martes, 8 de febrero de 2011

Después de la tormenta

Amanece gris como yo mismo. Ya no hay un sol que intente acompañarnos con sus rayos. Parece igual de abatido que yo. A primeras horas de la tarde empieza a chispear; una coqueta garúa cae tímida del cielo y es delicioso caminar debajo de ella. Se mojan mis pobres zapatos, mi vestimenta entera, se moja poco a poquito hasta mi alma. Sólo un par de cuadras y aquella garúa inocente se convierte en una lluvia hecha y derecha que igual es agradable pero ya obliga a abrir el paraguas y hace más interesante y poético el andar. Me gusta andar bajo el paraguas con mi peinado de mongo y con mi chalina abrazándome el cuello. La lluvia de repente ha inundado la ciudad y se forman charcos de agua donde los que más se divierten son los choferes, quienes con alevosía pasan a toda velocidad por encima de estos pozos y terminan de bañarte. Las avenidas se convierten en ríos y las personas empiezan a transportarse en botes. La gente camina no sólo con los paraguas sobre las cabezas sino que también con un chaleco salvavidas o flotadores alrededor de ellos. La cosa se pone peor. La lluvia que moja todo se convierte en tormenta y la gente ya no camina, nada hacia su destino. Los paraguas no resisten, es todo agua y frío. La gente huye y trata de buscar refugio en tiendas y establecimientos. En los locales ya no hay clientes, hay sobrevivientes, náufragos, mendigos de cobijo. Se escucha desde adentro como cae la lluvia feroz y quizá también algunos gritos de auxilio y desesperación los cuales son ignorados con olímpica naturalidad. Decidimos cerrar las puertas, tapiar todo; no permitir que el agua se cuele por las rendijas y así también invada nuestros terruños, casas, trabajos o espacios. Cierran las cortinas, nadie quiere saber lo que pasa allá afuera, nadie quiere ver nada. Cerramos hasta nuestros sentidos y corazón. Algunos se sientan nerviosos esperando lo peor, otros desesperados empiezan a rezar por sus vidas y las de sus seres queridos, algunos simplemente lloran mientras intentan ponerse en buen recaudo. La tempestad es un tambor que redobla sin parar y se siente el golpe incesante sobre nuestras cabezas, golpeando las puertas, las ventanas; quizá y pidiendo permiso para ingresar. Se hace de noche y los sobrevivientes siguen temerosos de lo que vendrá, la lluvia ha aumentado y todo parece indicar que el final se acerca. Ya no hay ruidos en la calle, ya no hay voces de auxilio; sólo se escucha como se cae el cielo. Los más pesimistas dicen que no tardarán en caer rayos, en acompañar la furia de la naturaleza los relámpagos y truenos. El ambiente se pone tenso, algunos se abrazan sin conocerse; otros esperan en silencio y en una esquina a la muerte. Se escucha como se desquebraja lentamente el pavimento, el techo no tardará en caernos encima. Las paredes empiezan a agrietarse, estamos encerrados en una caja de cartón. Entonces, los más aterrados no soportan más e intentan huir sin éxito, no hay a dónde ir, ya no hay dónde esconderse. Hace frío, a pesar de ser una ciudad de clima seco se siente la humedad en todos lados; sólo se siente frío y pánico. No tardamos en quedarnos dormidos, intentando cobijarnos con lo que encontremos. Nos acurrucamos, unos con más suerte que otros. Sin conocerse y producto de el cobijo, algunos se convierten en amantes, se besan, se entregan, quieren morir amando, queriendo, deseando, viviendo; nadie dice nada. Un silencio mortal acompaña nuestro sueño. Muchos creen que quizá nunca más despierten, que quizá lo próximo que inhalen no sea oxígeno puro, quizá sea agua. Así, con ese temor, con ese desacierto, con esa duda hecha miedo nos dormimos, nos quedamos profundamente dormidos. No sabemos cuánto ha pasado, cuánto hemos dormido. Tenemos miedo de ver qué hay tras esas paredes que han sabido resistir. Temerosos sacamos la trinchera improvisada que hemos laborado. Abrimos lentamente la puerta y encontramos, tras todo ese temor, una mañana de sol ligero, de verde paisaje, de un arcoíris multicolor; encontramos esperanza y vida, encontramos algo mucho más difícil que aceptar la muerte, encontramos vida. A pesar de la alegría de sabernos vivos, todavía hay temor. Alguno sonríe sin discreción y dice entre carcajadas: “después de la tormenta, siempre sale el sol”.

No hay comentarios: