miércoles, 16 de febrero de 2011

Vamos a la playa

Me convencieron, vamos a la playa. Es totalmente diferente trabajar un sábado bien dormido y sin residuos de alcohol en tus venas. Es que escusa tras escusa, todos los santos viernes, terminaba en una disco o bar o en algún compromiso donde no puede faltar alguna copa de licor o bebida que desinhiba a la gente. Trabajé tranquilo, descansado. Sentí el terrible tufo de clientes que saliendo de la fiesta se fueron al banco a joder. Por primera vez distinguía el hedor de su aliento voraz del mío y los repudiaba. La mañana pasó rápido y apenas terminada tomé un taxi a casa, presagiando alguna lluvia, incluso cargando mi casaca por si ésta cayera intempestivamente; pero no, el sol acompañaba discretamente esa tarde de sábado. Llegué a casa, alisté sin pensar mis cosas, no tenía muchas ganas pero ya me había comprometido en ir a la playa. Salí en short, con unas alpargatas que usaba sin medias, lentes negros, el cabello crecido y desordenado, con algunas monedas en los bolsillos y con el temor que siempre tengo al viajar (porque la playa está a tres horas de la ciudad y el camino no es amigable). Íbamos en le carro de Patricio, íbamos con algunas otras personas (Mónica, Buba, Igor), todos escapando de la ciudad y el frío inminente. Antes de sacar el carro de Patricio de la cochera empieza una lluvia desleal que cae incansable sobre nosotros. Sacamos el carro, nos subimos, comentamos que en buena hora escapamos de la ciudad y sus lluvias y quedamos en comprar un par de botellas de whisky que seguro nos saldrán más caras en la playa. En aquella visita a la licorería nuevamente la ciudad se hizo un lago, las calles un río y todo era agua. Es diferente vivir la lluvia dentro del vehículo, sabiendo que puedes pasear sin mojarte. Compramos lo que teníamos que comprar y partimos. Saliendo de la ciudad todo era un caos, parece que todo el mundo huía de aquella lluvia, que en verdad es la más fuerte que he visto, que he vivido. Parecía una tormenta y el agua caía como lanzada de un balde. Todas las calles estaban congestionadas, todos querían irse. Sacaba mi cabeza por la ventana para pedirle al carro de atrás que nos dé el paso, para verificar si teníamos espacio, para mirar las calles hechas ríos. Sólo un segundo con mi cabeza afuera y estaba empapado. Todo era risa porque nos parecía espectacular la lluvia que caía. A punto de salir de la ciudad, a punto de escapar, debíamos pasar por una parte de la pista que se prestaba para empozar el agua. Teníamos confianza, pero no bastó. El agua invadió el vehículo y llenó de pánico a Patricio y Mónica la cual sólo gritaba - “¡El carro no avanza, el carro no avanza!” – Sólo fueron unos segundos y el carro se llenó de agua. Salimos de esa congestión con temor, mientras terminábamos una botella de yogur a velocidad para usarla como depósito para botar el agua que nos invadía, cual bote al hundirse. El resto de viaje se hizo pesado, el cansancio nos ganaba y juraría que Patricio, con lo prudente que es, llegó a manejar dormido. La playa nos esperaba con cálido clima, con fresco ambiente. Cómo pasamos de la tormenta a un ambiente veraniego. Por aquellas sacadas de cabeza por la ventana, me quedé sin voz, terriblemente ronco. Algunas cervezas heladas (porque el clima exigía que sea así), la tertulia a orillas del mar. Todos hablaban con demencia menos yo. El alcohol que pone a las personas estúpidas, incoherentes. Un ladrón con artes histriónicos que le facilitaban el trabajo: se sentaba al lado de su víctima tambaleando, incluso más borracho que el agredido, metía su mano serpenteando en su bolsillo y se hacía de las pertenencias. Nadie se metía, nadie decía nada, nadie quería problemas. Aquel ratero merecía diez años de cárcel por mañoso y un Oscar por su buena actuación. La mañana siguiente y sin voz, anduve desnudo, bronceando mi cuerpo color wantán, me metía al mar como hace tiempo no me metía y tomé litros de agua del mar, las olas me revolcaron mil veces y recordé que no sabía nadar. Sentí el niño que antes se insolaba y esperaba ansioso los fines de semana par volver a tostarse. Vi chicas lindas, extrañé tener el cabello largo. Camine por la arena caliente, chapotee en el agua, todo sin decir nada, porque no tenía voz ni para pedir auxilio cuando creía ahogarme. El día pasó tan rápido que no sé cuando se hizo de noche. Me levanté a las cuatro de la mañana para regresar. El carro de Patricio adolecía por la arremetida del agua, al parecer problemas en los frenos. Pero igual viajamos, igual nos aventuramos. Salíamos contentos y con sueño de la playa. Nos esperaba una neblina terrible. Patricio no veía ni el timón. El miedo de morir siempre presente.

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