jueves, 4 de octubre de 2018

El ángel en la nube

Tengo la fuerte sospecha de que los ángeles desde el cielo se sientan en una nube y miran a la gente pasar, tambaleando sus pies desde las alturas, como quien se sienta en lo alto de un muro a ver qué hay del otro lado. Con la misma suspicacia de la sospecha anterior, siempre he creído que en el paraíso se maneja un sentido del humor ácido, pícaro, particularmente pintoresco y que nos miran a diario como si fuéramos una serie de Netflix, una serie inspirada en la comedia, con la que se ríen, se pegan y no pueden con la curiosidad del qué va a pasar. Así también, como en las series que miramos, ellos escogen dentro del tumulto de gente que observan, a sus personajes favoritos, a esos que aparentemente son más simpáticos o todo lo contrario; y conciben en su imaginación los posibles finales y/o desenlaces que estos pueden ofrecer, que se pueden dar. Maquinan las posibilidades, las historias, los momentos jocosos que ellos pueden regalar. Bajo esta teoría, alguna vez me comentaron que estos ángeles curiosos, son quienes escogen a sus padres, a sus personajes favoritos dentro de la serie en la que ellos serán a posterior protagonistas. Sólo imagínense que esta teoría de que tu hijo o hija te haya seleccionado desde lo alto de una nube, te haya escogido con todos tus defectos y virtudes, haya aceptado heredar esos rasgos que puedes llegar a odiar y te haya confiado su estadía en este mundo terrenal: ¿no es halagador? Ahora yo, que soy en cualquier serie emitida, por lo menos un personaje secundario, es quizá el mejor reconocimiento que pueda recibir en mi discreto paso por este mundo, el más honroso de los reconocimientos. Mi instinto paternal, siempre desenfocado, desde mi tierna juventud ha querido tener entre sus brazos una rubia inspiración de cabello largo y risa celestial. Ha visualizado a aquella niña rubicunda correr entre los jardines regalando una sonrisa mágica, contagiosa, milagrosa. Quería una niña que me diga papá y me tome del dedo meñique antes de salir a pasear al parque y perseguir ardillas como cuenta el libro en que el personaje principal describía a su hija con dulzura. Que si se le antoja hacerme el peinado con dos colitas y gratis pintado de uñas, lo haga; que repita el cuento donde es una princesa y aprovechar el pequeño lapso en que me concederá el privilegio de que yo sea su príncipe y que piense en mi primero cuando se tenga que bailar la primera canción de la fiesta. Siempre he creído que mi imagen varonil sólo resaltaría con la presencia de una pequeña niña y que si me tocaba niño no iba a tener el temple, la condición, el temperamento de encaminarlo, de darle una formación con carácter para que sea un hombre de bien. En cambio a la niña se le podía criar siempre con besos y abrazos, con cariños, con mimos, con simple y puro amor sin mayores condicionantes. Por suerte lo del pequeño no es tan real, Ezio me ha ayudado a romper ese paradigma y me educa a diario con sus ocurrencias demostrando que todo es más divertido así y que no importa si es hombre o mujer, lo que importa es que se haga con amor. Un niño continúa en calidad de angelito sus primeros años. Bajo la premisa de que antes de venir al mundo ellos nos atisban desde una nube y nos escogen como dadores de amor, tengo un compromiso lleno de fe, tengo un compromiso conmigo mismo a quien no puedo mentir. Puedo fracasar en lo demás: como pareja, como jefe, como amigo, como compañero y hasta como hijo (porque los hijos no somos lo que nuestros padres quieren) pero como padre no me permito el fracaso, no me permito el fallarles, el defraudarlos. Mi fidelidad a ellos es tanta que a menudo soy infiel conmigo mismo. No pretendo ser el mejor padre del mundo, sólo pretendo que ellos me disfruten y yo disfrutarlos y aprendan lo que tengan que aprender en base al amor, no guardarme ningún beso, ninguna caricia y recordarles a diario que los amo para que no tengan ninguna duda para cuando no esté. Los milagros pasan a menudo y quizá ni nos damos cuenta; yo mañana tengo una cita celestial, una reserva vip con un milagro, el que me invita a cumplir otro sueño más: conocer los rubios cabellos de un ángel llamado Micaela.