domingo, 14 de noviembre de 2010

Gracias

Sentarse frente a un papel y escribir sin pensar. Tratar de mantener en la mente la situación particular que acaba de ocurrir para después publicarla. Imaginar momentos hilarantes e inusuales con una locura misteriosa. Descargar mis cosas con total honestidad y furia y convertir traumas, alegría, tristezas y experiencias en relatos que estoy seguro volveré a leer en algún momento de mi vida. Quién diría. Esta es la Memoria número CIEN y en verdad, aquel cinco de agosto del dos mil siete, aquel domingo sin nada en particular, no imaginé que escribiría semana tras semana historias y pensamientos; que lo haría por más de dos años a la fecha, que llegaría a más de diez mil visitas (de las cuales no más de dos mil son mías), que recibiría comentarios de diferentes personas, que alguien en algún momento se diera la molestia de entrar en mi humilde espacio y hurgar entre mis Memorias. Comencé con “Ellas dicen que soy un Putito”, escribí mil tonteras, sobre amigos, amantes, familiares, enemigos (si es que los tengo); sobre momentos alegres, tristes, puntos de vista, burlándome de mí, de la vida; relaté secretos de otras personas, días malos, días buenos, días normales; escribí sobre mis ideales, mis desgracias, mis penas, miedos, la muerte. Algunos escritos son graciositos, otros tontos, la mayoría pésimos. Si hay algo que intento hacer bien es escribir. Todos los días pienso en la muerte y me da miedo no haber aprovechado bien la vida y no me gustaría morir sin saber que dejé algo por lo cual me recuerden siquiera. Quién sabe y quizá este blog sea en unos años Las Memorias de un Desmemoriado que ya no está. Si no logro terminar el libro que estoy escribiendo con la velocidad de una tortuga coja, quiero saber que este espacio logró marcar el recuerdo de las personas que de algún modo me conocieron e intentaron leer mis escritos. Gracias a mis fuentes de inspiración (pidiendo infinitas disculpas por el paupérrimo resultado), gracias a las visitas recibidas aunque hayan sido por curiosidad, pena, o para hacer escarnio de mi prosa miserable. Gracias a los que se atrevieron a dejar un comentario (es algo que me gustaría que hicieran más seguido) y el doble de gracias si este comentario fue sincero. Gracias a la vida por permitirme haber gozado de días buenos y malos y por haberme otorgado la peculiar osadía de escribirlos para compartir de esta forma, un poquito de mí. He sido muchas veces un tonto al escribir sobre personas que en verdad no les hubiera gustado pasar por mi blog. A ellos quiero decirles que no lo lamento y que si en algún otro momento vuelo a escribir sobre ellos, no crean que serán cosas bonitas. Si fui áspero y quizá me sobrepasé en comentarios o pensamientos, lo lamento (sólo un poquito). Este blog se ha convertido sin darme cuenta en parte importante de mis días. Me debo de alguna forma a esas pocas personas que se toman el tiempo en algún momento de su vida para pasar por aquí y leer con o sin interés mis Memorias. He intentado hacer de este blog un reflejo de mi persona; desde el fondo negro con letras blancas, hasta las imágenes y frases que acompañan mi espacio. Me he animado incluso a publicar algunos poemas en la parte inferior con las iniciales L.D. He perdido todo tipo de vergüenza y he aprendido a verle el lado bueno a todas la cosas, incluso hasta las que nos hacen llorar. Yo no me creo un escritor, ni un tipo con seguidores, ni un hombre dotado para las letras; simplemente encuentro la terapia perfecta para deshacer mi locura y tristeza en el hecho de escribir sobre eso que me hizo pensar o sentir. Incluso animo a las personas a intentar hacerlo y de publicarlo, no me pasen la dirección de su blog porque no ingresaré a leer nada. Sin duda alguna Dios sabe lo que hace y cuándo lo hace. Todas esas personas con las que me crucé o con las cuales compartí un pequeño momento o anécdota, sin duda alguna, fueron puestas por ese Dios misterioso y muchas veces incomprendido. En estas líneas sólo quiero manifestar de manera sincera que agradezco infinitamente las visitas realizadas y no prometo escribir diferente o mejor, sólo prometo no dejar de escribir nunca aunque deje de publicarlo. Memorias de un Desmemoriado se ha convertido sin querer en El Diario de un Miserable que busca o intenta ver el otro lado de la moneda. Mañana será otro día, y si abro los ojos y la fuerza me acompaña para acercarme a la computadora o tan siquiera a un pedazo de papel, intentaré escribir. Gracias por dejarme relatarles mis cosas, por leerlas y por estar ahí. Lejos de toda cursilería, GRACIAS TOTALES.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Me voy a morir solo

Yo he nacido sólo para joder, no para caerle bien a nadie y ni si quiera intentarlo. No me gusta mentir, menos a mí, por eso digo lo que digo, porque tengo una especie de promesa y tampoco me gusta faltar a mis promesas. Tengo muy pocos amigos, podría contarlos con los dedos de una mano, y tengo también pocas personas a las cuales quiero y no me avergüenza admitirlo. Pero son precisamente estos seres queridos, estas personas que me han conquistado con alguna cualidad o virtud, a las que más recelo les tengo y las que mayor cuidado me procuran. Creo no tener mucho enemigos, en verdad no me viene ninguno importante a la cabeza (los demás no deben existir). No tengo ningún cargo que resulte peligroso para otra persona ni tampoco creo ser una piedra en el camino de nadie. El hecho de encontrar este expediente de enconos y rencores en blanco, no es suficiente para permitirme estar tranquilo, pues es claro para mí que son aquellos pocos seres queridos los más peligros y a los que más cuidado les debo tener. De un enemigo puedo esperar que quiera hacerme daño, que quiera verme destruido o menoscabado. De aquellos tipos que me tienen envidia porque estoy en medio de su camino y no les permito alcanzar su propósito no espero nada más que ataques y amenazas. Pero son precisamente estos miserables, los que menos me preocupan porque al saberlos mis enemigos entiendo que debo de estar atento, preparado, en constante alerta por si su veneno mordaz intenta hacerme algún tipo de daño. De estos tipos malhechores y rastreros no espero más que odios y envidias, miradas frías y palabras virulentas. No me asusta ver su mano empuñada y en su cabeza la firme convicción de querer darme un golpe bajo. Aquellos que quieran ser mis enemigos sólo me procuran días de entretenimiento y de emoción constante. Sin embargo, los seres que en verdad me procuran miedos, los que en verdad me hacen sentir inferior, los que en verdad me hacen ver vulnerable, son aquellos a los que más quiero y pretendo hacerlos felices. Estos seres increíbles tienen la facultad de lastimarme con una palabra, de envenenarme con una mirada indiferente, de hacerme sangrar con una caricia hipócrita. Los seres a los que quiero representan para mí en verdad una amenaza en potencia porque ante ellos tengo mis defensas descubiertas. Mi madre, la mujer que más amo y sin duda el ser humano que más me importa ver feliz, es sin duda un arma letal y aunque me aferro a la idea de que no me hará daño y si lo hace será inconscientemente, representa para mi una paradoja. Yo quiero comprarle un castillo y tratarla como la reina que es. Llevarla a dónde se le antoje y comprarle lo que me pida, todo esto a parte de lo afectivo obviamente (besos y abrazos), pero no me pasa por la cabeza la idea de irme a vivir con ella a aquel palacio que le compré ni tampoco llevarla a vivir conmigo al departamento que quiero comprarme. Pretendo tenerla cerca y bien cuidada pero no conmigo y cuidándome. No concibo la idea de compartir mi espacio sagrado con otra persona, así sea mi madre. Por eso la idea de casarme la veo más lejano que Plutón. Puedo compartir una tarde de películas o una caminata agarrados de la mano pero tengo que dormir solo, en mi cama, con mi propia televisión y música. No pretendo que nadie me gobierne ni me diga lo que tengo que hacer (aunque acepto concejos de buena manera). No me imagino tener un perro al cual tenga que alimentar y bañar de vez en cuando como la más sagrada de las obligaciones. Pretendo ser el mejor papá del mundo pero siento que mis hijos imaginarios me van a querer más mientras menos me vean. Aquellos a los que considero mis amigos (que repito, son pocos), los quiero de una manera mucho más sospechosa. Para con ellos no tengo ninguna obligación de quererlos o tan siquiera tratarlos con cariño. No hay ningún apellido o lazo sanguíneo que me ate u obligue a soportarlos y tenerlos en consideración. Supongo que ese sentimiento es recíproco, por lo tanto, no tardarán en aburrirse de mí y dejar que el tiempo empolve sus nobles sentimientos para conmigo y dejarme al olvido. No tardará para que mis torpes maneras de querer los espanten y los obliguen a abandonarme por su propio bienestar. Alguna frase tonta, producto de este sentido del humor ácido e inapropiado, alguna actitud díscola que me caracteriza, alguna desavenencia propiciada por mis excéntricos hábitos, los harán recapacitar sobre la idea de tenerme cerca y los obligaran a dar marcha atrás. Por mi parte, el temor de verlos como potenciales súper enemigos me convierte en un ser tímido y aunque trato, no puedo desconfiar de ellos ni tampoco negarles todo lo que a mi alcance esté. Quiero vivir solo todo el tiempo que sea posible. Quiero charlas prolongadas y amenas que me hagan sentir vivo. Quiero fiestas y tertulias divertidas. Quiero viajes para conocer más gente y más lugares. Quiero un seguro que por lo menos me dé la seguridad de recibir una santa sepultura en un lugar digno (aunque prefiero que me cremen). Que evite los apuros de conseguir una buena funeraria para la persona que en ese momento tenga que velar por los restos que deje, que no procure gastos económicos innecesarios en post de mi comodidad mortuoria. Quiero querer todo lo que pueda en su momento a las personas que me encandilen con una actitud, virtud o sonrisa. Quiero ser un enemigo que esté a la altura de las circunstancias. Me voy a morir solo: por haragán y egoísta, por díscolo e imprudente. Me voy a morir solo una noche en que no quiera compartir mi cama con nadie y así moriré en la ley.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Cambios y despedidas

Recuerdo la imagen de mi madre llorando con un pequeño pañuelito en mano, agitándolo como bandera y despidiéndose de su hijito el cual parte de casa a vivir solo en otra ciudad. Recuerdo que miraba por la ventana del bus a esa pequeña señora repartiendo lágrimas de tristeza y resignación. Las despedidas sin duda alguna no son bonitas, las despedidas sin duda alguna afloran sentimientos de nostalgia y quizá hasta hacen valorar lo que estamos perdiendo. Y es que decir adiós es desprenderse, dejar de tener o ver partir, ceder un pedacito de algo que pudo haber sido tuyo. Un adiós está sujeto a un cambio y un cambio también muchas veces no es bien recibido, por algo el dicho “más vale diablo conocido que por conocer”; y es que en verdad las cosas nuevas suelen asustar. Estás últimas semanas han estado sujetas a cambios vertiginosos y también abyectos para este niño sentimental y exagerado. De un día para el otro me dijeron que me pasaba al turno de la mañana, sin más ni más. Por las tardes si bien el trabajo es un poco más arduo por lo que va supuestamente más gente al banco y porque está de por medio el cuadre al final de la noche donde tenemos que esperar por lo menos una hora y media para poder salir, también estaba la satisfacción de departir una buena charla con los chicos, y así, ponernos al día en los chismes. Yo tenía la labor de guardar los sellos hace casi dos años, debido a una pequeña discusión que tuve con mi supervisora la cual me juró que sería mi tarea hasta el último día de mi vida (mi supervisora no miente). Hace un par de días antes había recibido la buena noticia de que había accedido a un ascenso previa entrevista. Este ascenso lo estuve buscando hace un par de meses sin éxito debido a mi poca antigüedad laboral. El hecho de pasar a las mañanas podía significar entonces, que ya me estaban preparando para la partida. Pasé a las mañanas y no sólo me libraron de la tarea inmortal de guardar los sellos, también me condenaron a levantarme a las seis de la mañana porque mi conciencia cochina no me deja dormir más. Yo, el chico vago que duerme hasta el medio día, de un día para el otro, es el que espera ver salir el sol por su ventana ya no con insomnio, sino con temor de despertarse tarde. Ya al segundo día era una especie de zombi alegre que se apagaba a las dos de la tarde. En la agencia hay una ventanilla especial para gente especial que se dedica a contar monedas. Yo jamás había permanecido más de un día en esa ventanilla y si bien mis compañeros me odiaban por eso, todavía no me habían designado; no comprendían que los príncipes no están destinados a esas cosas. Con el cambio de turno me vi afectado a sentarme a contar monedas y a ver a los demás sonreír con mi nueva labor. Una buena tarde, tres días después del cambio de turno, mi gerente me llama y me dice que mañana será mi último día en la agencia porque mi ascenso se agilizó y me pedían en la agencia principal. Si cambiar de turno me dejó un pequeño sin sabor, salir de la que había sido mi casa durante dos años me partió el corazón así sea por un ascenso y mejora salarial, jerárquica y demás. Me quedé pasmado, sonreí un poco y empecé a morir de pena. Mi lado gay afloraba y sentí que salía de casa como hace ya más de dos años, sólo que esta vez sin la misma convicción. Salí con mis gafas negras y redondas de búho triste, llorando discretamente. Los cambios me golpean con fuerza, en mi lado más débil; no me dejan reaccionar como me gusta y menos si son tan improvistos, si no me dieron tiempo para prepararme. Salir de La Merced (mi agencia desde un principio), implicaba dejar de cohabitar con toda esa gente que veo desde que llegué. Me quita el privilegio de seguir compartiendo con ellos días enteros de trabajo y risas. Con ellos pasé todos mis cumpleaños, navidades, años nuevos y demás momentos especiales que no necesariamente están en rojo en el calendario. Dejaba algo más que compañeros, dejaba toda esa nueva etapa que comenzó tras otro cambio y adiós, a mi nueva familia. Mi último día desde el punto de vista laboral no tuvo mayores sobresaltos, y tampoco hubo tiempo para abrazos prolongados y besos tristes ni despedidas dramáticas que yo ya había preparado. No me dieron tiempo ni siquiera para creerme la idea de mi partida. He cambiado de turno, recibido el ascenso esperado y agitado mi mano diciendo chaucito a mi querida Merced. Los cambios son así, te llenan de melancolía y miedos. El adiós siempre es doloroso, más si se quiere. Incluso ya extraño la ventanilla de monedas.