo en su lugar. Tu delicadeza me tiene encantado. Otra pregunta: ¿me ves viejo? ¿Qué edad me echas? Mejor no me respondas porque sé que por educación no me vas a decir la verdad. Yo me veo fatal. Compré y armé esa mueble para hacer deporte por gusto, ¿si recuerdas no?, yo en el piso haciendo mi mejor esfuerzo y tú dando vueltas, viendo con curiosidad. ¡Por gusto! Me resigno a ver como mi barriga gana terreno, se agiganta con el tiempo. Me veo desnudo en el espejo y me deprimo. Mi cabello también está fatal. Suerte que no nos conocíamos hace un par de meses, cuando una venezolana confianzuda arruinó mis expectativas y me cortó como cualquiera de esos peloteros confundidos: bien pegadito a los costados y en el medio, una mata de cabellos extravagante. Te hubieras matado de la risa. Yo me quería morir, matar a alguien. Como te comentaba, me veo gordo, cada vez menos cabello, y encima pedorriento. Cruel mi destino, no te parece. Estoy cediendo al tiempo. Ahora tomo energizantes para el trajín del día y relajantes para dormir. Yo que no tomaba ni pastillas cuando estaba enfermo. Otro síntoma de vejez prematura. En cambio a ti te veo saltando y corriendo, te veo bien. Aprovecha tu juventud, en verdad es un tesoro divino. Pero cuéntame algo: ¿Todo bien? ¿Qué te parece el vecindario? ¿Sientes frio en las noches? ¿Te molesta algo? ¿Soy muy espeso, no?  Nada. Ya no te fastidio con mis cosas. A veces es bueno conversar y tú tienes ese don que pocos tienen, el don de escuchar.  – Le confieso, le cuento mientras ella me mira, siempre reposando sobre mi cama. Sus ojos grandes, atentos a cualquier movimiento, con sus ojos preciosos cerrándose de rato en rato pero escuchándome. Siento incluso que lo haces con cariño. Gracias por tu compañía Coral.