domingo, 23 de septiembre de 2018

Todavía hay tiempo

Totalmente de azul, con la camisa manga corta que su madrina le había regalado y una corbata del mismo color, se encontraba Felipe, mirándola callado como tantas veces cuando la hallaba parada en la puerta del salón de clases conversando con sus amigas a la espera de que llegara el profesor de turno. No sabe exactamente cómo sobrevivió tantos fines de semana esperando a que sea lunes otra vez y verla casi siempre radiante, con su sonrisa mágica, con aquellos ojos marrones tirando a rojos que miraba encandilado, llevándoselos luego en la memoria; con sus cabellos renuentes siempre peinados y su figura delicada. A sus doce años, la vida de Felipe había sido marcada por una niña de nombre María Fernanda con la que se motivaba cada lunes para ir al colegio. Odiaba las vacaciones o cada vez que ella enfermaba porque sentía que le habían quitado lo bonito de ese día. Siempre contaba con un pretexto sospechoso para acercarse y robarle una sonrisa, jugarle una chanza y/o recibir una burla cruel de parte de ella, que no sólo era bonita, también tenía un sentido del humor ágil y chispeante. Ese era su trato, el de una breve tertulia amena y audaz. Aquella noche no era tan diferente, él la buscaba con la mirada para sacarla a bailar, porque Mafer bailaba lindo y él se defendía. En su mano derecha, como un boleto a la felicidad guardaba su dulce secreto; no se perdonaba que le sudaran las manos y temía arruinar aquella hoja llena de tinta azul que había redactado para ella tantas veces, tantos días. Durante todo el año no lo había acompañado el valor de serle sincero y ya no pasaba solo por confesar sus sentimientos; ya se había convertido en una terapia, en un desahogo para que su conciencia no lo asesinara una de esas tantas noches en que dormía ensayando cada palabra. La fiesta de fin de año, la de promoción de primaria, se presentaba como el escenario perfecto para descubrir a Mafer todo lo que ella despertaba en él; de darle las gracias por hacerlo sentir vivo, por hacer de cada día el mejor de los días y sobre todo, por enseñarle de la manera más tierna y sincera lo que él creía, era amor. Felipe, a pesar de su cariño desmedido, siempre fue cauto y hasta orgulloso, nunca intentó delatarse ante ella y aunque a veces le dolía, sabía que debía haber días en que guardar distancia era lo mejor. No quería que sus compañeros se burlen, no quería quedar como tonto, quizá incluso temía a no ser correspondido. Los amores a tierna edad son casi siempre tan puros como agua de manantial, pero eso no los exenta del dolor. Caminó hacia ella, entre el pequeño tumulto de gente. Al principio y como casi en toda actividad, estaban los niños de un lado y las niñas del otro. Ya había transcurrido un muy buen tiempo y esa pared invisible se había derrocado para que así se formaran las parejas, se rompiera el hielo. Mafer, por su alegría innata, fue una de las primeras en salir a la pista de baile. Felipe, cauto, esperó casi hasta el final de aquella fiesta de despedida para nervioso, encontrar sus hermosos ojos marrones y sonreírle frenético. Con cara de tonto le tomó la mano antes de preguntarle si podía bailar con ella, recibiendo con otra sonrisa un sí que no supo descifrar. –creo que fue por compromiso- pensó. Tocaron una salsa de Jerry Rivera, excelente para la ocasión, precisa para Felipe que se defendía en el género. La letra decía: “amores como el nuestro quedan ya muy pocos, del cielo caen estrellas sin oír deseos” y Felipe pensaba que era Dios ayudándolo a tomar valor y darle sentido al momento. Mafer linda como siempre, delicada como ella sola, era una excelente bailarina, una excelente compañera de canciones y se presentaba más alegre de lo acostumbrado porque ella amaba bailar. Felipe la abrazó suavecito disfrutando cada segundo; respiró profundamente, casi como suspirando, y en una vuelta de baile, de esas pocas que sabía dar, la miró tan bonito que ella dejó de sonreír y cerró los ojos. Felipe sabía que no contaba con mucho tiempo, la pegó a él con extrema delicadeza y despacito, como susurrando al viento le confesó que le gustaba. No perdieron el compás, en aquel momento parecían la única pareja de baile en la pista y aquella canción infinita, inmortal. La magia que los rodeaba era tan notoria que hasta algunas profesoras evidenciaron tan lindo momento sin intención de entrometerse. Felipe prosiguió: - Sabes que me gustas, y si no lo sabías, ahora sí. Esperé este momento porque antes no tuve valor, discúlpame. – le confesó mientras ella disimulaba el momento para los demás. Su corazón latía un poco más fuerte. –No quería molestarte- prosiguió. –Para mí, eres lo más bonito del día. No me permito enfermarme y lamento cuando no te veo. Sólo quería que lo sepas – le confesó y cuando ella le clavó la mirada, esa que mantenía siempre firme y lo obligaba a bajar la suya, le respondió como en el ensayo que tantas veces se permitió, que a ella, él también le gustaba. Pasaron muchas cosas por su cabeza, muchas. Entre ellas la tristeza de no haberle confesado antes sus sentimientos. Se acercó sin el temor que lo caracterizaba, y logró encajar el beso soñado en frente de todos, sin importarle nada. Era su primer beso. Fue breve, fue eterno. Luego le regaló una sonrisa y le entregó aquel papel marchito, arrugado. Con una tristeza dibujada en su rostro, ajena al momento, la soltó mirándola esta vez sin bajar la mirada y le dijo adiós. Mafer se quedó parada a la mitad del salón viendo como Felipe se alejaba como el verano para abrir paso al otoño. Demoró en percatarse del regalo, de aquel papel mustio que tenía en su mano derecha y pronta se fue al baño a terminar de reaccionar. Sus amigas que habían sido testigos de aquel momento especial, la buscaron en el servicio y la encontraron sí: con los ojos llorosos, con la misiva en la mano que contenía por ambas caras la confesión de un pequeño hombre enamorado. Aquella carta delatora, entre tanto secreto romántico y tierno, confesaba que mañana muy temprano partiría lejos de la ciudad, a estudiar la secundaria en verdad, lejos de ella…

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