miércoles, 9 de junio de 2010

Las manías del escritor

Llego a casa con una canción en la cabeza, cantándola, inventándome la letra, siempre cursi, siempre hablando de amor, de una separación, de un encuentro, de una oportunidad. El tonito es indicado, muy parecido a los de Fito Paez (sabiendo que no hay punto de comparación). Entre las ocho y media y nueve, del trabajo a la casa, siempre es lo mismo, inventar aquella canción que nunca sonará ni en la radio ni en mi mente, porque sé que me olvidaré el tonito y luego, no encajaran las rimas, las palabras, y será letra pusilánime y venida a menos. Pero me emociono, creo que será la canción que busco, sé que no está mal. Quiero correr a mi cuarto, buscar papel y lápiz, impregnarla aunque sea en un papiro, y darle forma, darle cuerpo, darle vida. Llego ilusionado a mi cuarto y me pierdo, me distraigo. Empiezo hacer algo que no quería, como poner música, y todo al diablo. Sé que la letra es de amor (o quizá de desamor), de un amor inconcluso. Me acuerdo las frases, las rimas, pero no de aquel tonito caprichoso y escurridizo que nunca logro retener. Entonces enfurezco, sé que sin ese tonito no es lo mismo, que no será la canción que soñé. Ahora como no hay tonito, no puede ser canción, y aprovecho la tristeza que me provoca eso para escribir poesía, para transformar aquella canción imposible, lejana, en poesía; total, la poesía no necesita de ese tonito que se me escabulle entre la noche. Empiezo, sé todo de memoria, sé de tu ausencia, de los errores que cometí, de la oportunidad que espero, de los besos que te guardo, de que amanecí pensando en ti, de que abriré las ventanas y saldré a buscarte, como quiera que te llames, quien quiera que seas; que te amo, que te amaré siempre, de que espero que algún día tú también lo hagas, como antes, como nunca a pasado, aunque no te conozca. Todo acá, en esta delicada cabecita; pero nada, no hay rima, no hay inspiración, no hay emoción. Como todas las noches, la idea se pierde, la canción se pierde, el poema se pierde; idea inconclusa otra vez. Prendo la computadora, la computadora austera que he adquirido para escribir mi primer libro, porque también tengo todo en la cabeza, pero no empiezo. Con la computadora prendida, verifico impaciente si tengo internet, si hizo conexión mi internet pirata, pirata como mi propio corazón, y casi siempre es así, casi siempre estoy en la red como un advenedizo, aunque la señal llegue disminuida, como mi propia inspiración. Tengo la bebida caliente de costumbre, generalmente café (con harta azúcar, porque el café amargo es para los machos). Últimamente he cambiado el café por una cocoa con maca, que la tomo por si acaso, por si la suerte toca a mi puerta. Con la bebida caliente a mi derecha, pongo la música adecuada, una que me inspire o por lo menos no desatine. Casi siempre Michael Buble o Fito Paez. Todo sigue su marcha: yo frente a la computadora, sentado en la silla con rueditas, la que tiene el espaldar como cama, todo roto; yo frente a la computadora con la tasa de cocoa con maca; yo frente a la computadora, escuchando música, abriendo el Word; frente a la computadora con hambre de escribir pero sin ideas. Entonces es momento de la ceremonia, levanto la tasa que contiene la bebida tibia (porque la bebida caliente también es para machos), la llevo a mi boquita, un sorbo y listo. A mano izquierda el perchero con los gorros, con mis gorros invaluables, de donde saco el sombrero negro, el que debe poseerme para escribir como loco. Tomo los lentes, que no son ni de medida, ni de descanso, son de un amigo que me los vendió, y ahora, son un amuleto para este conato de escritor fetichista. Las manos sobre el teclado, aplicadísimo, encandilado, esperando la señal. Soy como escritor, un buen lector. No puedo elucubrar nada interesante, no puedo atisbar el camino hacia la prosa que busco. Soy un deficiente, un remiso mental, un renuente del arte, ando ensimismado. Estoy disfrazado frente a la computadora y soy el escritor que quiero ser pero sin escribir nada. Otro sorbo, se enfría mi bebida. No es lo mismo escribir en la computadora; antes sólo me echaba, sentía la necesidad de desahogarme y ya, todo al papel, toda la ira, tristeza o alegría, un descargo de emociones u opiniones que satisfacían a este animal literato. Un sorbo más, queda menos da la mitad. Mis pies se congelan, sólo pienso en un par de pantuflas, más aditamentos para este disfraz chúcaro al que además de pantuflas, le falta una bata oscura. – Con los pies fríos no se puede escribir un carajo – pienso. Entonces me acerco a la estufa que para castigada en una esquina del cuarto y la prendo, la pongo cerquita de mis pies, para que estos no sólo se calienten, sino también, tomen color. Soy más feliz, creo que he calentado también mi cerebro, las ideas surgen, cualquier cosa, cualquier anécdota reciente o recuerdo atesorado. Las palabras fluyen y empiezo como pandemonio a escribir, en unos minutos tengo la siguiente publicación para mi blog, y no sólo eso, la inspiración rebalsa, quizá y hasta alcanza para empezar aquel libro al que le doy vueltas hace un tiempo atrás. Estoy poseído, versado para el arte de las letras. Estoy inspirado para escribir el mejor de los libros, soy un Vargas Llosa, un Coelho, un Shakespeare enamorado. Llego al éxtasis, a la cumbre, al orgasmo literario y lo siento, se acerca… Estoy tocando las puertas del arte y la luz se alejó, la luz me abandonó, se machó, literalmente, la luz se cortó y con ella la pasión del conato de escritor que llevo dentro y odio la computadora, el internet, y la tecnología. La luz regresa en minutos y no guardé nada. Soy un triste, un puto triste. No guardé nada, no almacené nada, ni en esta cabecita de algodón, delicadísima. Soy otra vez el escritor pusilánime de los pies fríos. Doy el último sorbo, ya no quiero más, está todo frío.

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