jueves, 24 de octubre de 2013

El zapato en tu cabeza

Han decidido escapar de la rutina y enrumbar camino lejos de casa y la monotonía. Ellos siempre han sabido aprovechar su tiempo juntos y han planificado de esta manera, los viajes que sean necesarios para sentirse uno más cerca del otro. Él trabaja lejos, encerrado en la mitad de la selva. Ella se encierra pero en su kindergarten, en aquel mundo que ha creado para niños menores a cinco años y para ella, para consolar los días lejos de él. Sólo tienen un par de semanas al año juntos, y es así hace buen tiempo. Llegan al hotel cansados, escogen una habitación matrimonial y sienten que así será su vida de casados. Ella es delicada, de modales suaves y considerados. Él se siente un hombre rudimentario, azuzado por su barba frondosa y sus costumbres masculinas. Quieren aprovechar su estancia en aquella ciudad donde saben pasarla bien. Deciden caminar por ahí, comer algo que les guste. Pretenden visitar un bar, tomarse un traguito. Quizá y se animen a entrar a una discoteca y bailar juntos, pegaditos. Dejan las maletas regadas en el camino, no hay apuro por ordenar las cosas. Él se deja caer en la cama con un bulto cansado. Ella se sienta y lanza un ligero suspiro. Pasan un rato así, hablando lo necesario para no agitarse más, intentan recuperase del viaje. Él ha cargado con todas la maletas de ella, algunas un tanto innecesarias para tan breve viaje. Ella ha puesto un par de botas de más entre sus cosas; de hecho por la indecisión de qué ponerse, ha llevado prendas para escoger en el momento. También ha cargado con su maquillaje, su máquina de laceado, sus accesorios de belleza y alguno que otro material que la haga sentir cómoda al salir. Ha entrado al baño con la intensión de bañarse, con el deseo de que el agua tibia pasee por su cuerpo relajándola antes de encontrarse con la noche. Él ya vio que entró a la ducha, se ha acomodado en la cama porque sabe que ella demorará. No quiere molestarla y aprovecha para descansar. Ella después de un buen rato sale envuelta en la toalla y nota que él se ha quedado dormido. Se acerca despacito y le encaja un beso dulce. Él más que el beso siente la humedad de su piel y se despierta algo desubicado, mira a todos lados antes de reaccionar. Agradece a Dios el momento y la compañía. Mira el reloj que abraza su muñeca y se percata que ha pasado casi una hora desde que ella entró a bañarse y comenta que se les va hacer un poco tarde. Le pide a su amada que no se demore mucho cambiándose, pues conoce la paciencia infinita que ella goza. Ella lo mira de reojo y dice que está lista mientras la toalla se le resbala. Él la corrige con todo el amor del mundo y le recuerda que no se ha cambiado, recalca que no se demore. Ella lo mira con ternura y le dice que no se demora nada mientras elige en qué cama sentarse. Él hace remembranza a algunas oportunidades donde ha tenido que esperar más de la cuenta para salir. Ella se defiende en voz baja, aduciendo que casi nunca es así. Él con una sonrisa juguetona le menciona que a veces se demora sólo alistándose para ir a la tienda enfrente de su casa. Ella con una sonrisa sarcástica niega tal argumento y propone una apuesta. Él interesado en aquella propuesta acepta sin saber de qué se trata. Ella le asegura que está lista antes que él, que será ella quien tendrá que esperar. Él se ríe y a sabiendas de que ella ya se ha bañado e implica una ventaja considerable, acepta el reto. Entonces acuerdan que el que pierda pagará las bebidas de la noche, todas las que se consuman sin poner un tope. Ella lo ve entrar algo presuroso a la ducha mientras que escoge qué ponerse. Él abre un cojín de champú el cual no usa completo y arroja sin reparos por ahí. Encuentra un jaboncillo pequeño y abandonado el cual pasa raudo por su cuerpo, tratando de hacer toda la espuma que sea posible.  Ella ya escogió lo que va a ponerse, aunque no está  tan segura. Él está enjabonado de los pies a la cabeza y procede a enjuagarse con vehemencia. Ella ha terminado de secarse el cuerpo y empieza con el secado de su cabello. Él se lava los dientes mientras repasa mentalmente lo que va  a ponerse y avizora en qué parte de su maletín se encuentra fundido. Ella ha notado que ya cerró la ducha por lo que imagina que ha acabado de bañarse y piensa que no lo ha hecho correctamente. Él asienta con la cabeza la decisión de ponerse la camisa como está, sin plancharla si es que se encuentra muy arrugada puesto a que se pondrá el saco encima. Mientras se lacea el cabello calcula que demorará todavía unos veinte minutos para terminar. Sabe que con ese tiempo concedido es segura su derrota. Necesita más tiempo, y sabe cómo conseguirlo. Él ha dejado sus zapatos listos al pie de su cama, no ha llevado otro par así que fijo se los pone. Ella lo sabe y ha raptado uno de sus calzados y lo ha escondido cerca de ella. Él sale sacudiéndose el cabello y la ve sentada frente al espejo con una paciencia escalofriante, sabe que ganará. Ella lo mira por el espejo y disimuladamente apresura el paso. Él encuentra su camisa, se la pone después de haberse aplicado el desodorante en aerosol. Se ha puesto el pantalón y unas medias percudidas que no ha sabido lavar bien. Ella terminó con el laceado y recién busca su maquillaje. Él se siente un ganador y se pone con una lentitud burlona su reloj, collares y pulseras. Ella está muy pegadita al espejo pintándose los ojos. A él sólo le faltan los zapatos para ganar la apuesta. Se acerca al pie de su cama y sólo encuentra uno. Se inclina a buscarlo debajo del mueble sin saber qué está pasando. No encuentra nada. Ella casi termina de maquillarse. Él se desespera y busca en su maleta, hace recuerdo si llegó a empacarlos. Ella no puede con la treta realizada y se lanza a reír. Él voltea a verla y entiende inmediatamente que ha sido víctima de la viveza de su novia. Se acerca a ella y la somete a un interrogatorio fugaz que es acompañado de un forcejeo coqueto. Ella se ve atrapada y saca el zapato de su guarida y lo arroja por una pequeña ventana que da al primer piso. Él abre sus ojos y no puede creer que sea tan tramposa. A ella sólo le falta pintarse lo labios y ponerse el saco para estar lista. Él corre presuroso por el pasadizo del hotel mientras los pantalones se le caen porque no se los ha abrochado. Ella en vez de terminar su competencia revienta en carcajadas mientras lo observa con nervios acercarse al zapato. Aquel calzado se encuentra a punto de caer al primer piso, justo al borde de las gradas. Él ya lo ubicó con la mirada y está pronto a cogerlo. Ella sale a velocidad y tiene como plan darle una patada y mandarlo lo más lejos posible. Él voltea y con la mano derecha la sujeta de la cara para que no se acerque. Ella logra conectar con el zapato el cual cae unas gradas abajo. Él como venganza trata de limpiar el maquillaje con su mano, lo logra. Él es un loco con el pantalón cayéndose, mostrando una media con hueco y persiguiendo el zapato que se le perdió. Ella es una loca con la cara pintada, con un ataque de risa que no encuentra control. Ambos ahora corren rumbo a la habitación para declararse ganador pero la puerta se cierra con la llave adentro. Por el portazo los vecinos de las habitaciones contiguas salen y observan como ella intenta meterse por la ventana mientras él corre con el zapato en la mano y una media con hueco donde el conserje para que les dé la llave de repuesto. Ella no se da cuenta que se ha equivocado de ventana y se encuentra con dos amantes a punto de entregarse a la pasión. Él se olvida de su pantalón a media rodilla y se cae aparatosamente mientras el zapato vuela. Ella está avergonzada por lo que ha visto y se ha despeinado. Él se sube los pantalones raudo mientras observa como su zapato cae en un balde con agua. Ella encuentra la ventana correcta y entra a la habitación. Él toma su zapato mojado y corre con aspecto de loco hacia su cuarto. Ella le ha abierto la puerta. Él ha entrado presuroso. Los vecinos se ríen y algunos aplauden. Ella usa nuevamente su laceadora todavía con su ataque de risa. El usa la secadora con su zapato esperando a que seque para lanzárselo a la cabeza. La pelea terminó en risas, nunca salieron de su cuarto.

miércoles, 16 de octubre de 2013

El colchón en el suelo

Me sentaba en el colchón que estaba en el suelo, muy cercano al piso helado de cemento. Me había robado una vieja radio que reproducía aquellos cd’s que había quemado con cuidado, con canciones escogidas, como las fotos que se escogen para atesorarlas en un álbum familiar. En esas épocas soñaba con tropezar con los libros que dejaba regados por ahí, desordenado estratégicamente, luego de haberlos devorados todos con paciencia y denuedo, intentando hacerles el amor, sintiendo placer. Prendía un cigarro en aquella pequeña habitación y soñaba con que el cuadernito al lado del colchón se convirtiera en el libro que pague el peaje al más allá, hacia el recuerdo inmortal que anhelaba. Repasaba los poemas de Neruda una y otra vez antes de dormir, como el más correcto de los religiosos con su biblia. Andaba en bivirí y con un sombrero que me dictaba despacito y al oído, las líneas disparejas de unos textos extraviados en el tiempo; a punto de contraer una pulmonía fulminante pero aparentemente inspirado. Se escuchaba música trova, o alguna canción poco popular que nunca sonaban en las radios. Un cigarro mal fumado y una taza de café que acompañaban aquellos desvelos literarios que nunca prosperaron. Aquella era la cueva de un hombre soñador, de un joven melancólico de sonrisa fácil. Recuerdo que llegué a aquella habitación un catorce de febrero, muy de noche. Llegué con un par de bolsas, aquel colchón recién comprado que no encontró la compañía de una cama y muchos libros que todavía me acompañan. Llegué con un montón de ganas de estar solo, de compartir con mi soledad y nadie más. Aquel catorce de febrero a pesar de algunas llamadas misericordiosas que me invitaban a la tertulia, me quedé en aquel cuartito acomodando las pocas cosas que tenía y me eché a dormir custodiado por un olor a pintura que todavía puedo sentir al recordar. Ya tenía un espacio en la web donde publicaba mis escritos, y antes de llevarlos a navegar los varaba en un cuaderno viejo.  Era feliz con lo poco que tenía, con lo que leía y escribía en mis momentos alucinados de escritor, de promesa literaria. Era mi desorden (nunca fui desordenado), era mi espacio (muy reducido), era el olor a cigarro y pintura el que me envolvía en una soledad que no me volverá a visitar porque fue la primera que conocí, y como todo primer amor, guarda un sabor distinto. Llevaba gente de vez en cuando, de preferencia señoritas que hablen poco. La dueña de la casa, una mujer de ojos grandes y verdes, callaba mis deslices. Fue un año viviendo en aquel cuartito que hoy recordé con melancolía por ser el primer lugar donde anduve solo físicamente. Lo que no recuerdo es cómo sobreviví compartiendo un baño ni cómo concilié el hecho de hacer mis deposiciones con gente alrededor cuando soy muy nimio para esas cosas. No recuerdo tampoco cómo hacía para ver el fútbol (no tenía TV), para andar al día con las noticias básicas, cómo subía mis escritos a la web ni como hacías cuando llegaba tomado y sin pleno conocimiento de la realidad. Luego de ese año, pasé a un ambiente un poco más cómodo. Con un baño propio para cagar románticamente, como me gusta. Me compré una cama de segunda donde seguro velaron a alguien. Recuerdo que al momento de comprar ese armazón que sostenía mi colchón, no encontraron las tablas que le correspondían por lo que me facilitaron unas que habían por ahí. Odiaba cuando dichas tablas se caían, claro, no tanto como la chica del piso de abajo que me odiaba más cuando se caían de madrugada. Me compré una TV (no de segunda) emocionadísimo, sin saber que se pondrían de moda a los dos meses los LCD. Compré también de segunda, de una de esas cabinas de internet que no prosperó, una computadora llenecita de virus y problemas técnicos que me permitía acceder a internet a las justas. Me compré el perchero donde descansan los gorros y boinas que todavía me acompañan. Compré un frio bar el cual imaginé lleno de cervezas. Un microondas que facilitaría mi don culinario llevado a menos. Compré tantas cositas que aquel nuevo ambiente donde realicé fiestas y donde bebí bien acompañado, parecía el lugar perfecto. Fui feliz, muy feliz. Pero siempre es poco. Entonces, por haber almacenado recuerdos que ya no me hacían tan feliz, decidí partir, huir una vez más. Ese instinto megalómano que nos visita, me sacó de aquel cuarto y me llevó a un departamento con áreas adecuadas para desenvolverse. Adquirí una cochera para mi primer carrito, el que todavía me acompaña a pesar de sus años. Compré algunos muebles (siempre de segunda) para llenar los nuevos espacios. Regalé muchos otros utensilios que ya no correspondían. Regalé aquella vieja cama que se caía de madrugada, el estante que acogía mis libros piratas y una mesa que se quedó conmigo porque el dueño huyó para no pagar la renta. Regalé la vieja computadora con todititos los virus y así, poco a poco me fui despojando de un pasado que a veces me persigue jalándome hacia atrás. Regalé muchos enseres de valor afectivo, incluso me compré un colchón de esos que te desesteran, te acomodan la columna y te aseguran el sueño más placido del mundo. Lo que se quedó conmigo por casualidad, y aunque no lo uso, es el colchón acomodado en el suelo, al lado de los libros mal leídos y mis sueños de ser escritor. Cómo ha pasado el tiempo…

miércoles, 2 de octubre de 2013

Yo también me quiero casar

No. Nuca me vi entrando a una iglesia, vestido de terno, acompañado por alguna canción solemne que me conmueva. No tenía conocimiento sobre firmar algún documento que me comprometa a compartir algo más que mis próximos días. Yo nunca soñé con el matrimonio y esas cosas. A pesar de mi sentimentalismo y mis conceptos de familia, no recuerdo haber planeado eso. Hoy, a mis recientes veintisiete años, me siento amenazado por esa idea. Esto debido a que supuestamente en el proyecto de vida o por temas de presión referidos al reloj biológico, ya debería contemplar esta posibilidad. Pero si en el peor de los casos tanteara esta peripecia, y quisiera idealizar mi idea del amor bajo estos términos, creo que sería justo que me permitieran hacerlo. No me imagino que alguien me diga no te puedes casar porque estás viejo, eres cabezón, eres cholo o negro. Porque tu condición social no lo permite o porque no calificas para este tipo de trámites. Sin llegar a casarme; no aceptaría que me prohíban declinar a la idea de compartir más allá de mis fluidos y proyectos, mis deseos de compartir los frutos tangibles e intangibles de mi unión conyugal. Me encantaría poder despertar al lado de la persona que amo, y con la que decidí “hacer patria”, sin vergüenzas inefables ni miedos legales que no me permitan disfrutar por mis decisiones. No solo los solteros deberían hacer lo que quieren, los casados también. No se trata de un tema religioso o moralista, creo que es un tema legítimamente legal que un ciudadano pueda escoger a quién heredarle sus bienes o beneficios. Si he decidido compartir algún orifico mío, creo que es justo que también comparta los frutos de mi trabajo o mis buenas decisiones. Si declino a la idea de amar a una mujer, y encuentro a bien refugiarme en los brazos de un varón, me encantaría poder compartir todo lo que sea posible con el ser amado: años de buena compañía, sueños, el seguro social, y todos los bienes que logremos adquirir. ¿Alguien que no ha tenido la sabiduría de ahorrar o asegurarse no tiene el derecho de ser protegido por otra persona? ¡Pamplinas! Me sentiría más que feliz al poder brindarle mis beneficios a mi pareja. Que pueda hacer uso de mi seguro privado, que acceda al club del que soy socio, que en caso de fallecer intempestivamente reciba por ley  el derecho a mis propiedades. Que pueda hacer uso de mis ahorros de la AFP los cuales estoy seguro no llegaré a disfrutar. Legalmente, y a pesar de cualquier herencia que podamos dejar en vida, si uno se muere y deja familiares o indefensos o codiciosos, por ley les corresponde dos terceras partes como mínimo, al declararlo así un código civil obsoleto, “herederos forzosos” les dicen. Es difícil poder aceptar que hace algunos años atrás las mujeres no podían votar por un presidente. Que las mujeres no podían trabajar u ocupar un cargo público. Que alguien pueda terminar el colegio antes de los quince o que los padres arreglen los matrimonios por dotes cuando los futuros novios tienen cinco años. No podría imaginar que mis padres me obliguen a seguir una carrera que no quiero o a ir a una guerra o al cuartel porque sí. Eso pasó, y ante el cambio seguro muchos se opusieron. Ahora intentamos detener o frenar momentáneamente algo que pasará porque es lo más justo e inteligente. ¿Democracia? Apliquémosla. Y en verdad para no herir susceptibilidades mediocres, me parece inteligente que no lo denominen matrimonio sino unión civil. Dios pidió que nos amemos, y el amor no sólo son besos y abrazos. Tenemos el derecho y obligación celestial de amar a todos los que podamos, ¿por qué no dejan formalizar un tipo de amor? El Papa lo ha dicho; muchos países primer mundistas ya lo han aceptado. Somos unos cavernícolas románticos si creemos que esto en nuestro país no se dará. Saludo al congresista Carlos Bruce por presentar un Proyecto de Ley que se caía de evidente por ser justo. He escuchado a muchos decir que no quieren que sus hijos en las calles vean a dos personas del mismo sexo besándose y agarradas de la mano (sin hacer de esto un escándalo obviamente), sin tener la seguridad de que quizá, esta ley necesaria, beneficie a sus  descendientes. Nosotros quedaremos a la larga en el olvido, dejaremos producto de nuestros actos un mundo mejor o peor para quienes vengan. Las decisiones que tomemos van a repercutir en el tiempo y no estaremos para pedir disculpas. Todos tienen su mariconcito en el fondo, y es justo que pueda ser feliz.