jueves, 1 de mayo de 2008

Amantes ocasionales

Ella le miente, le dice que nunca a besado a su amigo, que nunca han compartido un ósculo apasionado, que el hecho de ser vecinos, de ser jóvenes dispuestos a aventurar no ha influido en ninguno de sus actos. Él la mira sonreír con ternura, con una sensación bienhechora en el pecho. Es la tercera vez que se encuentran juntos en su cuarto, en aquella cama vigilada por un poster de Alejandro Sanz desde lo alto. Ella trata de explicar el por qué de sus actos, de aquellos celos disparatados que encuentran sustento poderoso desde su posición. Ella lo besa con una pasión indescriptible, con fiereza, desenfreno y también con cariño; un cariño que el siente sin necesidad de tocarla. Él corresponde a los besos con más besos. Sus manos traviesas se deslizan sobre aquel cuerpecito compacto, aquel cuerpo que se retuerce al contacto ajeno, buscando refugio en sus propias manos que con rapidez, salen al rescate de su integridad. Él se aloja en su cuello, lo huele, lo lame, lo engríe con caricias y le recita palabras tontas pero sinceras. Le dice que la desea, lo dice varias veces; le afirma que en ese momento, él se desvive por ella. Ella no le cree, sin conocerlo mucho hace uso de su instinto femenino y desconfía. Él intenta quitarle aquella prenda superior innecesaria en momentos como ese. Ella le recuerda la promesa hecha, la de que no va a pasar nada, de que no habrá sexo, de que es virgen y quiere llegar así al matrimonio. Él lo toma con sentido del humor. Le causa admiración la seguridad con que afirma lo que piensa. Sabe que también miente a veces, que ella también desea que pase, pero no debe. Logra convencerla, le quita con astucia aquella prenda superior entrometida y le arrebata aquel brasier negro que se interpone entre los dos. Han prometido que estos besos serán los últimos, que aquel momento se convertirá en el final al amanecer, que esa será la última noche como amantes ocasionales. Sabiendo que la promesa hecha es inalterable, entre beso y beso se desprende efluvios de melancolía, de tristeza. Los torsos desnudos son parte de aquellos abrazos poderosos, inquebrantable, que parecen haber sido compartidos desde hace mucho. Él siente un cariño sospechoso, fatuo, sibilino. Él no quiere que amanezca, no quiere irse de aquella habitación convertida algunas noches, en un jardín. Ella lo abraza, lo besa, lo ataca con esa pasión asombrosa, devoradora, majestuosa. Él ahora la toca contagiado por esa pasión idílica, los dos cuerpos convulsionan, manteniendo sus prendas inferiores, pero pareciera no ser así. Ella quiere que pase, pero no debe. Él sabe que ella quiere, no la obliga; trata de convencerla con poco éxito. Terminan discutiendo, él diciéndole cobarde, ella contestándole que es igual a los demás. Termina durmiendo alejados uno del otro. Él se va temprano, al amanecer. Está convencido que no es el final deseado, pero que es el mejor. Se entristece al afirmar que nunca más compartirá la pasión de aquella amante ocasional, lamenta que sea así.

No hay comentarios: