miércoles, 14 de diciembre de 2011

Algo en mi cabeza

Voy al súper, al que queda por el nuevo departamento, por el nuevo barrio; una zona medianamente respetable. Casi siempre voy solo, paseando con el carrito, empujándolo con flojera pero siempre con discreta elegancia. Nunca voy a comprar muchas cosas, casi siempre es lo mismo: leche chocolatada, algunos jugos y cosas de limpieza. Veo pasar a las familias, siempre con los niños dentro del carrito, felices; yo también quiero. Las parejas, siempre con miraditas coquetas, con gestitos de amor, con un brillo distinto en los ojos; no sé si quiero. Veo mucha gente que antes no me imaginaría en un súper, gente que ya no sabe de mercados populares, los cuales extraño con nostalgia. Termino de comprar el par de cosas que siempre compro, dando una vueltita más para ver que oferta puede ser de mi agrado. Son pocas cosas, pero el precio siempre es elevado; paso la tarjeta y me retiro algo triste. Cargo aquella bolsa roja inmensa, la arrastro hasta mi morada, un departamento en el cuarto piso. Llego muerto, con falta de aire, con ganas de comprarme el carro de una buena vez. Salgo del trabajo casi siempre golpe de las ocho, casi siempre solo, y adoptando la manía de recurrir el servicio público para regresar. Camino unas cuadras considerables para llegar al paradero, y otras cuantas cuadras más para llegar al departamento. A veces odio subir a los micros, detesto estar parado, recibir golpes certeros y demás, y quiero mi carro ya, pero todavía no lo encuentro. Trato de caminar, de caminar siempre un poco. Llego al depa, preparo alguna cosa; me dirijo a la computadora o prendo la tele. Duermo como es costumbre hasta tarde, y reniego los lunes y viernes cuando tengo clases de piano y tengo que despertarme antes de las nueve. Los fines de semana no salgo, vienen. Siempre recibo una visita, siempre acompañado por algún traguito, siempre conversando y tratando de reír. Paro en casa siempre, sin apuros ni ganas por salir, sin la iniciativa de salir de farra ni perderme entre el humo, las luces de colores y gente que no conozco en una discoteca donde seguro termina la noche en bronca. Toco el piano por las noches, casi siempre de madrugada, y lo toco mejor cuando no está mi profesor, que se duerme en clases porque le aburre tener un alumno con tan mala memoria y con tan pocas ganas de vivir. He convertido mi nueva casa en un refugio, y me siento un refugiado; me siento una persona exiliada, recluida en el lugar donde se siente más seguro y debido a las compras hechas, en el lugar más cómodo que puedo encontrar. Si salgo a caminar es para respirar, porque no tengo el menor deseo de ver gente, estoy aburrido de todos, de todo. He comprado un par de películas que nunca veré, un par de libros que no tengo interés en leer. Sólo escucho música, qué sería de mi vida sin la música. Camino de la cama al baño, del baño a la cama, de la cama a la cocina, de la cocina a la lavandería (porque ahora lavo ropa siempre), de la lavandería al cuarto, del cuarto a la ducha, de la ducha al cuarto, del cuarto al trabajo, del trabajo a mi refugio. Hay algo que me tiene pensado, hay algo que da vueltas en mi cabeza. Ando en casa quizá esperando una visita en especial, no de las personas que normalmente vienen, estoy cansado de recibir visitas que sólo me distraen un ratito. La mayoría de las visitas son de señoritas, señoritas que al parecer la pasan bien conmigo, y aunque les tengo a todas un cariño especial, nunca las llamo ni intento saber de ellas. Siempre hay una llamada que interrumpe mi quietud, que introduce en mi rutina mortuoria un plan improvisado y no me deja entregarme a los brazos del desgano. Definitivamente algo falta. Mi madre, con su sabiduría infinita dice que es falta de Dios, yo no sé. Mis compañeros, los que habitan el departamento conmigo no paran en casa casi todo el día; se encuentran trabajando desde temprano o muy ocupados en sus cosas. Por las noches no tocan mi puerta, me encierro y sigo estando lo más solo que puedo. He recurrido al aislamiento repentino, a la agónica rutina de esconderme en mi refugio privado, a ser miembro de un club que tiene como único socio a mí. Siento que algo no está bien; insisto, tengo algo en la cabeza que no sé descifrar bien o simplemente no quiero descifrar. Hay algo en mi cabeza que da vueltas, como cuy en tómbola, como trompo loco, como mi carro en un óvalo. Tengo el presentimiento de lo que es, y no quiero ceder, no voy a ceder. El conflicto en mi cabeza terminará por desaparecer, eso espero. Quiero hacer las cosas bien, gastar menos dinero en tonteras, leer más, estudiar algo de una buena vez. Quiero hacer las cosas bien, aunque presiento, que todo me sale mal.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que genial! la forma de escribir y el relato... no se si lo sea ese tipo de vida..., de todas formas digo... Que genial!