lunes, 27 de octubre de 2008

Lo que me gusta

Me gusta escribir, me relaja, me libera; no me gusta mi letra, es tan indescifrable como yo. Me gusta comer rico, antojitos; no me gusta tener que pagar por ellos, porque suelen ser caros. Me gusta dormir hasta tarde, todo el día si fuera posible; no me gusta que me despierten, perder el sueño, dejar de dormir. Me gustan las chicas, las bonitas, en especial las que no me hacen caso; por lo tanto, me gustan todas. Me gusta jugar al fútbol, hacer piruetas con el balón; no me gusta que alguien juegue mejor que yo, que me haga las piruetas a mí. También me gusta ver el fútbol, su alegría; no me gusta verlo cuando juega Perú porque todo es tristeza. Me gusta ver a las chicas nudas, sin una prenda; no me gusta verme desnudo, quito y pierdo cualquier apetito sexual. Me gusta leer, pero no a García Marquez, porque no tengo ni un ápice, ni una nonada de imaginación y no sé si Macondo es el personaje principal o un sueño de Arcadio en un buen día después de cien años con Soledad. Me gusta escuchar música, a menos que sea reguetón, bachata o alguna chica- cumbia que como plaga abunda en las radios. Me gusta creer que Dios me quiere pero no pienso ir a misa. Me gusta llegar primero a la meta pero no que me la meta el primero que llega. Me gusta, me encanta mi desorden pero detesto el desorden de mis primos porque es avasallador. Me gusta cocinar pero no comer lo que cocino. Me gusta comprar mucha ropa bonita y moderna, pero no me gusta lavarla. Me gusta el vodka, pero no la resaca del día siguiente. Me gusta dar la contra, por eso necesito estar rodeado de gente. Me gusta joder, para eso he nacido; joder de día y sobre todo, joder de noche. Me gusta cagar en casa porque fuera de ella no hago nada de nada. Me gusta que me toquen pero no tocarme, lo hago pésimo. Me gusta andar impecable pero no tengo apuros en bañarme. Me gusta conversar con la gente; no soporto que no se callen. Me gusta hacer de maricón pero no me gustan los hombres. Me gusta la noche, pero no tanto lo que esconde. Me gustan las enamoradas de mis amigos pero no que estén con ellos. Me gusta cobrar a fin de mes pero no me gusta trabajar. Me gusta que me abracen, me besen, me engrían, me digan que me quieren; no me gusta cuando mi amigo se ofrece a engreírme. Me gusta robar sonrisas, carcajadas, celulares y billeteras. Me gustan Los Simpson sin peros que valgan. Me gusta culturizarme, aprender, pero detesto olvidar a los minutos. Me gusta el poder pero no la política. Me gusta el dinero pero no gastarlo. Me gusta andar enamorado aunque el miedo me carcome. Me gusta la idea de una familia feliz pero no quiero casarme ni tener hijos. Me gusta tener muchos amigos y conocidos pero no tener que llamarlos en sus cumpleaños. Me gustan los poemas pero no los que escribo. Me gusta experimentar pero no que me experimenten. Me gusta soñar muchas cosas pero no regresar a la realidad. En conclusión: me gusta escribir, me gusta Los Simpson, me gustan las canciones, me gustas tú.

lunes, 20 de octubre de 2008

Apuntes

-¡Aló!

- Buenas noches. Disculpe. Con la señorita Grace por favor.

- No, no se encuentra. ¿Con quién hablo? ¿De parte de quién?

- Si disculpe, llamamos del banco.

- ¿Qué banco? No, se ha equivocado, aquí no vive ninguna Grace.

- Señora, disculpe. Hace un rato llamamos y me indicó que lo vuela hacer en media hora.

- No, se ha equivocado. ¿De qué banco llama?

- Del Banco de Crédito señora, lo que pasa es…

-Un ratito, voy anotar (pasados unos segundos) Ya, como le digo, mi hija no se ha sacado ningún crédito.

- No señora, lo que pasa es que ha ocurrido un percance con la tarjeta de crédito de la señorita Grace, y el sistema arrojó su nombre y este número telefónico.

- Tarjeta de crédito… ya un ratito, voy anotar (segundos después). Ya ya ya… qué más.

- Bueno, por error hemos cancelado su deuda de dólares por soles. Lamentablemente esto perjudica a la señorita Grace.

- No señor, mi hija no tiene tarjeta de crédito. Se ha equivocado, está en error.

- Señora por favor, es urgente. En el sistema está el nombre de su hija.

- No, no tengo hija.

- Pero hace un momento me dijo que era su hija.

- No señor, está en error. ¿De qué banco es?

- Banco de Crédito señora.

- Ya un ratito, voy a anotar.

- Señora, ya lo anotó… (Después de unos segundos)

- ¿Con quién hablo? ¿Cómo te llamas?

- Leonardo Dosantos señora, lo que pasa…

- Ya un momento, voy a anotar (pasado unos instantes) No señor, como le digo, se ha equivocado.

- Pero señora, hace un rato me dijo que volviera a llamar. Sólo necesitamos el voucher para hacer el cambio y efectuar el pago de la manera correcta.

- No señor, se ha equivocado… ¿qué es voucher?

- El papelito que certifica el pago señora.

- Ya un ratito, voy anotar. (Después de unos segundos) Ya, ¿qué pasó?

- Señora, en la tarde vino un señor a efectuar ese pago. Sólo necesitamos el voucher. Me dijo que el señor llegaba en media hora.

- Si, está durmiendo. No lo puedo despertar.

- Pero tan temprano señora, recién son las siete de la noche.

- Si pues, acá duermen temprano.

- Bueno, disculpe. Podría comunicarme con la señorita Grace por favor.

- ¿De parte de quién?

- Señora por favor, ya le di mi nombre, es urgente.

- Ya un ratito, voy a leer lo que apunté.

- ¡Aló! ¡¿Señora?!

- Si, acá no vive nadie.

- Señora, por el amor de Dios, es urgente.

- No, se ha equivocado señor, acá no vive ninguna Grace; aparte mi hija no tiene ninguna tarjeta de crédito.

- Pero señora, entonces si vive ahí la señorita Grace. ¿Su hija verdad?

- No, no tengo hijas

(Se escucha una voz femenina de fondo que pregunta: -¿Mamá, con quién hablas?- Mientras yo intento gritar para me escuche)

- Con nadie hijita, anda descansa nomás.

- Señora por favor, comuníqueme con la señorita Grace, es verdaderamente urgente.

- ¡Que acá no vive ninguna Grace!

(Mamá… me llaman a mí, pásame el teléfono, esa costumbre tuya)

- ¿Aló, con quién hablo?

- ¿La señorita Grace?

- Si, con ella habla.

- Gracias a Dios. Disculpe, Leonardo Dosantos del Banco de Crédito. Llamábamos para…

- Un ratito, voy anotar…

lunes, 13 de octubre de 2008

Histora de una combi

Veo el reloj y avanza sin compasión. Voy a llegar tarde otra vez a mi trabajo y como estoy seguro de eso no me apresuro. Tomo la misma combi de siempre y me siento atrás, bien atrás para que ninguna señora de edad me obligue con la mirada a darle mi asiento. Pienso en tantas cosas en el bus, siempre sentado al lado de la ventana; lacónico, meditabundo, casi melancólico. Pienso en las personas que ya no veo, que descansan de mi presencia. Pienso en el futuro incierto que me aqueja, que me asusta. Pienso en el amor, ilusionado pienso en el amor. Pienso en el porqué de las cosas: ¿por qué estoy aquí?, ¿por qué no hice tal o cuál cosa?, ¿por qué no se han bañado estos sujetos? En la combi invento mil historias: soy un gran jugador de fútbol y le doy un par de mundiales a mi selección; soy un cantante exitoso; un escritor bohemio; un galán, un galanazo que se levanta a todas las chicas sin conocerlas, con una mirada, un guiño de ojos que practico distraído mientras la combi está parada en una esquina por el semáforo y el policía me mira asombrado, y yo tonto, aún distraído, sigo guiñándole el ojo. Termino de pensar y el carro está lleno, full, con gente ya colgando de la puerta y yo asfixiándome por el calor y los olores. Ya hay un par de señoras que me miran con cara de desagrado y yo me hago el loco. La calle está cerrada, hay una manifestación y el chofer decide cambiar de ruta; va hacia la derecha, sube unas cuadras y se arrepiente regresando por el mismo camino mientras los pasajeros le dicen que eso debió hacer desde el principio. Llega a la avenida de donde vinimos y nos topamos con la turba de manifestantes. Después de dar cinco vueltas al mismo óvalo decide retomar el camino dejado, por lo que los pasajeros no dejan de recordarle a su madre. Pienso en que ser chofer es jodido, más en Arequipa donde hay bastante arequipeño. El tráfico es terrible. Sube una señora de edad y le cedo el asiento en contra de mi voluntad, por educación, mérito de mi madre. Voy parado, mi cintura doblada en dos, mi cabeza golpeándose con el techo de la combi mil veces, con la cara cerca del sobaco de un cholo criminal enemigo del desodorante. No veo donde estoy, el olor me ha mareado, el calor sofocado y después de tantos golpes no recuerdo a donde iba. El cobrador me mira de reojo, de una manera no muy disimulada; logro reconocerlo, he jugado algunos partidos de fulbito con él por mi barrio (que no es mío obviamente). Pienso que quizá y no me cobra el pasaje. Lo hace y no me da vuelto, me recuerda que le adeudo una apuesta por el último pardito que jugamos, donde por supuesto, salí huyendo después del gol final. Me da sueño, estoy quedándome dormido y los respingos sorpresivos, los golpes intransigentes me despiertan. Siento una mano extraña en mis nalgas, una mano amiga y cariñosa que descansa en mis posaderas, volteo y veo a una señora que no sabe donde ponerla mientras pide disculpas sin moverla. El chofer está en otra, cantando a viva voz todas las cumbias, perdido en alguna pollada pasada, alucinando como yo miles de cosas. Escucho variedad de conversaciones: sobre el dólar, sobre la última convocatoria de la selección, que la plata no alcanza. Suben un par de chicas con empandas de carne, rellenas al extremo de cebolla y yo no aguanto más, grito: -¡baja!- inmediatamente. Luego de salir de aquella lata de sardinas tomo aire profundamente pensando en la descabellada idea de regresar a pie.

martes, 7 de octubre de 2008

Las palomitas no volaron

No sé si ver la película, a ella que está lindísima o al impertérrito recipiente de palomitas que en un acto de mezquindad invertida me atreví a comprar. Hace buen tiempo que no salía con nadie, hace tiempo no iba al cine, nunca me gustaron las palomitas. Tenía tremendas ganas de ver aquella película cursi, novelesca que sólo se disfruta a plenitud con la compañía adecuada (no con un amigo que parezca tu pareja). Ella es una loca guapa, que sin temores se desenvuelve por el mundo con una naturalidad única, metiéndose donde no debe, actuando sin tapujos, con un brillo pícaro en los ojos. No hablamos mucho porque la película amerita un silencio medianamente intransigente. Pedí el embase más grande de palomitas de maíz para engreírla, para tratar de sorprender, para sentir que estaba a la altura de la circunstancia. Ella se sorprende un poco prometiendo acabarlo sí o sí, cosa que nunca cumplimos. Empiezo a atisbar de vez en cuando, la miraba de reojo en la sala de cine, ahora con su cabello recogido, a media cola, cayendo de una manera coqueta, con unos lentecitos hechos para ella, tan parecida a una secretaria moderna con la cual cualquier jefe estaría dispuesto a escaparse. Miraba la película (que no supero mis expectativas) con ternura, porque hay algo dentro mío que me obliga a querer y ser querido, un sentimiento de amor reprimido que aflora en circunstancias como ésta. La veo calladita, sonriendo y adivinando un posible final. Como y como las palomitas que nunca se acaban, como por inercia y siento que ya no puedo, pero sigo comiendo. Ella come delicada, sin apuros, ya olvidando su promesa de terminar todo. Nunca había comido tantas palomitas en mi vida. Mi boquita me quemaba por la sal y mi estomago reñía a muerte por mi obstinación de seguir comiendo. Ya no podía, paraba de comer y ella traviesa me miraba y decía con la dulzura que la caracteriza: - come Leíto, tenemos que acabar-. Yo sonreía como un tonto metiéndome un puñado de palomitas a mi boquita quemada. Veo el recipiente y no disminuye nada y la película no se acaba y pienso que ni viendo cinco películas de larga duración terminamos. Concluyó la peli y nosotros esperamos que la gente se pare y retire. No sabemos que hacer con todas las palomitas. Ella vuelve a mirarme, se ríe y coge un puñado de palomitas y las tira haciendo una lluvia de maíz, yo me lamento por ser tan pavo y no tener el coraje que ella tiene y hacer lo mismo mientras observo encantado. Vuelve a repetir l a travesura, se mata de risa y decide concluir. Aún quedan muchas palomitas que llevo a casa. Ella me habla de sí, asombrándome mucho más, no sólo es linda, también muy inteligente. Me recuerda al tontuelo cursi que fui alguna vez, y es que es muy fácil enamorarse cuando hay chicas como ella. La dejo en su casa, le doy el besito respetuoso que se merece en la mejilla y me siento un niñito chúcaro y tímido. Regreso a casa con mi boquita quemada por la sal, ilusionado con su mirada, encantado por la noche, con un principio de intoxicación y la esperanza de volver a verla.