jueves, 21 de febrero de 2019

Maldita ternura

Sus cabellos cortos y sus lentes de abuelita en vez de avejentarla le dan bríos de juventud; esto acompañado de su metro sesenta de estatura y su contextura delgada por naturaleza, aparenta incluso ser menor de edad. Elsa es una jovencita no tan jovencita que parece un conejito tierno y hasta asustado, es un dibujo animado que guarda un secreto que la persigue todos los días: odia a las personas. Ella trabaja como supervisora en una empresa de seguros muy conocida: “La Protectora”, donde se encarga de gestionar a sus asesores. Ella era asesora también, y a pesar de sus buenos resultados y la aparente facilidad para el puesto, no aguantaba el contacto con personas desconocidas, darles la mano, saludarlas y sonreírles sin conocerlos. Llamadas clandestinas con la finalidad de absolver una duda y/o consulta referente a clientes que incluso odiaba desde el primer minuto que los vio. Elsa corría al baño a renegar, a echarse un poco de agua en su carita de niña buena para disminuir el bochorno de ser buena gente, gel desinfectante en las manos para matar todas las bacterias contraídas antes que las bacterias la maten a ella, mientras maldice uno por uno, con nombre y apellido a todos los clientes que atendió. Ante la gente, Elsa es un alma pura. Se le acercan a contarles sus cosas, sus secretos, sus experiencias, a hacerle conversación por las puras debido a que para todos sus compañeros, clientes y hasta personal nuevo, ella representa una buena compañía. Ella los ve llorar, reír mientras escucha las historias sin importarle un pepino los acontecimientos ajenos. Se aburre cuando las historias son largas. Responde al silencio de la conversación con un: “Eso te pasa por animal” / “Quién te dice que seas tan bestia” y sus infidentes invitados se ríen a carcajadas festejando su sentido del humor ácido mientras ella reniega en su interior pensando mil maneras de darle fin a esa vida inútil que se presenta frente a ella. Elsa, por esa estrella brillante que la acompaña y sus buenos números, ascendió la segunda vez que lo intentó. La primera fue una frustración absoluta, lloró por días en la oscuridad de su alcoba. Estuvo a punto de renunciar y/o enjuiciar a las personas que la habían entrevistado. Los nervios le jugaron una mala pasada. Para su segunda oportunidad practicó por días las respuestas a preguntas que ya conocía y fue con una sonrisa de oreja a oreja y un moño de color morado que revestía sus cabellos y le daba un toque de ternura adicional. Impostó la sonrisa más bonita y falsa que tenía y no se quedó callada nunca, se rió de los chistes tontos de los entrevistadores y pasó primera. Elsa asumió el puesto de Supervisora en la oficina principal de aquella ciudad, una oficina que duplicaba el número de asesores de la anterior agencia de donde la despidieron incluso entre lágrimas, recordándole que siempre sería parte del equipo y que la iban a extrañar, a echar de menos. Ella los odió por última vez y le dijo que por favor no la estén molestando con sus solicitudes, que no quería escuchar nunca más sus horribles voces, ni por teléfono; a lo que su público respondió con una sonrisa cómplice, aplaudiendo su última gracias; no entendiendo la seriedad con la que ella hablaba. Elsa fue a su primer día con temor, con el mismo temor que siempre la embarga cuando se encuentra con cambios fuertes en su vida. Todos la miraban tan raro como ella los miraba a ellos. – Es demasiada gente – pensaba. – Yo odio la gente – se recordaba mientras su consuelo era que ya no tenía que tratar con clientes, ahora sólo eran veinte asesores a su cargo, a los que podía mangonear como le diera la gana: negarles el habla, expectorarlos de su oficina a mitad de historia si le daba la gana, total ella era la jefa. En sus cavilaciones maquiavélicas fue interrumpidas por un ser de contextura gruesa, una especie de niño oso que con una enorme sonrisa y una corbata roja se presenta ante ella: - Hola, soy Beto, también supervisor - a lo que ella respondió con un escueto: -Hola- bajando la mirada hacia su monitor para evitar palabras. – ¿Tú eres Elsa verdad? - le preguntó con la sonrisa intacta, como dibujada. A Elsa se le soltó el estómago instantáneamente, como una pequeña carga eléctrica de su cerebro hasta su vientre, que la hizo decir su nombre rauda y desaparecer camino al baño. Beto es el típico “Ñoñito” de la agencia, siempre correcto, pegado a la letra. Almuerza su hora y media exacta, llama la atención por detalles como el tamaño de las uñas, el exceso o falta de maquillaje a las chicas, los zapatos sucios, la raya mal hecha en el pantalón. Todas sus fotos en redes sociales son sobre el trabajo, sobre los nuevos objetivos de la empresa y lo motivado que se siente. Esto, sin mezquindad alguna, enerva la existencia de Elsa que prefiere a todos sus ex compañeros juntos contándoles sus historias que la sola presencia de Alberto Bueno, más conocido como Beto. Aunque Elsa intenta respirar, meditar, calmarse con la música que escucha (que escucha todo el día para desconectarse de la gente), no puede evitar verlo frente a ella, sentado en su escritorio. Sólo ve su nuca, que debido a su corte al ras, parece que formara otra cara por lo mofletudo de su contextura. Elsa está al borde de una crisis porque no puede más. Por las noches se sueña con él, con su nuca. Se lo cruza en el horario de almuerzo y se le vuelve a soltar el estómago, ya no puede almorzar tranquila. Para evitar pesadillas se auto gestiona el insomnio y por las mañanas es un trapo con lentes, llega a la oficina con los ojos rojos, se sienta en su sitio esperando la muerte y cuando cree que no se puede sentir peor, encuentra la nuca de Beto, quien voltea de casualidad cruzando miradas, Elsa no le quita la vista, lo mira fijo mientras lo insulta con el pensamiento. Beto le sonríe. Todos estos acontecimientos dolorosos se los cuenta a su nuevo psicólogo, a quien ha contactado recientemente porque no puede más con su vida. Le habla de la nuca de Beto, de la sonrisa de Beto, de su insomnio y su reciente cariño por el alcohol, el cual bebe en una tasa de Star Wars en su cuarto, abrigada hasta el cuello, siempre sola. Roberto, su psicólogo nuevo, apunta todo despacito. Él es un joven profesional de peinado perfecto, con la raya al costado. Usa lentes que lo hacen ver muy intelectual. Tiene los ojos verdes y aspecto de niño aplicado. Su camisa blanca lo hace ver como un colegial pío y dócil. Espera paciente a que Elsa desahogue, limpie su alma. Está atento al silencio de su paciente para emitir su punto de vista, puesto que ya sabe la terapia que le va a recetar, el compromiso que van a pactar en su primera sesión. Él tiene la solución a todos sus males. La respuesta la tiene anotada al final de la hoja y en mayúsculas. No tiene dudas, su último apunte dice: ¡MÁTALO!