miércoles, 20 de enero de 2010

Samanta

Samanta llega campante, feliz, despreocupada. Llega con una bolsa de papitas fritas que devoraremos en el transcurso de la película que hemos quedado en ver hace mucho, cuando yo aún tenía una relación sentimental entablada. Yo le he comprado un juguito de mango que sé que le encanta, porque llevar un vodka o un pisquito que desinhiba la tertulia no sería lo correcto y por el contrario, podría mal entenderse. Le he comprado este juguito aunque a mí me someta a unas horas de puje parejo y constante en el baño. Entramos a mi habitación (la cual he ordenado con bríos y en cuestión de segundos), escogemos la película que vamos a ver; la colocamos en el DVD y play. Duramos quince minutos antes de decidir que lo mejor es conversar, conversar de lo que sea, pero conversar. Samanta sabe que he tenido sueños cariñosos con ella, que he deseado con locura y desenfreno ese par de piernas formidables que tanto me gustan; que encuentro en su cinturita deliciosa el antiestrés perfecto cada vez que la tengo entre mis manos. Samanta me muestra otro lado de ella, uno que no conocía y ahora me sorprende. Habla con naturalidad de sus parejas, de los encuentros apasionados que ha tenido y gozado; de las conclusiones obtenidas como mujer; apreciaciones por demás provechosas para mí, un tipo inexperto y curioso (Que el tamaño no importa, mentira. Que las mujeres también buscan aventuras, pero no conmigo. Que disfrutan más del sexo que nosotros aunque no lo vean tan indispensable). Samanta me habla de Javier, el hombre que la sacó de sus cabales y la obligo a ser una persona menos feliz. Cuenta todo con gracia y naturalidad: sus encuentros amorosos en casa de él; las excitantes arremetidas en la sala de su hogar, corriendo el peligro de ser descubierto por papá; las escapadas a hoteles acogedores y discretos; los sentimientos dulces y pervertidos a la vez, que hoy se muestran melancólicos. Me habla de Javier y de lo traicionada que se sintió, de la derrota inesperada que le toco asimilar sin haberla asimilado hasta hoy. Me habló de lo que perdió y ganó en esa relación rara, asegurando nunca retomar aquella historia de amor con el buen Javier, pero tampoco descartando un encuentro furtivo exento de sentimientos traicioneros que la obliguen a volver a obsesionarse con este tipo peculiar. Yo tengo erecciones pasajeras y un temor duradero que no me permite insinuar mi intención de robarle un beso. Hablamos mucho tiempo y no de pocas cosas. Le cuento que lo escribiré todo, me responde que quiere llamarse Samanta. Recuerdo mis sueños traviesos con ella y siento que indirectamente se están cumpliendo. Ella se aburre de esperar mi insinuación y dice que es tarde, que se va. Entonces le respondo que no se puede ir así, dejarme así y mientras se ríe le robo el beso planeado. Ella me sigue el juego, se echa, se entrega al jueguito cómplice. Es sólo un instante de complicidad, porque ella ya tiene decidido marcharse y dejarme así, tirando cintura, eléctrico y alborotado. Le pregunto por qué se va, en qué fallé. – Muy compulsivo – me dice fresca y despreocupada. Mi pequeño sueño seguirá siendo un sueño y ahora incluso más minúsculo. Samanta no sólo me ha dejado alborotado y eléctrico, también se ha llevado las papitas.

martes, 12 de enero de 2010

Soy yo

Tengo mi cabellito de princesa: lacio, castaño (algunos dicen cenizo), delgadito, finísimo pero algo renuente, esponjoso gracias a un Dios inteligente que lo ha hecho así para que no se noten los espacios en blanco que están quedando. Tengo unos ojos claros: verdes o azules, sin descífralo bien porque no me los he llegado a ver, sólo sé que son dos, son míos y si quieres, también tuyos. Tengo orejas que parecen un par de antenas parabólicas, las cuales sobresalen con cualquier gorro, boina o sombrero que me ponga (gorros, boinas y sombrero que se convierten en una fascinación frustrada pero necesaria por la futura calvicie que me espera). Mi nariz es aguileña, inmensa, advenediza en mi carita delgada, es algo así como un monumento al moco. Mi boquita es de caramelo, con unos labios cariñosos, acogedores y traviesos. Mi lengüita es mi arma letal, siempre lista para arremeter en otra cavidad bucal, siempre lista para juguetear con otra lengüita amiga, siempre lista para formar palabras que rocen la imprudencia. Mi cara es delgada y no permite que cualquier lente me quede bien. Mi cuerpito también es delgado, escueto, esmirriado, delicado, no tan deportivo, no tan varonil, no tan cuerpo. Mis brazos sucintos, consumidos, extenuados, con conatos de músculos. Mis manos siempre traviesas y juguetonas que arriendan un espacio a mis dedos de pianista sin piano, de facciones delicadas, enemigas del detergente y de las herramientas de trabajo. Un pecho de gato con tuberculosis. Un vientre dejado a menos, víctima de las cervezas y el desgano, con secuelas de abdominales de los cuales antes me lisonjeaba y ahora recuerdo con melancolía. Junior todavía bien gracias, manda saludos. Mis piernas no son una maravilla, pero producto del fulbito y el deporte practicado en mis tiempos mozos, cuando la vitalidad me acompañaba, se ven respetables y queridas. Mis nalgas son pequeñas pero agraciadas, aunque a simple vista no parezca. Mis pies blancos, creando la presencia de medias inexistentes. Leonardo no es un cuero pero tiene su público; no es un esperpento de persona pero es subestimado.